Daniel Ricart tenía 20 años cuando un llamado que parecía de película lo sorprendió. Del otro lado del teléfono, la voz del doctor René Favaloro, que le proponía formar parte de un proyecto educativo en nuestro país, y le informaba que iba a organizar una colecta para que fuera a estudiar a Harvard. “Después tenés que volver y aplicar acá todo lo que aprendiste”, le anticipó el inventor, educador y cardiocirujano, que le aclaraba que su palabra tenía el mismo valor que un contrato escrito. Eran tiempos donde lo nombraban en los programas de televisión como “el joven sobresaliente de la Argentina”, por su alto coeficiente intelectual y el récord histórico de haber terminado la carrera de Ciencias Económicas en un año y diez meses en la UBA. Sin embargo, en la primaria tuvo clases particulares de matemática porque no le iba bien, y lo cierto es que había una razón para su falta de interés en la materia que luego sería crucial para su profesión.
“Es como si un chico ahora conoce a Messi, para mí fue así, porque el doctor era mi ídolo desde mucho antes de que me contactara”, cuenta en diálogo con Infobae. Toda su familia lo admiraba y estaban profundamente agradecidos porque le había salvado la vida a una tía que sufría problemas del corazón. En la actualidad Ricart tiene 54 años, es padre de María, Valentina, María Sol y Alejandro, y divide sus tiempos en tres países: Estados Unidos, Inglaterra y Argentina. “Estoy trabajando como contador público y financista, pero también investigo mucho en materia educativa, escribo libros sobre el creativismo cognitivo -la corriente pedagógica que fundó junto a Howard Gardner y Joseph Renzulli-, siempre buscando la mejor manera y las mejores técnicas pedagógicas para llevar a nuestro país, y seis de los nueve meses del periodo lectivo estoy en Buenos Aires, trabajando con la Fundación Ricart”, detalla sobre su rol como fundador y presidente de la asociación civil sin fines de lucro que nació en 1990, avalado e impulsado por Favaloro, a quien considera como “su faro” hasta la actualidad.
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Su padre terminó la primaria con mucho sacrificio, habiendo trabajado desde los 12 años, y aunque nunca pudo ir al secundario, su gran pasión era la lectura. Junto a su madre trabajaban en una pollería, y cuando Daniel era chico los ayudaba en el negocio. “Una vez envolviendo huevos con diarios, vi la publicidad de una exhibición en el Museo de Bellas Artes y yo, que en ese momento tenía cinco años, quedé impresionado por la fachada del edificio; esa noche no dormí: agarré un pedazo de carbón y copié la imagen”, rememora sobre una de las tantas anécdotas que guarda de su infancia, donde sentía que estudiar no era lo suyo. “Al poco tiempo en la escuela hubo una prueba donde teníamos que dibujar una casa, una persona y un árbol; todos hicieron la típica casa cuadradita, salvo yo, que copié la fachada del museo, y lo único que recibí fue el reto de la maestra por haber tardado mucho”, remata.
Sus intereses chocaban con los de sus compañeros, no compartía referentes, y aunque en el local familiar no tenía inconvenientes en hacer cálculos mentales para dar el vuelto, en el aula no quería aprender las tablas, y se aburría incluso en las clases de las materias que más le interesaban: lógica, astronomía, física, y matemática. Cuando tenía 10 años le hicieron un test de IQ para medir su cociente intelectual, que se obtiene al dividir la edad mental por la edad cronológica, y el resultado fue un número muy por encima del promedio: 175. “Lo típico es que dé 100, entonces era como si tuviera 17 y medio en algunas áreas”, indica. Así fue como lo catalogaron de “niño superdotado”, lo que hoy se conoce como personas con altas capacidades.
A pesar de esa experiencia, siente que alcanzó su máximo potencial recién en la secundaria, cuando otros factores acompañaron su crecimiento, como más seguridad personal y el surgimiento de una incipiente pasión por la Economía. Se anotó en la Universidad de Buenos Aires para estudiar ciencias económicas, y se dedicó de lleno a rendir las 39 materias del programa. La mitad las hizo como oyente y las rindió libres, y la restante de manera regular. En un año y diez meses ya estaba tramitando su título, un récord que por lejos sigue siendo histórico.
En 1989, cuando corrían los últimos días de la presidencia de Raúl Alfonsín, existía un jurado de expertos que sesionaba para entregar un reconocimiento en varias categorías, para valorar el mérito de los alumnos destacados. Por sus logros académicos, le otorgaron un certificado como “joven sobresaliente de la Argentina”, y se lo entregó en mano Carlos Menem, luego del traspaso del poder. “Yo era el mismo chico que había tenido profesor particular de matemática en la primaria porque me costaba mucho, y la verdad es que si alguien decía que después iba a realizar la carrera que realicé, muchos hubieran dicho: ‘Este pibe imposible que haga eso’”, reflexiona sobre lo que algunos concibieron como un cambio de 180° grados, cuando en realidad está convencido de que esa vocación siempre había estado en su interior, solo que no encontraba motivación por la forma en que presentaban los contenidos.
“En las escuelas hay que estar muy atentos porque los chicos por ahí están en un mal momento, no todo el tiempo todos son talentosos en todas las materias, son más bien como chispazos de genialidad en determinados momentos”, sostiene. Y agrega: “Alguno puede empezar a leer a los 3 años y después puede que sea un alumno regular en lengua; otro puede estar muy flojos en la ciencia duras y después convertirse en un genio en Física y estudiar en el Instituto Balseiro: y por ahí se dio cuenta recién en tercer o en cuarto año del secundario que eso le gusta; entonces hay que estar muy permeables y tener una especie de radar para ver esas llamadas de atención que a veces los adultos ignoramos o no estamos entrenados para verlas”.
A raíz de su exposición televisiva en el clásico Tiempo Nuevo de Bernardo Neustadt, un almuerzo con Mirtha Legrand y otra participación en el programa de Susana Giménez, su historia llegó a oídos de Favaloro. “Lo primero que quería hacer cuando me llamó era contarle a mi papá, que obviamente no me creyó en un primer momento”, dice con humor. Acordaron un encuentro, llevó su currículum, y ni bien empezaron a hablar supo que los valores humanos tenían el mismo peso que los títulos para el doctor. “Me dijo que era un problema saber mucho de costos económicos, y muy poco de costos sociales, y con su alma de educador, me sugirió que primero me formara en el exterior y después trajera esos conocimientos a la Argentina”, cuenta.
Le advirtió, además, que no se dejara tentar por propuestas que buscan captar el talento ajeno. “Argentina te necesita más, no le falles a los chicos”, le recomendó, porque ya había surgido una propuesta con una escuela rural de Mendoza para su regreso. En 1994 una de las principales firmas de contabilidad de renombre internacional quiso contratarlo, y el salario era más que abultado: 1.200.000 dólares al año. Reconoce que padeció un fuerte dilema moral, pero supo que las palabras de Favaloro eran una brújula que marcaba el camino más honesto y acorde al legado que se había comprometido a asumir.
Estudió finanzas a Harvard, y allí conoció a Howard Gardner, psicólogo conocido por la teoría de las inteligencias múltiples, que postula que existen ocho tipos de inteligencias, y que no necesariamente se desarrollan por igual ni al mismo tiempo. También tuvo contacto con el método de casos que se aplicaba de manera cotidiana en la universidad, emparentado con el aprendizaje learning by doing (aprender haciendo). “La motivación genera maravillas en una persona, porque yo tenía 20 años cuando conocí a Favaloro, pero me imagino lo que hubiera sido si lo conocía a los 12, y por eso tenemos que tratar de llevarle esos ejemplos a los chicos, a través de masterclass por ejemplo, aplicando cross grading, con diferentes personalidades de diversos saberes para que los chicos escuchen de varios temas, charlas motivacionales de psicología; también aplicadas al deporte, y así se pueden abordar problemas inimaginables gracias a buenos oradores que entusiasman a los alumnos”, resume.
Considera que la diversidad es fundamental en la educación, y no solo en cuanto a clases sociales, sino también respecto a la nacionalidad, religión, género, y etnia. “No hay duda de que aprendemos cuando conocemos a otras personas, al estar en contacto con otros valores diferentes a los propios, con situaciones, costumbres, que nos enriquecen”, asegura. En su caso, convivió gran parte de su existencia con varias etiquetas: “joven sobresaliente”, “prodigio”, “genio”, entre varios más similares, y al analizarlo a la distancia remarca que los estereotipos “nunca son buenos”. En un mundo donde el concepto de neurodiversidad está ganando terreno debido a los resultados que arrojan las últimas investigaciones, prefiere hablar de “diferentes tipos de inteligencia”, tal como postulaba Gardner.
“Nosotros trabajamos con chicos que tienen síndrome de Asperger, que por ahí les resulta más difícil el área de lengua o de comunicación, pero que también son brillantes en física y matemática. Por estar estereotipados como ‘chicos con discapacidad’ nadie está prestando atención al talento que tienen en las ciencias duras, y eso tiene que cambiar”, remarca. Aunque en cada situación intervienen muchos factores al mismo tiempo, y la complejidad de cada individuo es única, a lo largo de su trayectoria comprobó que la motivación y la situación económica suelen estar emparentadas: “Generalmente los chicos de mayor potencial intelectual son de clase media baja, porque viven luchando por oportunidades, mientras que los que tienen todo servido no lo sienten como un desafío y por lo tanto están menos exigidos y a la larga el desarrollo es menor”.
Recuerda a su abuela, que era empleada doméstica en una estancia, y a su abuelo, que era piloto de avión de campo. ”Así es como se conocieron, y de su amor nació mi papá, y sin ellos yo no hubiera existido; está claro que forjaron una impronta en mí, y por eso cuando inauguramos el primer jardín de infantes, lo primero que hicimos fue armar una huerta en el patio, porque a mí me encantaba ayudarlos de chico a cosechar las frutas y verduras”, revela. Convencido de que existe un universo de niños y familias que no tienen contención adecuada en el sistema educativo y representan al menos el 2% de la población, creó la fundación que lleva su apellido, que funciona en paralelo al Colegio Norbridge, que tiene tres sedes en nuestro país: Saavedra, Pilar (Provincia de Buenos Aires) y en la Ciudad de Mendoza.
“Nos dedicamos a chicos de nivel inicial, primaria y secundaria en tres colegios propios de nuestra ONG, y colaboramos con 24 escuelas públicas, rurales y de frontera. Damos clases, entrenamos docentes, hacemos investigación y docencia, todo siempre vinculado a cómo optimizar el desarrollo del talento infantil”, indica. Para Daniel la escuela es similar a un laboratorio, un modelo donde es posible enseñar el contenido curricular desde emergentes. “Surge de los chicos, no tenemos porqué imponérselos, tenemos que buscarle la vuelta para que sea seductor para ellos, y ahora por ejemplo estoy dando clases sobre criptomonedas, bonos, acciones, porque fue una duda que nació de chicos de sexto grado”, revela.
“Les hablo sobre cómo cuidar el dinero, de si tienen la posibilidad de ahorrar durante la adolescencia, de no caer en estafas, de aprender qué es lo que te están ofreciendo, y así te transformás en un facilitador, porque ellos mismos van diseñando su programa de estudios a partir de las inquietudes que tienen, contrario a lo que está sucediendo en todo Sudamérica, que al imponer desde tu programación estás condenado a un retroceso muy significativo en el nivel de exigencias y de rendimiento”, profundiza. Hace tres años hicieron una experiencia de prueba en la provincia de Misiones junto a un grupo de docentes que le enseñó español a una comunidad indígena guaraní, además de matemática, y siente que no hay mayor premio que la sonrisa de los chicos.
“Nunca dejan de darte esa gratificación, el entusiasmo, que es lo mejor que le puede pasar a un educador. Siempre digo que los que corren en Fórmula 1 ganan copas; los que juegan en la NBA tienen medallas, pero la felicidad de un niño, de su familia, eso no lo tiene nadie, es un privilegio que no se puede comprar y ver el crecimiento forma parte de la vocación por la que nos dedicamos a la docencia”, reflexiona. Teniendo cuenta todos los conocimientos que acumuló, asegura que para admitir a los alumnos en los colegios que fundó aplican un método diferente al tradicional.
“Nosotros tenemos 1000 vacantes, y elegimos a los 1000 que tienen mayor potencial, por decirlo de algún modo, independientemente de la capacidad económica de sus padres o del conocimiento que traiga; a lo mejor el chico tiene una capacidad enorme pero viene de un colegio malo, entonces le faltan un montón de conocimientos, y aún así puede entrar a Norbridge; o puede ser alguien de una escuela rural que todavía no sabe inglés, o que en ese programa de estudios el nivel de matemática no está tan avanzado, aunque en mi experiencia las escuelas rurales son todas excelentes, sobre todo en Mendoza, a donde voy seguido”, explica.
El curso de la entrevista se desvía hacia el concepto de “mérito”, tan cuestionado en la educación. “La verdad es que el mundo funciona con meritocracia, salvo África y Sudamérica que están un poco perdidos en el rumbo, pero el resto del planeta funciona así: así se ganan los premios Nóbel, así te ganás el rol de profesor en una universidad prestigiosa, así funciona cuando ganás dinero, los políticos cuando ganan elecciones, porque es fundamental para la evolución de la sociedad, y sino el motor de la pasión se queda sin gasolina, como si no valiera la pena ir tras lo que a uno le entusiasma”, expresa. En este sentido, aclara que no ve como una utopía una mejora en el sistema educativo de la Argentina, pero cree que habría que hacer un cambio estructural muy drástico y considera que hay muchos obstáculos para que eso sea posible.
“Habría que abordarlo desde varias aristas, en la política, lo salarial, lo sindical, porque los docentes en sí tienen una vocación muy importante para dedicarse a esto, y los chicos también son esponjas que quieren aprender, pero el problema es que está todo el sistema mal armado”, indica. “Habría que tener un ministro de educación muy fuerte, no como los que hemos visto en estas últimas décadas, que tienen más trabajo sindical y político que cambios en materia educativa; y hay muchos temas que son económicos, por lo que yo creo que habría que eliminar todos los subsidios a las escuelas privadas, y darle ese dinero a los docentes y a los padres de los chicos para que puedan pagar con un voucher el colegio que ellos elijan, ya sea público o privado; habría que publicar la medición de calidad educativa de todos los colegios también, para que los padres en cada barrio sepan a dónde están las fortalezas, en qué materias, en qué colegio y llevar a sus hijos a donde su estilo de aprendizaje sea acorde; habría que hacer muchísimo reformas”, enumera.
Otra de las recomendaciones que le dio Favaloro fue “no meterse en política”, y por eso aclara que aunque está dispuesto a ayudar si alguna vez solicitan su experiencia como punto de referencia, no ocuparía un cargo en ese ámbito. Tal como dijo al comienzo de la charla, el doctor sigue siendo “su Norte”, y su fuente de consulta interna cuando tiene alguna duda. Sobre el día que se enteró sobre la trágica muerte del célebre médico dijo: “Fue durísimo, lo peor que me pasó en la vida; pero él era una persona que convivía todos los días con la muerte, y nos enseñaba que hay que seguir adelante”.
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