Victoria Branca es filósofa, egresada de la Universidad Católica Argentina, counselor especializada en desarrollo personal y procesos de duelo, coach en procesos personales de escritura y sanación, dicta talleres de escritura y autobiografía y es autora de los libros Con los pies desnudos, Me hubiera gustado decirte adiós y Tal vez mañana. Dice que escribe a pedido de su alma y “por mandato personal”. Es la que escribió, también, ¿Qué pasó con mi padre?, un libro de investigación sobre la desaparición de Fernando Branca, un financista y empresario de la industria papelera.
Durante un tiempo no le importó saber qué había pasado con su padre. Era tan solo una niña enojada, indignada, que lo acusaba de haberla abandonado el día de su primera comunión, el 25 de junio de 1977. Entre su familia había un asiento libre asignado a su padre, que nunca llegó. A ningún lado. Branca desapareció el 28 de abril, dos meses antes. Había tejido vínculos comerciales con el almirante genocida Emilio Eduardo Massera, quien era amante, a su vez, de Marta Mc Cormack, segunda esposa del empresario. Una turbulenta trama de negocios, amores y traiciones.
Victoria escribe para sanar. Una carta, a 46 años de la última presencia viva de su padre, que habla de su historia y del devenir de un pueblo “pacificado por la amnesia que provoca la falta de memoria común”.
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La carta de Victoria Branca
Durante mucho tiempo envidié, en secreto, los velorios y los entierros. Cada vez que asistía a alguno imaginaba que era mi padre quien estaba en el cajón. Pero un “desaparecido” no tiene cuerpo ni entidad. Mucho menos, derechos.
¿Cómo se integra en la memoria un acontecimiento tan devastador?
Me llevó más de 14 años investigar y escribir acerca del “caso” de mi padre. Porque eso era ante la opinión pública, un caso, un “exceso” cometido durante los años más cruentos y crueles de la historia de nuestro país. Un desaparecido entre otros desaparecidos.
¿Cómo se hilvanan tantos hechos que ocurrieron en una Argentina cuyas heridas aún supuran?
Conformamos una nación que constantemente invalida el dolor ajeno. Por desconocimiento, por miedo, por lealtad a los grupos de pertenencia, o por vergüenza, no nos animamos a revisar a conciencia nuestro pasado. Desde distintos bandos relatamos la historia ajustada a una única versión de los hechos, la propia, y nos atrincheramos en nuestras creencias conocidas para protegernos de las narrativas que amenazan con desarmar las nuestras.
Somos una nación dividida por las heridas que tajearon nuestras vivencias y nos ubicaron de uno u otro lado de los relatos que nos contamos para salvarnos. Pero como dijera con lucidez la promotora de paz, Gene Knudsen, “no hay una única verdad, sólo hay historias” y es necesario y hasta imprescindible que esas historias sean contadas para integrar los relatos personales a la historia colectiva y nacional. Porque el dolor fragmenta la memoria y esparce los recuerdos de manera aleatoria hasta que perecen en zonas de silencio y mudez. El silencio impuesto por el miedo no es salud, por eso es necesario narrar una y otra vez los acontecimientos hasta liberar del cautiverio al que fueron sometidas tantas voces arrasadas por la tiranía y la opresión.
¿Cómo unir esos fragmentos de verdad para desembarazarnos del monstruoso peso que es callar?
“Es deber del sobreviviente rendir testimonio”, escribe en el prólogo de su libro Una librería en Berlín, Françoise Frenkel, “con el fin de que los muertos no sean olvidados ni los oscuros sacrificios sean desconocidos”.
El testimonio deshace la frontera entre lo público y lo secreto. Al darle voz al silencio forzado e impuesto por el terror, el sobreviviente restablece la unidad de sentido fracturada por el absurdo.
La supervivencia es un lugar inestable. Un territorio saqueado al amparo de la noche. Una zona baldía perdida en medio de la niebla del no saber. Quienes sobreviven intentan hacer pie en los intersticios de una existencia fragmentada. Se habitan muchos lugares al mismo tiempo y ninguno en particular. Son las ausencias las que ocupan casi todo el espacio.
Somos un pueblo pacificado por la amnesia que provoca la falta de memoria común. El miedo obró como tapón silenciador para apaciguarnos pero no estamos en paz. Nos enfrentan odios y rencores. Nos dividen los relatos de dolor que no encuentran eco ni voz.
Somos un territorio resquebrajado por heridas secas y sin cicatrizar.
La grieta es la falla tectónica que subyace a todo intento de edificación de futuro sobre la carne aún tibia de nuestros muertos.
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