Corría 1931 y la convención nacional de la Unión Cívica Radical, inhibida por la dictadura a reunirse en un teatro, lo hizo en el local partidario de la calle Victoria 1630. El 28 de septiembre proclamó a Marcelo T. de Alvear y Adolfo Güemes como candidatos a presidente y vicepresidente para las elecciones generales que se realizarían el día 8 de noviembre de ese año.
Corrieron al teléfono para comunicarle la buena nueva a Alvear, que vivía su exilio en el Copacabana Hotel, en Río de Janeiro. Eran tiempos en que el general José Félix Uriburu usó la deportación como su arma preferida. “La cosa no estaba, ni en el orden interno ni externo, para tolerar nada”, explicó entonces.
A través de un cablegrama, el ex presidente ensayó un rechazo a esa candidatura, porque decía que los partidos debían renovarse y adelantó que el gobierno de facto podría objetarlo porque no había un pasado un período entero desde su última presidencia. En realidad le daba vueltas al asunto porque buscaba un operativo clamor.
La convención rechazó su renuncia y finalmente el ex mandatario aceptó. Junto a otros dirigentes, como José Tamborini, Honorio Pueyrredón y Mario Guido se trasladó a Montevideo para seguir más de cerca la evolución política. En esa ciudad se enteró del decreto que vetaba su candidatura: “… que los ciudadanos Dr. Marcelo T. de Alvear y Dr. Adolfo Güemes están inhabilitados para figurar como candidatos a presidente y vicepresidente de la República en las elecciones del 8 de noviembre próximo. Las listas de electores que respondan a las candidaturas de los mencionados ciudadanos, no serán oficializadas ni se computarán los votos que puedan ser emitidos en favor de dichos electores”.
Uriburu temía que se repitiese el resultado ocurrido de las elecciones para gobernador de la provincia de Buenos Aires del 5 de abril de ese año en donde los candidatos radicales Pueyrredón y Guido obtuvieron un contundente triunfo, las que terminaría anulando.
Todas las listas de candidatos debían ser aprobadas antes por el gobierno provisional. Esta decisión arbitraria disparó un proceso político que llevó a la UCR en octubre a decretar la “abstención absoluta en toda la República”.
La de Alvear fue una de las primeras proscripciones en siglo veinte.
Desde el “viva la livertá” escrita con carbonilla en alguna pared porteña en mayo de 1810, tanto la proscripción como el exilio fueron los recursos aplicados a lo largo de nuestra historia.
Según la Real Academia Española, proscribir posee tres acepciones: echar a alguien del territorio de su patria, comúnmente por causas políticas; excluir o prohibir una costumbre o el uso de algo o declarar a alguien público malhechor, dando facultad a cualquiera para que le quite la vida, y a veces ofreciendo premio a quien lo entregue vivo o muerto.
En la primera mitad del siglo XIX los gobiernos declaraban a sus opositores fuera de la ley y quedaban al margen de la vida política.
Entre los primeros en ser expatriados en las semanas siguientes al 25 de mayo de 1810 fueron el ex virrey Baltasar Cisneros y varios funcionarios del Cabildo, acusados de conspirar contra la Primera Junta.
Cuando fue la asonada del 5 y 6 de abril de 1811, donde se pedía que Cornelio Saavedra recuperase el poder militar, que se enjuiciase a Manuel Belgrano por su campaña al Paraguay y que se separase a algunos miembros de la Junta, hubo varios morenistas desterrados. En su artículo primero, el decreto del 23 de noviembre de ese año establecía que ningún ciudadano podía ser penado, ni expatriado sin que preceda forma de proceso, y sentencia legal. Luego, con la derrota de Huaqui, la taba se dio vuelta y el ex presidente de la Primera Junta sufrió el destierro en carne propia.
Cuando el 8 de octubre de 1812 el primer golpe militar derrocó al Primer Triunvirato, el Cabildo invitó a los jefes castrenses a participar de la elección del nuevo gobierno. Ellos se negaron, argumentando que las fuerzas militares debían quedar al margen de la elección, que ellos estaban para proteger la libre expresión del pueblo. Se autoproscribieron.
