Para marzo de 1981, la dictadura autodenominada con el pretencioso nombre de Proceso de Reorganización Nacional había cumplido buena parte de la misión que se había propuesto cinco años antes, al tomar el poder luego de derrocar al gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón.
Para entonces, mediante el plan del ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, buena parte de la industria nacional estaba devastada y su participación en el PBI se había reducido al 15%, la economía argentina se había reprimarizado de manera alarmante y el poder económico se concentraba cada vez más, la deuda externa crecía como nunca antes y el déficit fiscal superaba el 16%. El salario real había caído en un 40% y la desocupación amenazaba con triplicarse en relación con la de 1975.
En paralelo, la represión salvaje –e ilegal– de todo atisbo de oposición sumaba en su haber decenas de miles de desaparecidos, miles de encarcelados y exiliados internos y externos. Los sindicatos estaban intervenidos o sus dirigentes se habían plegado a los dictadores.
En la Plaza de Mayo, los jueves, solo un grupo de mujeres reclamaba aparición con vida de sus hijos y nietos desaparecidos. La dictadura las llamaba “locas”, en el resto del mundo ya se las conocía como las Madres de Plaza de Mayo.
El “Proceso”, repetían los dictadores, no tenía “plazos sino objetivos”.
El 24 de marzo de ese 1981, la junta militar encabezó los festejos del quinto aniversario del golpe, con desfile castrense y misa en la catedral metropolitana.
Cinco días después, en otro acto con pompa y circunstancia, el primer “presidente” de la dictadura, Jorge Rafael Videla, le cedió su sillón en la Casa Rosada a otro general del Ejército, Roberto Eduardo Viola, cuyo mandato duraría menos de nueve meses.
Si no fuera por los crímenes de lesa humanidad de los que fue responsable –y por los que sería juzgado cuando se recuperó la democracia– la figura de ese hombre gris solo ocuparía dos renglones en la historia.
En cambio, a su ministro de Economía –al que nombró en reemplazo de Martínez de Hoz– aún se lo recuerda como el autor de una frase tan desafortunada como mentirosa que sí quedó en la historia.
El hombre se llamaba Lorenzo Sigaut y la frase textual fue esta: “Van a perder los que apuestan al dólar porque hemos eliminado el nivel de sobrevaluación”.
Los medios de comunicación, al día siguiente, la resumieron en una pontificación: “El que apuesta al dólar pierde”.
El dictador “blando”
Roberto Eduardo Viola tenía 56 años cuando reemplazó a Videla. Para entonces, el plan económico anunciado en 1976 por el ministro de Economía Martínez de Hoz hacía agua por todos lados.
Por otro lado, la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) realizada en 1979 había confirmado las denuncias por crímenes de lesa humanidad perpetradas por los militares en el poder y la imagen internacional de la dictadura se venía cayendo a pedazos.
La designación de Viola no había sido sencilla. Tanto dentro del Ejército como en las otras dos fuerzas armadas –la Armada y la Fuerza Aérea– se lo consideraba “un blando”. Por eso, su gestión estuvo en jaque desde un principio.
El nuevo “presidente” pretendía revertir en lo posible la crítica situación de la dictadura con un nuevo plan económico a cargo de Lorenzo Sigaut, una tibia apertura al diálogo con algunos sectores políticos y una suerte de simulacro de “investigación interna” en las Fuerzas Armadas sobre las violaciones de derechos humanos.
El ministro del plan fallido
Después de pronunciar su célebre frase, Sigaut se desmintió a sí mismo provocando todo lo contrario. En abril ordenó una devaluación del peso de un 30,41 por ciento, como incentivo a la producción agropecuaria e industrial y para desalentar movimientos especulativos de capitales.
El resultado fue que quien no le hizo caso y puso sus expectativas en el billete verde ganó como nunca.
Para fines de junio, el dólar alcanzó un nivel récord de 8800 pesos nuevos, y las tasas de nivel eran tan elevadas que rendían un 30 por ciento anual.
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Mientras tanto, el PBI iba cayendo más y la inflación empezaba a galopar, al punto que a fin de año la variación interanual alcanzaría el 104,5 por ciento.
Para noviembre, el dólar llegó a los 100 mil pesos, pura ganancia para todos los que había apostado por él.
