Arquímedes Rafael Puccio amaba tanto la vida como la muerte. La ajena, no la suya.
Hace diez años, en General Pico, La Pampa, donde pasó sus días finales, un médico le dio la peor noticia de su vida: le descubrió un tumor cerebral.
Hasta ese día, Puccio -de 84 años- decía, y no en broma, que iba a vivir más de cien años. “Planifico como si fuera a vivir veinte años más. Y así será”, le dijo a Infobae un año antes de su muerte, ocurrida el 4 de mayo de 2013.
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La primera muerte de Puccio fue el 23 de agosto de 1985, cuando fue detenido con sus cómplices, entre ellos sus hijos Daniel “Maguila” y Alejandro, talentoso wing tres cuartos del CASI, un tradicional equipo de rugby de San Isidro, y ex jugador de Los Pumas. Alejandro murió el 27 de junio de 2008 y Daniel volvió al país porque la causa prescribió. Su hermana Silvia murió de cáncer. Epifanía vive junto a Adriana, la hermana menor del clan.
Los vecinos creían que la familia era inocente. No podía ser que el señor Puccio, que los domingos iba a misa vestido de traje, hubiera arrastrado a los suyos al delito. Sintieron horror cuando se comprobó que entre 1982 y 1985, los Puccio habían secuestrado y matado a los empresarios Ricardo Manoukian, Eduardo Aulet y Emilio Naum.
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El final de un canalla
Pero saber que su enfermedad era incurable y lo llevaría a la muerte inevitable, si bien al principio lo enojó más que entristecerlo, lo llevó a armar una lista con sus últimos deseos.
De lo que pasó con esa lista es un enigma. El testigo de esto es el pastor Eliud Cifuentes, que lo cuidó hasta su final.
“Con Arquímedes pasábamos horas leyendo la Biblia y hablando de los grandes temas de la humanidad. Murió pobre y reconciliado con la vida, en paz con el Señor, su sueño era que lo dejaran viajar para hablar con Epifanía, seguía enamorado de ella, su sueño era ir a recuperarse a Cuba”, dice Eliud.
En la lista Puccio dictó, porque ya no podía escribir, y le costaba hablar, que quería que su esposa Epifanía, que aun vive (tiene 90 años) en Capital Federal, lo perdonara y lo recibiera. Otro deseo era que la Justicia lo autorizara a viajar a San Isidro, donde pasó parte de su vida, el auge y su ocaso, de sus vínculos políticos como diplomático de Perón a la caída por los secuestros.
Otro deseo era tener sexo por última vez. En su estadía en La Pampa, Puccio se jactó una vez ante Infobae que era un sexópata. “He tenido sexo cientos de veces en todo el mundo. Me faltaron las japonesas. A los más de no necesito esa pastillita que toman los cobardes. Acá hay mujeres que me arrastran el ala. Soy irresistible, viejo y todo con mi forma de hablar, conocimientos y porte caen rendidas”, dijo con tono altanero.
Deseos malditos
Además de tener sexo con una mujer, cosa que el pastor no avaló y por eso Puccio se lo pidió a un amigo, no se cumplió por que Puccio necesitaba dinero. Y ahí surge otro de sus deseos: que alguien se contactara con su familia para ver si tenían el dinero de sus propiedades. “Mi mujer se quedó con todo. Teníamos hasta una casa en Uruguay y la mansión de San Isidro es nuestra, pero está a su nombre”, dijo Puccio. Estaba en la ruina, pero seguía pensando en facturar dinero porque quería irse de este mundo, tal como él dijo, feliz y sin deberle nada a nadie. También buscó recuperar sus pertenencias. Los cuadros pintados por su madre, una artista plástica reconocida en su momento, en la década del 20, y antiguedades que tenía en su casa. Pero se quedó con las manos vacías. Con lo poco que tenía en la pensión: expedientes, libros y una lista con sus diez enemigos, entre ellos la jueza María Servini de Cubría y los familiares de sus víctimas.
Poco le importaban sus víctimas.
Al autor de este artículo llamó días antes de morir. Le dijo que quería dejar sus memorias grabadas. Pero el encuentro no se dio. Tenía una novia llamada Graciela, que era su clienta cuando llegó a ejercer como abogado civil, que lo abandonó cuando cayó enfermo.
Abril es un mes especial para Puccio. Porque en ese mes, pero en 2008, hace 15 años, la Justicia le dio la libertad y se alojó en la casa de un pastor en Santa Rosa, La Pampa. Luego fue a General Pico. Allí solía entrar en los negocios, mirar a los clientes y decir desafiante: “¿Saben quién soy? Puccio, la debilidad de las mujeres”.
En la entrevista con Infobae, surgió una revelación horrorosa.
El abuso que no pagó
Podría decirse que el autor de la nota escuchó, en boca suya, parte de los detalles del único delito que no pagó. Los hechos ocurrieron en 2011 en General Pico. La prueba más firme la aportó él y fue avalada por sus amigos, especies de testigos de su perversidad.
Se trata del abuso de una nena de 14 años que lo visitaba en la pensión donde él vivía y pasó sus últimos años, suceso revelado por Infobae hace cinco años.
El 9 de julio de 2011 Puccio organizó un asado entre amigos en el patio de la pensión de mala muerte donde vivía. Estaba con libertad condicional. En ese contexto, comenzó un relato tenebroso del que fue testigo el autor de esta nota:
–Estoy conociendo a una pendejita que está por cumplir 15 años. Por ahí en un rato cae. Empezó a venderme alfajores y una cosa llevó a la otra. No tengo la culpa de esa incitación pecaminosa. Mis amigos me decían: “Pero entrale, bolas”. Yo la veía con ojos de padre. “Si no te la comés vos, se la va a comer otro”, me decían estos guachos. La ayudaba por evangélico, no por interés, pero mis amigos me daban manija. Y parece que Satanás me ha pervertido. Si la semana que viene no la volteo, será la otra. Es la teoría de la fruta madura. Qué va a hacer. Muchos me dirán pervertido.
–O violador y pedófilo -intervino Infobae.
–No. La edad de consentimiento en la Argentina es de 14 años. ¿Entonces me va a decir que José de San Martín fue un pedófilo porque cuando conoció a Remedios de Escalada ella tenía 13 años? Algunos dirán: “Qué viejo hijo de perra, mirá qué pescadito que se ha comido, la pucha que lo parió”. La piba es agradable y linda. Un día le dije: “Decime una cosa, mocosa, qué berretín tenés de hacerte la señorita con los ancianos. Te pintás los labios, te marcás las cejas, te pintás las uñas, andás mostrando un poquito los pechos. ¿Te das cuenta del peligro qué corres?”. Se reía. Al otro día, vino con uñas postizas plateadas. ¡Ah! Tenía el pelo suelto. Entonces les conté a éstos. “Pero si estaba preciosa, ¿qué carajo estás esperando, viejo?, es una vergüenza lo que estás haciendo”, dijeron. Les dije que ellos me estaban incitando. Cuando les digo que todo esto voy a escribirlo en mis memorias, se cagan de risa. Siempre están esperando que les cuente qué pasó con la pendeja. El otro día, la pibita vino y se puso a llorar. ¿Qué te pasa?, le dije. “Estoy mal, abuelo”, me respondió. “A mí no me decís más abuelo”, le contesté. Ahora me vas a decir Arqui. Y cuando estemos acá adentro, me vas a tutear. Afuera no. ¿Estamos? El otro día vino como a las nueve de la noche. “¿Qué haces tan tarde?”. Le traigo estas rosquitas. Necesitamos la plata porque nos cortaron el gas.” Le dije: “No llores, podemos conversar”. “Bueno, gracias abuelo”. Ya te dije que no soy más tu abuelo. “¿Por qué?”. “Porque me gustás mucho, pendeja”. Y la agarré y le acaricié la cola. “Qué ganas de apretarte que tenía”, le dije. Después le pregunté cuánto era la deuda que tenía. “Son 28 pesos”. Le di 50. Y así quedaron las instancias. Como no tiene ropa fui a la feria a comprarle un saquito. Me salió 15 pesos. Una ganga.
Puccio mostró el saco: era pequeño.
–No temo volver a la cárcel porque no le hice nada. No hubiese hecho nada si no habría tenido el acuerdo de ella.
El pedido macabro
Uno de los últimos deseos, o planes, no fue secuestrar, matar o cobrar rescate. Su última idea, tan delirante y macabra como él, iba a ser una especie de burla que quería dejarles como legado a sus enemigos: a los dos amigos que le quedaban les hizo un pedido insólito, al pie de la cama donde esperaba la muerte.
-Sé que me queda poco carretel, empecé las tareas de enfriamiento. Pero necesito un favor de ustedes, mis queridos lugartenientes -les dijo. Uno de sus amigos tenía un taller mecánico. El otro, una bicicletería.
-Yo dije que iba a vivir hasta los 130 años, y realmente lo pensé. No puedo morirme a esta edad, como un débil, un tipo normal, encima solo y pobre. Hay dos opciones -les dijo con tono enigmático el siniestro líder del clan Puccio.
Sus interlocutores, más obsecuentes que amigos, lo escuchaban en silencio.
-¿Qué quiere jefe? -lo interrogó el bicicletero.
-Una, es que escondan mi cuerpo y digan que pasé a otro plano, que no morí, que fueron testigos de eso. Que crean que estoy desaparecido. Si no es eso, quiero otra cosa. Les voy a dejar mi celular y van a mandar mensajes como si fueran míos, con mis palabras. Voy a dejar algunos grabados.
-¿Y por qué quiere hacer esto? -le dijo el bicicletero.
-Para que siga la leyenda, y para romper un poco las bolas.
Y poco después de su muerte, el autor de esta nota recibió un mensaje del celular de Puccio después de haber visitado su tumba en Pico y cuando emprendía el regreso a Buenos Aires . “Querido amigo, lamento no haber podido verlo, pero lo estuve viendo todo el tiempo”.
Algo del deseo oscuro de Puccio se había cumplido.
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