Esa noche Auguste Bravard descansaba en la habitación que ocupaba en el Hotel de Francia, del señor Catus, en la ciudad de Mendoza. Era un geólogo, naturalista e ingeniero francés que había llegado al país por 1853. Estudió el Riachuelo y las barrancas del Paraná, elaborando estudios geológicos. Además, en la exploración de distintas zonas del país, halló restos fósiles, muchos de los cuales envió a Europa. Justo José de Urquiza, presidente de la Confederación Argentina, en vista de sus antecedentes, lo puso al frente de la Inspección General de Minas y del Museo de Paraná.
Esa noche iba a ser una de las últimas de Bravard en la provincia, porque partiría a Chile. Sin embargo, había decidido demorar el viaje porque producto de diversos estudios que hizo en la cordillera, de sus “corrientes eléctricas”, le llamó la atención algunos valores que le alertaron sobre variaciones del suelo respecto al nivel del mar.
Hacía tiempo que percibía ruidos extraños que venían de las entrañas de la tierra. Aseguran que elaboró un informe en el que sostenía que la ciudad de Mendoza sufriría un terremoto. A tal punto estaba convencido de ello que quiso permanecer allí para ser testigo del fenómeno telúrico.
La ciudad había sido fundada el 2 de marzo de 1561 por Pedro del Castillo, que la llamó Ciudad de Mendoza del Nuevo Valle de La Rioja”. El 28 de marzo de 1562 fue trasladada más hacia el oeste.
Ya había sufrido importantes terremotos, como los del 22 de mayo de 1782 y el de 27de octubre de 1804.
El 20 de marzo de 1861 era miércoles de Ceniza, que señala el primer día de la Cuaresma. A las 20:36 casi todos los habitantes de Mendoza estaban en sus casas cenando o descansando, y otros tomaban el fresco en las calles. Los testimonios difieren si las iglesias estaban llenas de fieles o si en realidad estaban vacías.
Lo cierto fue que a esa hora se desató el infierno que en total no duró más de dos minutos. La ciudad tembló, se sacudió, vieron a la tierra ondularse y en medio de ruidos ensordecedores, fue borrada del mapa. Había ocurrido un terremoto de 7,5 en la escala Richter y 9 en la Mercalli.
Lo que sobrevino fueron días de caos, desolación y desesperación.
Como el fenómeno ocurrió a la noche, estaban encendidas las lámparas de kerosén, de becina o velas, las que provocaron incendios en toda la ciudad. Se demoró cuatro días en sofocarlos.
Las viviendas, en su mayoría de adobe, desaparecieron. Se calcula que se destruyeron unas dos mil. Edificios históricos como el Cabildo y la Basílica de San Francisco -construida por los jesuitas y entonces en manos de los dominicos- también sucumbieron.
Era imposible distinguir dónde había una calle, y se dificultaba andar a caballo. En todos lados había sobrevivientes, muchos de ellos con fracturas y diversas heridas.
El desborde de las acequias hizo que el agua se escurriese en las montañas de escombros, y mucha gente murió ahogada.
El lugar se transformó en el reino del terror, el hambre y el desconcierto. Grupos de hombres provistos de herramientas ayudaban en el rescate de las víctimas, y a la par bandas de inescrupulosos se dedicaron al saqueo y la rapiña, haciendo oídos sordos a los pedidos de auxilio de los que permanecían atrapados.
La impunidad fue tal que los saqueadores iban con mulas y caballos, donde cargaban lo que robaban.
Se aplicó la ley marcial y se impuso la pena de muerte a los saqueadores. El 26 fusilaron a media docena de ellos. Se los encontraba hurgando en los escombros de las casas y de las iglesias, buscando efectos de oro y plata.
En medio de paredes tambaleantes, grupos de mujeres rezaban, pidiéndole misericordia a Dios. Muchos se negaban a quitar los cadáveres: el olor de los cuerpos putrefactos era insoportable y temían contagiarse de enfermedades. Sin embargo, hubo pocos casos de gente enferma, ya que muchos cuerpos se incineraron por las llamas que ardieron por días.
