Nadie en el edificio ni sus alrededores escuchó el disparo que se produjo entre las últimas horas de la noche del miércoles 8 y la madrugada del jueves 9 de abril de 1953 en el amplio departamento del Quinto “B” de Callao 1944, ni siquiera el mayordomo japonés que dormía en las dependencias de servicio.
Sin embargo, el cadáver estaba ahí, del lado izquierdo de la cama, de rodillas, con el brazo izquierdo apoyado sobre el reborde del colchón y la cabeza sobre el brazo.
Por la posición del cuerpo, el disparo se debió producir en algún momento de la noche, cuando el hombre estaba arrodillado junto a la cama.
“Próximo a los pies de la víctima fue encontrado un revólver calibre .38 marca Smith Wesson con la siguiente inscripción en un costado del cañón ‘38, S.W Special F.U.S Service’”, dirá el informe policial.
A partir de allí, los informes sobre el caso serán enigmáticos, contradictorios e, incluso, estarán plagados de omisiones.
Por ejemplo, no queda claro quién encontró el cadáver: en algunos se dice que fue el mayordomo japonés que no había escuchado nada; en otros, el peluquero personal del muerto, José Gullo, que llegó al lugar acompañado por un ministro del gobierno nacional, el de Industria y Comercio, Rafael Francisco Amundarain.
No hay precisiones, ni siquiera aproximaciones, sobre la hora de la muerte.
No quedará nunca claro quién fue la última persona que vio al hombre con vida, como tampoco se podrá establecer si alguien entró durante la noche al departamento.
Tampoco dicen en qué lugar del dormitorio se encontró la carta dirigida a “Mi querido general Perón”, donde estaba escrito con faltas de ortografía:
“La maldad de algunos traidores al general Perón y al pueblo trabajador, que es el que lo ama a usted con sinceridad, y los enemigos de la Patria, me han querido separar de usted, enconados por saber lo mucho que me quiere y lo leal que soy... He sido honesto y nadie podrá provar (sic) lo contrario. Lo quiero con el alma y digo una vez más que el hombre más grande que conocí es Perón... Me alejo de este mundo azqueado (sic) por la canalla, pero feliz y seguro de que su pueblo nunca dejará de quererlo. Cumplí como Eva Perón, hasta donde me dieron las fuerzas. Le pido cuide de mi amada madre y de los míos, que me disculpe con ellos que bien lo quieren. Vine con Eva, me boy (sic) con ella, gritando Viva Perón, viva la Patria, y que Dios y su pueblo lo acompañen siempre. Mi último abrazo para mi madre y para usted.
P. D. Perdón por la letra, perdón por todo”.
El hombre muerto en la habitación era Juan Duarte, play boy y von vivant, secretario privado del presidente, hermano de la fallecida Eva Perón, un personaje muy elevado y poderoso en la escena política nacional que venía en caída libre hacia la desgracia.
Cada vez más solo
En los programas de las radios porteñas de la época solía sonar un tango que ya tenía sus años pero seguía siendo un éxito, “Soledad”, donde Carlos Gardel entonaba estos versos de Lepera: “En la plateada esfera del reloj / Las horas que agonizan se niegan a pasar / Hay un desfile de extrañas figuras / Que me contemplan con burlón mirar / Es una caravana interminable / Que se hunde en el olvido con su mueca espectral”.
Algo así debió estar sintiendo Juan Duarte en los días previos a su muerte, cuando las acusaciones de corrupción por parte de la oposición política y también dentro del propio gobierno justicialista, le llovían sobre la cabeza.
La desgracia de Duarte había comenzado a perfilarse menos de un año antes, con la muerte de su hermana y protectora Evita, el 26 de julio de 1952, pero en los últimos meses y días la caída se venía acelerando.
A Juan Domingo Perón, el presidente, le resultaba incómoda la imagen pública de su secretario privado, que no vacilaba en ostentar su rápida riqueza ni ocultaba sus romances, a veces simultáneos, con actrices de moda como Fanny Navarro o Elina Colomer.
El general, sin embargo, podía tolerar esas “cosas de Juancito”, como lo llamaban tanto él como Evita en la intimidad, pero las acusaciones de corrupción que empezaban a aparecer, una detrás de la otra, eran algo más grave, porque perjudicaban la imagen del gobierno.
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El trato frío que Perón le empezaba a prodigar, su distancia cada vez más grande, le hacían intuir a Duarte que el líder pronto le soltaría la mano. Y eso lo deprimía.
Pocos días antes de su muerte, le escribió una carta a su novia “oficial”, Fanny Navarro, donde le decía:
“Vidita. Le ruego me perdone, me voy solo al campo. Esta semana me han pasado cosas tan terribles que le doy las gracias a Dios por estar todavía en mi sano juicio. Por eso quisiera estar solo y si pudiera me iría tan, tan lejos como tan amargado estoy (…) Por momentos, pienso que ya mi cabeza no coordina más, que mis piernas aflojan porque también aflojan mis fuerzas y me quedo hasta sin alma. En una palabra, me muero, pero no termino de morirme. Juan”.