El destierro -”pena que consiste en expulsar a alguien de un lugar o de un territorio determinado, para que temporal o perpetuamente resida fuera de él”- fue una figura legal de antigua aplicación. Era un tipo de pena impuesta por el Estado a un individuo que hubiese cometido un delito. La pena que seguía a la del destierro era la de muerte.
Cuando Carlos María de Alvear debió renunciar como director supremo, debió enfrentar cargos de mala administración del tesoro público y abuso de poder. Terminó desterrado.
Durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, hubo una sucesión casi interminable de proscriptos, ya desde 1829 cuando asumió la gobernación. Muchos unitarios abandonaron la ciudad de Buenos Aires y cruzaron la orilla. Pronto tendrían compañía de antiguos federales que en la revolución de los restauradores en 1833 pedían la sanción de una Constitución y que se negaban a votarle a Rosas las facultades extraordinarias. Luego, a medida que el rosismo se radicalizó aún más, la lista se engrosaría.
Sufrieron el ostracismo, el destierro político, según los antiguos atenienses. Para ellos era el “destierro por mal gobierno, desempeño o conducta”, y la palabra tiene su origen en un trozo de terracota en forma de ostra donde se escribía el nombre del desterrado.
Nuestro país tuvo grandes hombres que por distintas circunstancias eligieron el camino del exilio: José de San Martín, que partió en 1824 y que regresó espantado a Europa cuando ensayó un retorno en plena revolución de Juan Lavalle; Bernardino Rivadavia, que dejó el país dolido y desencantado a tal punto que estableció en su testamento que sus restos no fueran traídos al país, pedido que no se respetó. Rosas escapó con la derrota en Caseros, vivió sus últimos 25 años en una granja en Southampton, soñando con una reivindicación que no vería; también Juan B. Alberdi, exiliado en Uruguay, Europa y Chile durante el rosismo, fue diplomático en el Viejo Mundo y en sus últimos años, cuando se le negó el nombramiento de embajador en Francia, viajó hacia aquel país, donde murió solo y pobre en París; a Sarmiento lo sorprendió la muerte en Paraguay, donde viajaba por sus problemas de salud.
A partir del siglo XX, cuando aún no existía la ley Sáenz Peña, fue el turno de las mujeres y su lucha por acceder al sufragio. Uno de los casos más paradigmáticos fue el de Julieta Lanteri, una médica que se presentó a votar en las elecciones municipales de 1911 y como la ley no hacía distinción entre hombres y mujeres, pudo emitir su voto. Cuando salió la ley Sáenz Peña, que se votaba según el padrón militar, intentó ingresar a la Armada, sin suerte. Logró que Juan B. Justo la incluyera en la lista de candidatos a diputados en las elecciones de 1920 y 1924, aunque no obtuvo los votos necesarios para acceder a una banca.
No estaba sola. Elvira Rawson de Dellepiane, Petrona Eyle, Sara Justo, Alicia Moreau, Ernestina y Elvira López, Emilia Salza, María Teresa de Basaldúa y Alicia B. de Guillot, entre otras, que motorizaron la creación de centros feministas y el fogoneo, en el Congreso, de una legislación que equiparasen sus derechos con los de los hombres.
Hubo una luz de esperanza cuando en la constitución bloquista sanjuanina contempló el voto femenino pero el golpe de 1930 hizo volver todo a fojas cero.
Las mujeres sufrían una proscripción que iba más allá de la política. Debieron luchar a brazo partido cuando quisieron acceder a la universidad, donde las autoridades le ponían todo tipo de trabas. Y las que lograban ingresar, ya en las últimas décadas del siglo XIX, debían soportar el bullying de alumnos y profesores.
Los militares que encabezaron el golpe del 4 de junio de 1943 persiguieron, especialmente, a la izquierda comunista. Cuando Juan Domingo Perón asumió la presidencia en 1946, dispuso la disolución de los partidos que lo habían llevado al triunfo: el Laborista, la Unión Cívica Radical Junta Renovadora y el Independiente. Estos dos últimos acataron la medida, pero el que puso resistencia fue el Laborista, quien se consideraba el verdadero motor del triunfo electoral. Si bien una mayoría de esta agrupación terminó acatando la orden presidencial de sumarse al Partido Unico de la Revolución Nacional, que bien podría suponer una proscripción, una minoría, liderada por Cipriano Reyes, no. Pagaría caro su decisión: persecuciones, torturas y una vida en la cárcel hasta que la caída del gobierno.