En la vieja plaza de armas se armaron tiendas y pequeñas cabañas para asistir a los sobrevivientes. Se calcula que murieron alrededor de cinco mil personas. Se carnearon reses para darle de comer a la población y se repartió fruta.
Hubo quienes tomaron lo poco que tenían y abandonaron el lugar. Hubo otros que se resistían a separarse de las ruinas de sus casas, y vigilaban que no fueran saqueadas. Algunos murieron por el desplome de paredes que aún permanecían en pie.
Los que esa noche estaban en el Club del Progreso, murieron todos, salvo uno, Juan Antonio Pando.
Al amanecer del 21 comenzaron las tareas de rescate, coordinadas por el gobernador el coronel Laureano Nazar. Había asumido el 23 de agosto de 1859 y su prolija y progresista gestión se borró de un plumazo aquella trágica noche. Fue rescatado debajo de la puerta de su despacho en el Cabildo, tres pequeños hijos murieron y su esposa Eudocia de la Reta, a la que llevó a Los Barriales para ponerla a salvo, perdió una pierna.
Nazar -a quien en un primer momento se lo criticó porque no se lo vio en la zona del desastre, ya que estaba asimilando el drama en su propia familia- instaló su despacho en el barrio San Nicolás, uno de los que menos había sufrido las consecuencias. Con el correr de las semanas, alcanzó a levantar algunos edificios e insistió que la ciudad debía reconstruirse en el mismo lugar.
Cuando en septiembre de ese año fue la batalla de Pavón, donde la Confederación fue derrotada y el país se unificó, hubo un intento de revolución para derrocarlo, y fue criticado por la violenta represión que usó para sofocarla. Terminó desalojado del poder por Juan de Dios Videla el 16 de diciembre.
El coronel Manuel José Olascoaga, jefe de la policía, encabezó las tareas de rescate y de vigilancia contra saqueadores.
Enseguida desde distintos puntos del país fue llegando la ayuda. Chile envió una delegación sanitaria y también colaboraron Uruguay, Paraguay y Perú. Hasta del exterior, donde Mercedes, la hija de San Martín, nacida en la provincia, y su esposo Mariano Balcarce juntaron once mil francos en una colecta.
El 12 de marzo de 1863 se votó la ley que establecía construir una nueva ciudad sobre terrenos fiscales situados en la Hacienda de San Nicolás. El geólogo Ignacio Domeyko había estudiado diversos lugares y se coincidió que ese era el más adecuado, a un kilómetro al sudoeste de donde había ocurrido el desastre.
El diseño urbano estuvo a cargo del francés Julio Gerónimo Balloffet, un ingeniero de 30 años que nunca más se iría de la provincia. Planeó calles más anchas, como fueron las actuales San Martín, Las Heras, Colón y Belgrano, con cinco grandes plazas. La ciudad comenzó a desarrollarse alrededor de la plaza Independencia.
Los amplios espacios permitirían a los habitantes, ante un nuevo fenómeno, tener más posibilidades de sobrevivir.
Hubo negociados y mucha especulación con la venta de terrenos que hizo el Estado a precios acomodados, los que se revendían a precios siderales.
Balloffet, que en 1868 se casó con la sanjuanina Aurora Suárez, también participó del diseño de la ciudad de San Rafael, ideó obras hidráulicas y armó el trazado del ferrocarril a San Juan. Murió en Mendoza el 12 de septiembre de 1897 y sus restos descansan en San Rafael.
Había llegado a la provincia en busca de su amigo y compatriota Bravard. Encontraron el cuerpo del geólogo debajo de escombros en lo que era la habitación del hotel. Aún estaba sentado en su cama, rodeado de sus papeles y estudios. Demoraron unos días en retirar su cadáver. Tenía 57 años y su muerte resultó una prueba irrefutable de que había tenido razón.
Fuentes: Historia de un terremoto: Mendoza, 1861, por Daniel Schávelzon; Carta de Eugenio Menéndez del 24 de marzo de 1861 - En Historia de la Nación Argentina, de Ricardo Levene; Legislatura Mendoza; Instituto Nacional de Prevención Sísmica - Terremotos históricos.
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