Frente al muelle en Puerto Argentino se habían formado filas interminables de soldados argentinos que esperaban ser embarcados hacia el continente. De pronto, un inglés que no superaba el metro cincuenta y con una planilla en su mano, iba pronunciando en un esforzado español, apellidos de argentinos. “Giandinoto”, se escuchó. “¿Y a éste qué le pasa?”, se preguntó el subteniente artillero de 24 años Heriberto Giandinoto, quien había sido agregado al Regimiento de infantería 25.
Cuando fue tomado prisionero le habían preguntado, como a todos, su nombre, grado y unidad. A los británicos les llamó la atención que dijese Grupo de Artillería 9, ellos no lo conocían y querían saber dónde estaba.
Así fue como junto con otros oficiales, otro sería su destino.
Fue llevado a un galpón donde permaneció unos tres días alimentado a naranjas, y luego encerrado con otros prisioneros en las instalaciones del frigorífico de San Carlos.
Giandinoto, que describe su participación en la guerra como “muy humilde y sencilla”, integró el grupo de prisioneros argentinos que recién sería liberado un mes después del cese de hostilidades.
En 1984, era un subteniente de 24 años inseparable con tres amigos: Juan José Gómez Centurión, Héctor Flores y Horacio Calderón. Un quinto, para la época de la guerra, ya no estaba con ellos: el subteniente Navarro había fallecido en un accidente de tránsito en 1980.
“El chino”, apodo que arrastraba desde el Colegio Militar, había nacido en Baradero, su mamá era ama de casa y su papá, que tiene 96 años, era trabajador en Refinerías de Maíz. Desde el segundo año del Colegio Militar, estaba de novio con Adriana, quien sería su esposa.
En 1982 estaba en Colonia Sarmiento, que nucleaba al Regimiento de infantería 25, la Compañía de Ingenieros 9 y el Grupo de Artillería 9, este último a cargo del teniente coronel Jorge Tocalino, y donde Giandinoto prestaba servicio.
Era oficial ejecutivo de la batería de tiro “A” cuando comenzó a ver movimiento inusual. Sus interrogantes se disiparon el 27 de marzo a las nueve y media de la mañana cuando fue llamado a una reunión con el mismísimo jefe de la unidad, y de la que participaría el teniente coronel Mohamed Seineldín.
Le hicieron jurar que de lo que le dirían no debía comentárselo a nadie. Pasaba a revistar en el regimiento 25 y viajaría a Malvinas como responsable de la sección morteros 120. Seineldín quiso que en el operativo del 2 de abril estuviera representada toda la guarnición de Sarmiento.
Debía designar a un oficial, dos suboficiales y cinco soldados clase 62, quienes lo acompañarían. Ese 27 a la tarde se dirigieron a Puerto Deseado.
A las 4 y media de la mañana del 2 de abril en el Hércules C 130-63 junto a 100 efectivos cruzó a las islas. Minutos antes de las 10 aterrizó en la pista de Puerto Argentino, ya despejada de los obstáculos que habían dejado los Royal Marines. Recuerda que, luego de una tenue niebla, hubo un día luminoso, con un sol pleno y franco, con una fresca brisa que le acarició el rostro.
Quedó impactado con la belleza del paisaje.
Su misión fue la de brindar seguridad al sector de antenas del aeropuerto, que se usaban para todas las comunicaciones. Hasta el 10 de abril fue el encargado de los morteros de 120 y luego se desempeñaría como observador adelantado en el aeropuerto mismo.
El primer día fue de alerta porque se buscaba a un pequeño grupo de cinco o seis británicos que en un principio se habían negado a rendirse y se temía que hicieran sabotajes. Giandinoto fue el encargado de llevarlos en camión custodiados hasta el aeropuerto donde fueron embarcados en un vuelo al continente.
Contó que con su gente se acantonó en el Centro de Meteorología. A medida que fueron llegando unidades de artillería, él fue el encargado de recibirlas.
Hacía la guardia entre las 2 de la mañana y las nueve. Sintió lo que era la guerra en carne propia el 1 de mayo, cuando los británicos comenzaron los ataques aéreos a Puerto Argentino. Experimentó lo que no había vivido nunca: esa extraña fuerza de la onda expansiva que provoca una bomba, cómo le hace torcer el rostro y volar todo lo que tiene desajustado, como ocurría con el casco.
Relató que luego de una semana de bombardeos, había cambiado la noción del peligro y sintió que se le había perdido el respeto al poder de las bombas. A algunas las veían venir, otras eran de retardo y solían especular dónde caerían, como si se tratasen de objetos inofensivos. Lo vio volar a un sargento con la explosión de una bomba, y se sorprendió de que hubiese salido ileso. En su sector no hubo ninguna baja.
Durante la guerra, contó a Infobae que el sector del aeropuerto, soportó la caída de 370 toneladas de bombas, lo que los hizo sospechar en un primer momento que el desembarco inglés sería en las playas de Puerto Argentino. Pero él siempre tuvo presente el análisis que había hecho el teniente coronel Tocalino, miembro del estado mayor especial, quien había estado en las islas unos diez días, y le adelantó que los ingleses desembarcarían por donde efectivamente lo harían.