Esa política económica comenzó a desatar la reacción de los sectores más perjudicados debido al serio retroceso de la actividad industrial destinada al mercado interno. El plan requirió una mayor devaluación y el cierre parcial de la economía.
Por si fuera poco, el viraje del contexto internacional, impulsado por los Estados Unidos, alteró los mercados financieros mundiales y el crédito se hizo más caro y escaso.
Un “diálogo” que no funcionó
La apertura de un tibio diálogo político con partidos cercanos a la dictadura también resultó un fiasco. Como respuesta, la mayoría de los sectores se nucleó en una Multipartidaria Nacional que exigió el llamado a elecciones libres.
El simulacro de “investigación interna” en las Fuerzas Armadas sobre las violaciones de los derechos humanos no avanzó un solo paso. Por el contrario, terminó enfrentando a Viola con sectores “duros” del Ejército y la casi totalidad de los oficiales superiores de la Armada y de la Fuerza Aérea.
La suerte de Viola estaba echada.
En abril de 2019, el gobierno de los Estados Unidos desclasificó una serie de documentos secretos sobre la última dictadura argentina. En muchos de ellos se puede ver claramente la precaria situación de Viola desde prácticamente el mismo día que llegó a la Casa Rosada.
Un cable de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) del 3 de abril de 1981 –cuando Viola llevaba apenas cinco días en la Casa Rosada– revela cómo la supuesta “investigación interna” que pretendía promover fue obstaculizada desde el principio.
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El informe de la CIA, dirigido al Consejo de Seguridad y al Departamento de Estado norteamericanos dice: “A Viola le gustaría resolver el problema de los derechos humanos en Argentina mediante alguna forma de investigación interna; sin embargo, la Armada argentina le impide hacerlo, pues se opone con fuerza a que cualquiera pueda ser llamado a responsabilizarse por las acciones en la guerra contra la subversión. Casi con certeza Viola intentará resolver este problema, pero se moverá muy lentamente”.
El 24 de junio, otro cable secreto salido de la Embajada estadounidense en Buenos Aires advertía que “la autoridad presidencial de Viola está siendo socavada” y que “la efectividad y potencialmente la supervivencia de su gobierno están en juego”. En otro párrafo decía: “Viola está siendo acorralado por la junta militar que formalmente lo eligió, y recibe cuestionamientos de oficiales tanto militares como del gobierno. Se dice que algunos oficiales se inclinan por su reemplazo”.
El final
El 21 de noviembre de 1981, la situación de Viola en la Casa Rosada se hizo insostenible y fue obligado a pedir una licencia médica por sufrir “una insuficiencia coronaria e hipertensión”. Lo reemplazó interinamente el ministro de Trabajo, el general Horacio Liendo.
Pocos días después, el encargado de la Sección Política en la Embajada de los Estados Unidos en Buenos Aires, Townsend Friedman, informó en otro cable secreto donde decía que “una fuente argentina que creo que es amigo íntimo del ministro Liendo”, le informaba que “tanto el ex presidente Videla como el general (Leopoldo Fortunato) Galtieri le pidieron a Viola que renunciara”, pero que Viola se negó; y que “las decisiones económicas que el gobierno tomó durante la semana no tenían el visto bueno previo de la junta”.
Viola resistió poco más y aceptó renunciar “por razones de salud” el 2 de diciembre. Días después, luego de un breve interinato del marino Carlos Lacoste, la Junta Militar nombró su sucesor a Leopoldo Fortunato Galtieri, “el general majestuoso” –como lo llamó un asesor de Seguridad norteamericano Richard Allen– que llevaría a la Argentina a la guerra de Malvinas.
En el Juicio a las Juntas de 1985, Viola fue condenado a 17 años de prisión, inhabilitación absoluta y destitución, como autor de 86 secuestros, once actos de tortura y tres robos. En 1990 fue indultado por Carlos Menem.
Murió el 30 de septiembre de 1994, a los 69 años, antes de que la justicia argentina declarara nulos los indultos.
Lorenzo Sigaut cumplirá 90 años en junio próximo en una Argentina que, desde que pronunció aquella frase, vive siempre sujeta a los vaivenes de dólar.
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