En los últimos años el periodismo ha cambiado mucho movido por la competencia de las redes sociales, la dependencia de los buscadores, las fake news, la inteligencia artificial. Parece entonces un milagro que muchas notas de Susana Viau, quien murió el 24 de marzo de 2013, conserven actualidad.
“Juan Domingo Perón se estaba equivocando a futuro cuando dijo que para un peronista no había nada mejor que otro peronista”, escribió, por ejemplo, en 2002. “Son pocos los que creen en la sinceridad de los cambios culturales de los Kirchner y la influencia balsámica de Sergio Massa”, en 2008. “[Cristina Kirchner] asumió lo que, quizás, esté desde un principio en su linaje: el síndrome de la minoría, un cuadro en el que el otro, el extraño, es en principio una amenaza”, en 2011.
Es cierto que Argentina sigue rondando los mismos temas que entonces —véanse la inflación y la debilidad institucional, e incluso las mismas figuras, como Aníbal Fernández o Sergio Berni—, pero también resulta evidente que le sobraba la capacidad para analizar la política, un tema que la apasionó tanto como River Plate. “Con el paso de los años se fue volviendo una fina analista, con gran ojo para encontrar detalles que hacían las notas exquisitas”, recordó Margarita Perata, productora de radio y gran amiga.
La agudeza envuelta en gracia caracterizó su escritura. “Hasta donde se sabe, administrar el Estado no es en sí mismo una figura delictiva”, ironizó en una nota sobre la corrupción. Y cuando el premio Nobel de Literatura José Saramago hizo un comentario político arrogante, Viau comenzó una columna así:
Es triste que los intelectuales, o quienes pasan por serlo en un mundo generoso para otorgar ese tipo de visados, se dediquen a mirarlo todo desde la estrechísima ranura del ombligo.
También era mordaz en la vida cotidiana. Cuando los restos de Perón fueron trasladados del cementerio de Chacarita a San Vicente, el 17 de octubre de 2006, respondió al saludo de su amigo Oscar Muiño:
—Aquí ando, sentada en el balcón de mi casa esperando ver pasar el cadáver de mi enemigo. ¿Y vos?
La militancia y el exilio
Susana no se disculpaba por pensar como pensaba, lo vivía sin jactancia ni queja: “Es lo que hay”. Y lo que había era una mujer que encarnaba —para citar al mismo Perón— el peor tipo de gorila de la especie primate: el de izquierda. Pero, para evitar confusiones, siempre aclaraba: “Soy gorila porque soy antiperonista, pero si ser gorila es ser antiobrera, no lo soy. Sólo soy antiperonista”. Las ideas influyentes durante su juventud —nació en 1945— eran las de izquierda, y la acompañaron toda su vida.
Fue militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores/Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT/ERP) y eso le costó el exilio, al que salió con su esposo, el uruguayo Enrique Pacheco, y su hermana, Mónica Viau, por Brasil, mientras su madre, Mercedes, llevaba al primer hijo de Susana, de poco más de un año, por Uruguay. “Si nos pasa algo, que quede con mamá”, había tenido que decidir.
No le faltaban razones. A mediados de 1976 un grupo de tareas allanó la casa de su madre —por eso no hay fotos de su infancia y su adolescencia: no quedó nada— y poco después, el departamento donde vivía con Enrique y el hijo recién nacido. “Clausurado. Fuerzas Conjuntas”, decía una banda de papel cruzada sobre la puerta. “No era habitual que dejaran esa tarjeta de visita”, comentaría Pacheco años más tarde, pero se había realizado “un operativo mixto, un eslabón más de la llamada Operación Cóndor”. En esos días fueron secuestrados 16 uruguayos en Buenos Aires.
Mónica le prestó su departamento, y pronto Susana sufrió un tercer allanamiento. La familia entera se fue, literalmente, con la ropa que llevaban puesta por todo equipaje, hacia Foz de Iguazú. Terminaron en las instalaciones de la agencia de la ONU para los refugiados, el ACNUR, en Rio de Janeiro. Su destino final sería España.
Viau apuntó el exilio en la lista de cosas que le agradecía a su madre: “Había nacido en un hogar reaccionario, en el que menudeaban los uniformes, y donde, como solía recordar, ‘obrero y estudiante eran dos malas palabras’. La vida la había obligado a cambiar, le enseñó a quemar papeles, a manejar y a entender códigos, a refugiar en su departamento a los perseguidos”, escribió cuando murió Mercedes.
Silvia Naishtat, una colega querida, no olvida ese texto del 18 de diciembre de 2002:
—Me llegó realmente el corazón, porque en la descripción de cómo se moría la madre estaba la descripción del derrumbe de la Argentina.