Los proscriptos durante este período aumentaron. Bajo la premisa de que se combatiría “sin pausa y sin tregua a la oposición oligarca, disfrazada de radicales, socialistas y comunistas”, muchos opositores eludieron la persecución estatal y emprendieron el camino del exilio, y hubo una catarata de desafueros en la Cámara de Diputados. Montevideo volvió a llenarse de exiliados, tal como había ocurrido durante el rosismo.
En el golpe militar del 16 de septiembre de 1955, si bien el general Eduardo Lonardi había declarado “ni vencedores ni vencidos”, los que lo reemplazaron, Aramburu y Rojas decidieron borrar al peronismo a través del Decreto 4161/56 prohibiendo su sola mención, sus símbolos partidarios y solo podían mencionárselo como “el tirano depuesto”. Fue proscripto e inició un exilio por varios países latinoamericanos y luego se establecería en Madrid. Fue en los meses siguientes a su caída, que se lanzó la famosa consigna “Luche y vuelve”.
En las elecciones presidenciales de 1958, se mantuvo la proscripción al peronismo. Arturo Frondizi -cuando vio que en las elecciones a convencionales constituyentes de 1957 había triunfado el voto en blanco (que escondía a los votos peronistas)- negoció con Perón, y éste ordenó votar por el radical intransigente, y así accedió a la Casa Rosada.
El nuevo mandatario, al octavo mes de su gestión, tuvo su propio “autoproscripto”: su vicepresidente Alejandro Gómez, quien en noviembre de ese mismo año renunció al no estar de acuerdo con el rumbo que tomaba el gobierno, especialmente en las concesiones petroleras a empresas extranjeras, que iba a contramano de lo que Frondizi sostenía en su libro Petróleo y política.
En las elecciones del 18 de marzo de 1962, el dirigente sindical Andrés Framini se candidateó a gobernador bonaerense, sabiendo que ni Frondizi y menos los militares lo dejarían asumir. Luego del triunfo peronista en la mayoría de las provincias, se desencadenó un proceso que terminó con el derrocamiento del primer mandatario a fin de ese mes.
Cuando los militares se preparaban para tomar el gobierno, una rápida maniobra instaló en el sillón de Rivadavia a José María Guido. El 19 de noviembre de 1962 dio a conocer el Estatuto de los Partidos Políticos, que prohibía al Partido Peronista.
El 8 de marzo del año siguiente obtuvo su reconocimiento el Partido Unión Popular, una agrupación fundada por Juan Atilio Bramuglia luego de la caída de Perón. Llevó para los comicios en los que se elegiría presidente a Vicente Solano Lima y Carlos Sylvestre Begnis, que el ministro del interior el general Osiris Villegas se encargó de vetar y de paso prohibió a la Unión Popular.
Los peronistas trataron de llegar a la Casa Rosada a través del neurocirujano Raúl Matera, quien aceptó ir como candidato por el Partido Demócrata Cristiano. Compartiría fórmula con Horacio Sueldo, pero Guido la prohibió, lo que supuso una nueva proscripción.
El radical Arturo Illia mantuvo la proscripción de Perón y en 1964 su gobierno frenó su regreso. Cuando cayó el gobierno radical, lo que la dictadura no pudo frenar fue el exilio de cientos de investigadores y científicos.
No solo se proscribían políticos sino también guerrilleros, como cuando el 6 de septiembre de 1974 la organización terrorista Montoneros se autoproscribió pasando a la clandestinidad.
La dictadura que se instaló el 24 de marzo de 1976 prohibió toda actividad política y desencadenó exilios de gente que buscaba salvar su vida. Sería luego del fin de la guerra de Malvinas cuando se inició el proceso de la apertura democrática.
A partir de 1983 otra historia comenzaría.
Fuentes: Diccionario Real Academia Española; Alvear, de Félix Luna; Lo que me dijo el general Uriburu, por J.M. Espigares Moreno; Política de entrega, de Alejandro Gómez.
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