Los últimos días
A principios de abril, las acusaciones de corrupción contra Juan Duarte pasaron a un plano superior, con una medida surgida dentro del propio gobierno peronista. La Comisión de Control del Estado, que dependía de la Presidencia, quería probar su vinculación con el monopolio de exportación de carne, que pertenecía al Estado, de la que se sospechaba que era una fuente de enriquecimiento ilícito.
El 6 de abril fue un lunes angustiante para Duarte. La comisión le informó al presidente que existían cargos contra el hermano de Evita y de inmediato Perón ordenó la instrucción de un sumario, tarea que le encomendó al general Justo Bengoa.
“Hay que tener en cuenta que Duarte no era un ‘che pibe’ de Perón. Había sido su mano derecha en muchas cosas durante los años más felices del peronismo. En la investigación pude acceder a distintos documentos firmados por Juan Duarte donde se toman decisiones importantes del gobierno, como por ejemplo mover jueces que le molestaban a Perón, entre otras cosas. Hay múltiples testimonios y documentos históricos que permiten comprobar que Duarte tenía un poder muy grande y que la mayoría de las cosas que hacía tenían la aprobación de Perón, no es que se las ocultara. Entonces cuando las denuncias empiezan a apuntar a Duarte también, de alguna manera, golpean a Perón”, le explicó a este cronista en una entrevista realizada hace dos años Catalina de Elía, autora de “Maten a Duarte”.
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Las acusaciones de corrupción ya superaban la figura del secretario privado y afectaban a todo el gobierno. Frente a esa situación, el miércoles 8 Perón denunció maniobras de especuladores basadas en “calumnias” contra la Casa Rosada.
En el discurso que pronunció en el Salón Blanco pronunció una frase que resultó lapidaria para el futuro de Duarte: “Yo tengo la obligación de pensar que la gente es honrada hasta que deja de serlo y deja de serlo cuando yo lo puedo comprobar, y cuando yo lo puedo comprobar, estén seguros de que van a la cárcel, así sea mi propio padre. Porque robarle al pueblo es robarle a la Patria”, dijo.
El hermano de Eva escuchó las palabras del presidente por la radio, en su departamento de la avenida Callao, y supo que el general le estaba apuntando los cañones.
Poco después del discurso de Perón, el presidente de la Cámara de Diputados, Héctor J. Cámpora, que mantenía una estrecha amistad con el hermano de Eva fue a buscarlo al departamento y le dijo que tenía que ir a ver al presidente a la Casa Rosada para “arreglar las cosas”.
Lo llevó en su auto, pero Perón no lo recibió. Apabullado, Duarte recogió algunas pertenencias de su despacho, dejó escrita su renuncia y volvió a su casa.
Hay versiones que señalan que Cámpora lo dejó en la puerta del edificio de Callao 1944, otras consignan que entró con su amigo al departamento y permaneció allí hasta altas horas de la noche. Cámpora siempre dijo que se fue sin entrar.
A partir de ese momento, todo se vuelve confuso.
Después de la muerte
El juez nacional de Instrucción N°5 Raúl Pizarro Miguens, a cargo de la investigación de la muerte de Juan Duarte, llegó pasadas las diez de la mañana al departamento de la avenida Callao. Colaboraban con él el jefe de la Policía, Miguel Gamboa, y el comisario de la 17, Eugenio Benítez.
El juez decidió no buscar testigos ni tomar declaraciones. Tampoco ordenó realizar una autopsia.
Para el mediodía, el caso está resuelto: fue un suicidio.
La madre de Juan y Eva, Juana Ibarguren, no pensaba así. Al llegar al edificio se gritó al secretario de Prensa de la Presidencia, Raúl Apold:
“¡Asesino! ¡Me han matado a otro de mis hijos!”.
Ese mismo día, el presidente Perón le ordenó al general Bengoa que desactivara la investigación sobre los ilícitos de los que se acusaba a Juan Duarte.
Tras el derrocamiento de Perón, la autodenominada Revolución Libertadora ordenó exhumar el cadáver, que descansaba junto al de Eva en el cementerio de la Recoleta, con la intención de demostrar que la muerte de Duarte no había sido a causa de un suicidio sino un crimen ordenado por el “tirano prófugo”.
Le cortaron la cabeza y un dedo y realizaron la autopsia en el Departamento de Policía Federal. Los oficiales de la Marina, Aldo Molinari, también subjefe de la Policía, y su asistente, Próspero Fernández Alvariño, alias “El Capitán Gandhi”, a cargo de la comisión investigadora número 58, supervisaron el procedimiento.
Según la autopsia, la bala alojada en el cráneo no correspondía al revólver calibre .38 que se encontró en el dormitorio.
Durante toda la investigación, “El Capitán Gandhi” mantuvo el cráneo perforado sobre su escritorio. Cada vez que interrogaba a un testigo, se lo mostraba.
El dictamen fue que a Duarte lo habían asesinado.
Parecía nuevamente caso cerrado hasta que, en 1958, durante la presidencia de Arturo Frondizi, se abrió una nueva investigación.
El juez a cargo, Franklin Kent, volvió el asunto a sus orígenes y cerró la causa dictaminando nuevamente suicidio.
Fue la última investigación judicial sobre la muerte de Juan Duarte. Después de eso, el hermano de Evita y secretario privado de Perón se sumergió en otra muerte, la del olvido.
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