La biblioteca de los adultos
El arrojo le venía desde pequeña. Podía leer los veinte tomos de la enciclopedia El tesoro de la juventud o los libros de la Colección Robin Hood que su padre, el médico Enrique Viau, llevaba de regalo al regresar del hospital. Pero en la casa estaba la biblioteca del abuelo, que tenía una fábrica de corsetería donde había una biblioteca para las obreras, con títulos para adultos. Mercedes se escandalizó cuando encontró a Mónica leyendo las aventuras de la prostituta Naná, la novela naturalista de Émile Zola. Pero Enrique argumentó que importaba más enseñarles a sus hijas sobre la libertad.
Un tío abuelo, Domingo, las llevaba al palco del director en el teatro Colón, que era otro familiar, Jorge D’Urbano, primo segundo y famoso crítico de música nombrado interventor en 1956. Domingo les hablaba de política y las chicas lo escuchaban. El padre criticaba que ese hombre siempre bien vestido, que llegaba con una caja de bombones con moño y tenía un espacio de arte en la Galería del Este, las electrizara con su discurso comunista:
—Mucha desigualdad, mucha desigualdad, pero cada seis meses el tío se va a Europa a identificar muebles Luis XVI como un señorito.
Quizá porque en la casa también vivían los hijos de un matrimonio anterior del padre, Enrique y Roberto, a las chicas les interesaban las cosas del mundo de los grandes. Una profesora del secundario notó que Susana escribía muy bien y le preguntó qué leía: “Esta semana, a Sartre y a Camus”, le contestó. Se quedó conversando con ella y al cabo de un rato le preguntó si no le gustaría estudiar Letras.
Y fue en el ingreso a la universidad donde uno de sus docentes, Pedro Larralde, que también era el director de la revista Panorama, la invitó a comentar libros. Algo que comenzó a hacer para llevar dinero a la casa —el padre, enfermo, ya no podía trabajar y los hermanos mayores tenían sus propias familias— y terminó por adoptar como carrera: el periodismo.
Según sintetizó Carlos Pagni, un periodismo muy especial: “Los textos de Susana Viau tienen todo lo que tienen que tener: información, buena escritura, inteligencia argumental, humor. Dejan también entrever, sin alardes, el trasfondo de una mujer que parece haber visto todo el cine y leído toda la literatura. Pero su virtud principal está en otra parte”, señaló. “Viau pelea contra el secreto y contra la impostura. Y con el bisturí de la ironía, se especializa en mostrar al poder allí donde éste se ha vuelto idiota”.
La polémica por las reparaciones a los exiliados
Miguel Bonasso la conoció a principios de los setenta. “Era una ardilla hiperkinética y troska que más de una vez polemizó con nosotros, los peronistas del Bloque de Prensa. La recuerdo discutiendo con la sombra grande de Rodolfo Walsh por una de esas cuestiones tácticas que nos llevaban horas de pasión y saliva”. Ya militaba en el PRT y en el Frente de Trabajadores de Prensa.
Había pasado por las redacciones de Siete Días, Análisis y Confirmado, había conocido allí a algunos de sus amigos: Enrique Raab, desaparecido; Miguel Briante, Ricardo Cámara. Escribía en la revista militante Nuevo Hombre y pronto se integró a El Mundo, el diario del PRT de circulación comercial. Después vino El Cronista Comercial y tras el secuestro del director, Rafael Perrotta, en junio de 1977, Viau entendió que no podía permanecer en Argentina. Resumió Bonasso:
—Luego vinieron los largos años del exilio en Madrid, donde hubo que aprender los más duros oficios terrestres y convertirse en buhoneros para vender biyuta cerca del Rastro.
La familia llegó a una España que apenas empezaba la transición desde el franquismo y no había firmado la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados. Así que ninguna ayuda los esperaba como a quienes fueron, por caso, a Holanda o a Suecia. Incluso costaba obtener la leche especial para la hija menor de Susana, que nació en Madrid: en la Cruz Roja debía justificar cuánto consumía la bebé y en cuántas mamaderas por día.
No obstante haberse sostenido vendiendo bisutería en la calle, cuando regresó a su país rechazó las reparaciones a los exiliados. Y polemizó sobre el asunto, sin ambages:
Habrá que juntar los papeles antes de que venzan los plazos, las visas, los salvoconductos, los pasaportes de refugiados, las residencias; sacar fotocopias de todo y [marchar] a la Secretaría de Derechos Humanos, a probarle a Inés Pérez Suárez que se ha sufrido. (…) Pero, bien pensado, no hay nada que discutir. Cada uno les pone a su biografía, sus recuerdos y sus ideas el precio que quiere.
Las investigaciones periodísticas del menemismo
Viau hizo algunas de las investigaciones periodísticas más poderosas de los noventa: la leche podrida del secretario presidencial Miguel Ángel Vicco, los retornos en el PAMI de Matilde Menéndez o el Banco República que Raúl Moneta convirtió en lavadora de miles de millones, publicada luego como libro, El banquero, en 2001. Tuvo un ojo especial, especuló Muiño:
—Desde el comienzo logró tener la comprensión más exacta del menemismo, de su moral política y su ética individual.
