Tengo el recuerdo brumoso de haber pasado unas largas horas de felicidad plena en una gran casa con jardines amplios ubicada en Adrogué, propiedad de unos sobrinos de Susana, hijos de un hermano de ella que fue campeón olímpico de básquet en Helsinki. Creo que fue en la navidades de 1970. Veo una larga mesa con mucha gente, alegre y conversadora. Susana está sentada muy cerca de donde estoy yo; se la ve radiante, bromista, dueña de la situación. La conversación es fragmentaria, chispeante, no se habla de nada y se charla mucho, entre trago y trago. La noche va a transcurrir hasta el amanecer y allí nos quedaremos a dormir, con mi novia, en un primer o segundo piso, en un cuarto pequeño que compartimos.
Unos días antes, en diciembre, habíamos estado mirando por televisión la pelea Ringo Bonavena vs. Muhammad Ali en el departamento de Córdoba y Pueyrredón donde Susana vivía con su madre y su hermana Mónica. El aparato estaba en una esquina del living que a su vez daba a una ventana grande, casi panorámica, que se extendía sobre ese primer piso de la esquina. La platea frente a la TV era ruidosa y estaba dividida. No recuerdo bien, pero a mí no me gustaban ciertas conexiones políticas que se atribuían a Bonavena, que se mezclaban con el perfil de muchacho de Parque Patricios, devoto de los ravioles de su madre, doña Tota. La anfitriona, Susana, sabía mirar la pelea con ojo veloz y muy atento y emitía juicios inteligentes que anticipaban el final. La Negra sabía mirar. Recuerdo otra noche en el mismo lugar, jugando al póker abierto. Susana miraba caras, manos, respiraciones, miraba miradas, y ganaba seguido porque adivinaba las fantasías del rival.
La había conocido en 1968, cuando ingresé a la redacción de Siete Días, donde ella hacía crítica de libros. Entre otros aciertos de su tarea recuerdo que fue ella quien descubrió a Manuel Puig y subrayó su talento cuando el establishment literario casi lo repudiaba. Susana había estudiado Letras, pero así como sabía mirar, leía siempre más allá de lo evidente y hasta se hizo amiga de Puig, casi aislado en esos momentos iniciales de su carrera. El supuesto populismo de Puig alabado por la intransigente antipopulista Susana Viau. Cierta vez, el rayo de Susana cayó sobre el ignífugo Ernesto Sábato. El insigne escritor montó en cólera. Escribió cartas, movió amistades. No hay certeza sobre las consecuencias. Pero en Siete Días perdimos a Susana, que se fue a trabajar a la revista Análisis, que por entonces recién surgía.
Antes de eso, en 1968, 69, fuimos juntos colaboradores del peródico de la CGT de los Argentinos, que dirigía Rodolfo Walsh. Escribíamos allí lo que nos encargaba Milton Roberts, el verdadero jefe de redacción del periódico, o lo que nosotros proponíamos. En ese momento, militábamos con Susana en una agrupación de prensa de izquierda no adscrita a ninguna organización política. Una noche, en Siete Días, me encargaron que cubriera la liberación de Raimundo Ongaro, que acababa de salir de Villa Devoto. La invité a Susana y fuimos con el fotógrafo Eduardo Coco Nuñez hasta la casa de Ongaro, en Los Polvorines. Eran como las 8 de la noche; nos recibió vestido con una musculosa y tomando mate. Coco Nuñez inmortalizó esa escena. Pasó un tren. Susana dijo que el maquinista nos vió a los cuatro en el patio de la casa de Ongaro, que estaba en un nivel inferior al de las vías, e hizo sonar el silbato, a modo de saludo —dijo Susana— al líder sindical. El silbato sonó, efectivamente, y así lo consigné en la nota que apareció en la revista una semana después. Cuando la leyó, Susana se acercó a mi escritorio en Siete Días y me dijo: “¿Viste qué bien que quedó?”.
Algunos años después, en el 77, Susana viene arrastrando un cochecito de bebé, donde está su hijo Enriquito. Entra al café de Las Heras y Ocampo, donde nos encontramos. En busca de Susana, acababan de allanar y reventar la casa de su madre. Conversamos durante una hora. Más tarde, seguimos conversando mientras caminamos toda la noche por Malasaña o Atocha, o tomando cafés en un bar de Retiro abierto las 24 horas. Lo seguimos haciendo mientras acompaño a Susana, a Mónica y a su madre a vender biyuta en la puerta del Corte Inglés o, en otro viaje mío a España (fueron tres) en un pueblo de la costa del País Vasco, donde me invita a compartir unos días de sus vacaciones en una casa que han alquilado. La conversación sigue en Buenos Aires, cuando Susana regresa en 1988 y se niega a recibir indemnización alguna. Conversamos en el Británico donde me habla largamente de Onganía, con quien ha mantenido varias entrevistas. La conversación sigue en un bar de Diagonal Sur, cerca de Página/12 o en el living de su casa en Paseo Colón. La conversación solo se interrumpe con su muerte el 24 de marzo de 2013. Pero es imposible dejar de conversar con Susana. Las charlas con Susana se reanudan permanentemente, están más allá y más acá de las contingencias y los calendarios.
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