Cuando Santiago de Liniers defendió exitosamente a Buenos Aires de los británicos, lo colmaron de honores. Dentro del paquete de homenajes y obsequios, se le concedió permiso para importar dos mil negros. Codicioso, pidió que fueran cuatro mil, que le llegaron en varios barcos.
En el infame comercio negrero, el esclavo no era considerado una persona, sino un bien a comerciar, al punto que hasta 1787 se los marcaba en la cara o en la espalda. Se calcula que durante la esclavitud fueron apresados y comerciados unos 60 millones, de los cuales 40 poblaron el continente americano.
Todo hace suponer que los que poblaron Buenos Aires fueron originarios, en su mayoría, del Congo y Angola. El rey Carlos III fue quien abrió el Río de la Plata a este vil comercio, a través de una legislación que prohibía la introducción de negros mahometanos.
Viajaban engrillados sobre pisos superpuestos donde solo podían estar acostados o sentados. Iban con la barbilla pegada a las rodillas, atados entre ellos, y muchos de ellos ya muertos, porque el grado de mortalidad en los viajes por alta mar era altísimo: escorbuto, disentería, sed, suicidios y malos tratos de sus captores hacían estragos. Muchos, según el explorador escocés David Livingstone, morían de pena y tristeza y demostraban su mal llevando su mano al corazón, según destaca Bernardo Kordon en su trabajo sobre la raza negra en nuestras tierras.
En un primer momento los esclavos eran desembarcados cerca de la boca del Riachuelo y alojados en galpones, que no tomaron mucho tiempo en ser conocidos como las barracas.
Hubo una compañía inglesa llamada “South Sea Company”, que importaba negros y los retenía en un depósito en la actual Plaza San Martín, en lo que había sido una espectacular residencia de 39 habitaciones del gobernador Agustín Robles, que había mandado a construir en 1702, llamó “El Retiro” y habría dado el nombre al barrio. Cuando soplaba viento del río, el hedor que inundaba la ciudad era insoportable. El Cabildo se quejaba de los negros contagiados de sarna, que despedían un olor fétido y pestilente, y alertaba del peligro de “infeccionar la ciudad”.
En Buenos Aires, eran comprados por las familias para trabajar como obreros o en tareas domésticas. Trabajaban en los patios de las casas y luego salían a recorrer las calles a vender sus productos. Muchas familias acomodadas vivían de lo producido por los esclavos, como destacan trabajos sobre este tema. Era común que una familia de buen pasar económico tuviese una docena de esclavos, y cada uno de ellos cumplía una función específica: uno se encargaba de cebar mate, otros servían la mesa, planchaban, lavaban, cocinaban, acompañaban a la ama a misa, o bien los enviaban a trabajar en sus campos.
Hombres y mujeres vivían en el patio más alejado y allí criaban a sus hijos, llamados muleques, que crecían junto a los hijos de los dueños.
En este contexto nació la protagonista de estas líneas, Felipa Larrea, que pasó a la historia como la última esclava sobreviviente del período colonial.
Infobae entrevistó a uno de sus tataranietos, Ariel Ortiz, quien hace años está investigando la vida de su antepasada, esforzándose por atacar cabos, resolver misterios y aclarar entuertos. Es algo así como el vocero de una cincuentena de descendientes de Felipe, a quien se refiere como “mi cuarta abuela”. Lo que se cuente en estas líneas sobre ella, es fruto de su minuciosa investigación.
No existe una fecha fehaciente de su nacimiento. Se presume que fue en el histórico mayo de 1810, en la casa de Juan Larrea y Espeso, el comerciante catalán que integró la Primera Junta como vocal.
La madre biológica de Felipa era María Rodríguez, que provenía de la Guinea Ecuatorial. Sobre el padre en los descendientes de Felipa persiste la eterna duda de que sería el propio Larrea. A esa altura era un hombre rico y su vida estaría jalonada por negocios no del todo claros y exilios.
En 1811, este comerciante catalán le dio su apellido a otro esclavo, llamado Juan, que la esposa de Mariano Moreno, Guadalupe Cuenca, menciona en una de las cartas que le escribió a su marido, que ya había muerto en alta mar: “En la otra carta te aviso todas las novedades, y para eso del sueldo me dijo fray Cayetano que viera al mozo de Larrea para preguntarle quién seguiría dándome la mesada y cobrando el sueldo…”
Justa Visillac Lara de Rodríguez, nacida en Colonia del Sacramento, compró a la niña y la llevó al convento que aún se levanta en avenida Independencia y la Nueve de Julio. Aparentemente, el motivo fue para que las monjas la criasen y educasen. Era común que las familias enviasen algunos días al año a niñas para meditar, ayunar o hasta mortificar la carne, en el caso de purgar una falta grave.
Sin embargo, estuvo poco tiempo ya que fue a vivir a la casa de la virreina vieja, en Belgrano y Perú. Ella era Rafaela de Vera y Mujica, la viuda del virrey Joaquín del Pino. Juana, una de las hijas, se había casado con Bernardino Rivadavia, y Felipa pasó a su servicio.
Mientras tanto la Asamblea General Constituyente votó el 31 de enero de 1813, la libertad de vientres, que establecía que los hijos de esclavos que nacieran a partir de ese momento, eran libres. Pero hecha la ley, hecha la trampa: una cláusula establecía que el menor si era varón debía esperar hasta cumplir los 20 años con la familia dueña de sus progenitores, o si era mujer hasta los 16.