En los primeros días se ocuparon de requisar el armamento que estaba en poder de los kelpers. Sin embargo, otra orden indicó devolvérselos.
Un día, mientras operaba una radio, escuchó ruidos extraños. Enseguida cayó en la cuenta de que estaban interceptando la señal. La dejó y salió corriendo. A los minutos un misil estalló en el lugar.
Estuvo entre quienes cavó con sus manos para rescatar a los soldados Jorge Eduardo Palacios y Raúl Ortiz, enterrados vivos en un pozo de zorro por la caída de una bomba lanzada por un Vulcan británico, en la madrugada del 4 de mayo. Para hallar el lugar donde estaban sepultados, se guiaron con un cable telefónico que unía varios pozos.
Giandinoto revela que a pocos contó lo que había ocurrido con una imagen de la Virgen. Le habían improvisado una pequeña gruta, donde estaba protegida por un vidrio. Luego de un bombardeo, el vidrio se había partido al medio y una esquirla yacía a los pies de la imagen, que no tuvo ningún ni un rasguño.
Cuando fue el cese del fuego, participó junto a otros oficiales del 25 del entierro de sables. Asegura que fue el 18 de junio. Los envolvieron en plásticos y frazadas, formando un paquete atado con varias vueltas de cinta de embalar y colocados dentro de un cajón de munición de 105 mm. También incluyeron la bandera del regimiento, a la que le quitaron el sol, el escudo nacional y la moharra del mástil. Aún están enterrados en un sitio cuya ubicación pocos conocen. Recuerda que el lugar fue elegido por el sargento ayudante Ortiz.
Ese mismo día, cuando se dirigieron del aeropuerto a Puerto Argentino, estaba cerca del teniente primero Carlos Domínguez Lacreu cuando le hizo el famoso corte de manga a las cámaras inglesas.
Cuando fue tomado prisionero, la Cruz Roja le otorgó un número. Aseguró que entonces el peor enemigo fue la propia cabeza del veterano. Había mucha incertidumbre porque nadie les decía nada, y lo importante era ocupar las interminables horas del día. Giandinoto estaba convencido de lo que le ocurría era parte de una historia que ya estaba escrita, y colaboró con los que la estaban pasando peor.
Una hora por día los británicos le permitían tomar aire en lo que los argentinos bautizaron como “la chanchería”, porque era como un corral siempre con barro.
Para alimentarse les daban alimentos envasados en latas de conserva y galletitas argentinas que los británicos encontraron en depósitos.
Un hombre bajo, de anteojos, que era de la Cruz Roja, siempre estaba pendiente de lo que necesitaran. En el diálogo circunstancial que los que sabían inglés mantenían con británicos, éstos confesaban que hasta el 2 de abril ni sabían de la existencia de las islas.
Aprendió del teniente primero comando Horacio Guglielmone el método para mantener un fuego: se untaba con margarina un papel de revista y se lo colocaba en una lata, y así se tenía un improvisado mechero. No importaba la llama que daba, servía tanto para calentar comida como para secar las medias, que siempre estuvieron húmedas.
Hacían sus necesidades en cuatro tanques de 200 litros cortados al medio, y que estaban ocultos por paños de carpa. Iban a un basural cercano a procurarse de latas que usaban como recipientes para beber.
Hubo protestas de los argentinos por la bomba que había quedado atrapada por una pared, que estaba activa y que los ingleses no hicieron nada por removerla.
Un mes después fueron embarcados en un buque cuyo nombre no recuerda. Allí recibió una paga de unas 7 libras que usó para comprar artículos de tocador.
Desembarcaron en Puerto Madryn. En Colonia Sarmiento fueron recibidos por todo el pueblo como verdaderos héroes y el 20 de julio se reencontró con su familia, que se había enterado que estaba en Malvinas por las cartas que había enviado.
Durante la guerra, como en un primer momento no tenían noticias suyas, pudo mandarles saludos a sus padres por Tito Ert, un radioaficionado de Baradero, a quien pudieron contactar desde las islas.
Se retiró en 2006 como teniente coronel y se recibió de licenciado en Logística y Transporte.
No se pierde ningún 28 de mayo, donde más de 400 veteranos de todo el país se dan cita en el regimiento en Colonia Sarmiento a conmemorar el combate de Darwin. Subrayó que el año pasado hubo más de 600 personas. “Eso tiene el 25, una unión especial”.
Hace 25 años que vive en la ciudad de Mar del Plata. “Soy un marplatense más”, confesó. Dijo que aún no pudo viajar a las islas, “no se dio”, pero lo tiene como una asignatura pendiente. Sus hijos ya saben -una neuropsicóloga, un nutricionista y un profesional hotelero- que desea que cuando muera sus cenizas se dividan por la mitad, y que una parte se esparzan en Colonia Sarmiento y la otra en las islas. Porque confesó que Malvinas es su sello más importante de su alma y espíritu.
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