También mostró una actitud infrecuente, destacó Naishtat:
—Ella se metió con el poder del momento y con el permanente, que es el económico, sin autocensura. Su forma de cuidarse era la precisión de los datos.
Viau también escribió otras cosas, por las que ganó fans distintos y más jóvenes. Unas entrevistas que retrataban la época en tiempo real: Alejandro Urdapilleta, Aldo Rico, Juan Alberto Badía, Látigo Coggi, Fernando Noy, Félix Laiño, Juan Carlos Onetti, Margotita, Rita Pavone, Maximiliano Guerra. Y unas aguafuertes conmovedoras sobre temas humanos: la Pasionaria, los cartoneros, los trasplantes de órganos, la epidemia de alfombras rojas que desató el Oscar, Muhammad Ali, los ecos de El ejército de las sombras, el campesino y soldado Mijail Kalashnikov que creó el AK-47.
“Tradujimos, ella y yo, un texto de Jules Lemaître, uno de los mejores críticos franceses del siglo XIX, católico, conservador, puntual asistente al salón anti Dreyfus de su amante”, recordó Alfredo Grieco y Bavio, uno de esos admiradores más jóvenes. “De las ventajas de llamarse militante, un texto sobre la época, en transparencia, pero no una jeremiada contra el presente. En la redacción se ponía en cuclillas a mi lado y me pedía que buscara en la web canciones de la Guerra Civil Española, de la guerra de Etiopía, de la Resistencia europea contra el fascismo y el nazismo. Me hizo descubrir mi canción favorita, que ya era la de ella: ‘Si la photo est bonne’, de Barbara”.
Otro seguidor de la generación siguiente, Marcelo Panozzo, más interesado “en la escritura y las entrelíneas que en los datos”, argumentó que lo cortés no quita lo valiente: ”Sus columnas de Clarín, reunidas en el libro La reina de corazones no es más que un naipe de la baraja, son una gran investigación, y un estudio, en sí mismas. Entre la antropología y la entomología, [son] el retrato más afilado que se haya hecho del populismo local y sus líderes”. Las había comenzado en Crítica y las llevaría también al programa Estamos como queremos, en la radio de Buenos Aires.
Uno de los últimos días de su vida salió del ascensor de La Once Diez en silla de ruedas, agotada por el cáncer y los tratamientos. “Esa persona no era Susana”, se estremeció Naishtat. “Pero en los pocos metros hasta el estudio surgió Susana. Y se sentó frente al micrófono con el entusiasmo, el vigor y las preguntas incisivas de siempre”.
Aquel marzo sus labios llevaban ”un carmín que se empeñaba en usar, de un rosa muy fulero”, en la impresión de Panozzo. Se lo comentó a lo largo de los años, visita habitual de sus distintas casas y la de Mónica: “Los recuerdo como verdaderos hogares. Susana tenía esa cualidad de ser la mejor madre del mundo sin serlo”. Casi nunca verbalizaba su amor, pero era imposible no sentirlo. “Decía que quería un control como el de la tele para saber sobre todos nosotros, la familia y los amigos”, citó Margarita.
El periodismo de Susana Viau
Hace años, cuando Susana ya estaba enferma, un grupo de periodistas que habían aprendido mucho con ella se pusieron a recordar anécdotas durante una comida. Jugaron a compilar sus dichos, que ella atribuía a la cultura popular: “Tanto nadar para morir en la orilla”; “Todo está bien, dentro de la modestia del conjunto”; “Duró lo que un pedo en un canasto”; “Si esta es la muchacha del circo, cómo serán los leones”. Y uno que convendría recordar antes de mirar el feed de cualquier red social: “La opinión es como el culo: todo el mundo tiene una”.
Era una noche de curry y vino, y una cosa llevó a la otra y se propusieron crear la Fundación para un Viejo Periodismo Susana Viau. En aquellos tiempos las conversaciones entre colegas no giraban alrededor de las Big Tech, la optimización de los contenidos o el engagement. Se hablaba sobre la calidad de lo que se publicaba, las vueltas de una investigación que había durado semanas, los libros que habían leído.
Imaginaron que la FVPSV dictaría unos pocos seminarios, los necesarios: ética periodística, chequeo de la información, relevancia de las noticias, estilo narrativo, escucha en la entrevista. Eran las bases del oficio que Susana les había enseñado, en la práctica. Y brindaron porque, como sintetizó Grieco y Bavio, uno de aquellos comensales, “cada nota de la Viau, de su viejo periodismo con pascaliano odio del I Me Mine, no informaba: revelaba, no ilustraba: iluminaba con una luz siempre cruel, ni una vez engañosa”.
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