Se casó el 30 de julio de 1833 en la Iglesia de la Concepción con el moreno Ignacio Sibille Larrea, “de nación Congo” como señala el acta, que a esa altura era libre. Con el correr del tiempo, Ignacio fue el cocinero de Juan Lavalle y además de hacerle la comida, debía probarla antes que el general, ya que éste temía ser envenenado.
Todo indica que cuando Camila O’Gorman y el cura Ladislao Gutiérrez fueron capturados en 1848, Manuelita, la hija de Juan Manuel de Rosas, envió a Felipa a asistir a su amiga.
La negra se dirigió al cuartel de Santos Lugares, donde por entonces estaba su marido. Cuenta la leyenda que mientras peinaba a la muchacha, Felipa se compadecía de ella, diciéndole que comprendía su estado, confirmando de esta manera que estaba embarazada. Felipa le contó que lo percibía porque había sido madre de Rita tres meses antes. Dicen que el recuerdo de su fusilamiento la acompañó toda su vida.
Tuvo 11 hijos. Uno de ellos, Tomás se casó con María Crescención Martínez, quien era hija de Lucía Sarmiento, prima del prócer.
La nota de Caras y Caretas informa que también trabajó en las casas de Valentín Díaz, Josefa Lavalle y Marcó del Pont, una de las tantas familias porteñas que a partir de 1796 intervinieron en el comercio esclavista. La Constitución de 1853 finalmente abolió definitivamente la esclavitud.
Felipa trabajó muchos años en la casa del sanjuanino y se presume que fue ella quien le contó los detalles del fusilamiento de Camila y el cura Ladislao, que Sarmiento habría utilizado para escribir un artículo en la Crónica de Montevideo y el inconseguible trabajo “Suplicio de Camila O’Gorman”, de 1857.
El 20 de junio de 1847 se suicidó Juan Larrea, el primer amo de Felipa. Había perdido su fortuna varias veces y había logrado levantarse otras tantas. Pero Juan Manuel de Rosas, que vaya uno a saber qué detalles conocía de su pasado, se ensañó con él, persiguiéndolo con multas y altos impuestos, lo que llevó a este catalán a cortarse la garganta con la navaja de afeitar el 20 de junio de 1847. Fue el último miembro de la Primera Junta en morir.
En el primer censo que se hizo en el país entre el 15 y el 17 de septiembre de 1869, Felipa dijo que no sabía escribir pero sí leer, y que era planchadora.
El 2 de marzo de ese año falleció su marido “de fiebre”, tal como se lee en el acta de defunción. Se supone que por la fecha debió ser por cólera.
Casi al final de la década de 1870, no se sabe por qué motivo, se fue a vivir a Cañuelas, junto a su hija Magdalena. Allí se había establecido José Lino Aráoz, un promisorio hombre de negocios que fue intendente local. Con José Lino se conocían de los tiempos en que ella vivía en la casa de la virreina vieja. El hombre residía en una casa de Venezuela 439.
Según Ariel Ortiz, la hija de Felipa habría vivido en una antigua casa, de la que sobrevive solo una pared, en la esquina de Lara y Montesquieu. Falleció a los 59 años, poco antes que su mamá.
Sobre Felipa también decían que era costurera, que vestía muy bien, que tenía una excelente memoria y que hablaba mucho. En una de las fotografías que se conserva de ella luce guantes. Su tataranieto asegura que aún resta aclarar cómo se mantenía.
Fue en noviembre de 1909 cuando un periodista de la revista Caras y Caretas viajó a conocerla y escribió una nota. Falleció menos de un mes más tarde, a las diez de la noche del 18 de diciembre. El médico Fabián Correa Otazú certificó que fue por insuficiencia tricúspidea. No había hecho testamento.
Sus restos descansaron en el mausoleo de José Lino Aráoz. El cementerio donde llevaron a Felipa había abierto en 1837 y en ese predio, a partir de 1931 fue ocupado por el Cañuelas Fútbol Club, que rápidamente se ganó el apodo de “El cajón”, por los muertos que allí habían enterrados. Ortiz contó que una señora, ya anciana, encontró en el lugar una placa con la inscripción de “José Lino Aráoz”. Más misterios.
Actualmente, la urna con las cenizas de Felipa estaría en un convento perteneciente a la orden de las monjas de Santa Catalina de Siena, al que aún su familia no obtuvo el permiso para acceder.
En 2022, a una calle pública en el Parque Industrial de Cañuelas, que va perpendicular a la ruta 6 y que lleva a la escuela rural, se le impuso su nombre. La ordenanza municipal fue votada por unanimidad.
Un par de fotos, un puñado de documentos, recuerdos y anécdotas recopiladas por la familia, es lo único que mantiene viva la memoria de Felipa, la última esclava negra que sobrevivió al período colonial, que vestía bien y que se daba el lujo de usar guantes.
Fuentes: Ariel Ortiz, tataranieto de Felipa Larrea; Nuestros negros, revista Todo es Historia n° 162; La raza negra en el Río de la Plata, de Bernardo Kordon, suplemento n°7 de Todo es Historia; Racismo y esclavitud en la Argentina, por Jorge Landaburu, Suplemento Cultura diario La Razón; colección revista Caras y Caretas.
Seguir leyendo: