El fusilero Alberto Rivera miró por encima del hombro del oficial y leyó en la tapa de La Nueva Provincia que había un incidente con obreros argentinos en las Islas Georgias. El dato lo alarmó un poco. ¿Aquello tendría relación con el movimiento de vehículos y gente que veía en la base de Puerto Belgrano? No lo sabía pero estaría más atento que nunca a cualquier movimiento o novedad militar. Hasta ahí, marzo de 1982, su destino como conscripto había atravesado sus más y sus menos. Clase 62, había pasado dos instrucciones: una de rigor para la colimba que daba vergüenza y otra bastante más dura en el Batallón de Infantería de Marina 1, con maniobras diarias agotadoras. Para su suerte, el jefe del BIM 1 lo nombró su asistente y ahí pasó a vivir una vida más normal, como de cadete de oficina, que no estaba mal para el promedio de maltrato en el servicio militar. Pero la base de Punta Alta era gigantesca, quedaba lejos de todo y el pasaje hasta su casa costaba un dinero que no tenía, así que pasaba temporadas de hasta tres meses en la base.
El “incidente” que tanto preocupaba a Alberto parecía una comedia coral de enredos. En 1979, un chatarrero de Avellaneda llamado Constantino Davidoff había descubierto que en las lejanas Georgias (dos mil kilómetros desde Ushuaia) había instalaciones balleneras abandonadas listas para desguazar y vender por tonelada. La propiedad era de una firma escocesa. Davidoff pidió permiso en la embajada británica, negoció una oferta por tres estaciones y firmó el contrato en Londres. Un ciclo virtuoso del capitalismo emprendedor.
La Armada Argentina, cultora de una larga tradición de ocupaciones de facto en las islas en disputa del Atlántico Sur, inmediatamente prestó atención a la iniciativa del chatarrero. Era una oportunidad inmejorable para poner un pie en las Georgias y medir luego la protesta británica. Los altos mandos decidieron que le prestarían alguna ayuda a Davidoff como para que les permitiese camuflar un grupo de marinos que estuvieran dispuestos a pasar un invierno en aquel archipiélago del fin del mundo. Deberían ser la élite de la fuerza, sus guerreros mejor preparados, para soportar el crudo invierno y, eventualmente, hacer frente a los británicos hasta la muerte. A la cabeza del grupo estaría el teniente Alfredo Astiz, un todavía joven oficial que si bien tenía algunos problemas con la justicia de Francia y Suecia por sus crímenes durante la dictadura, todavía era bastante apreciado en los mandos navales y gozaba de cierto prestigio en la tropa.
Toda aquella iniciativa perdió fuerza en diciembre de 1981 cuando la Junta Militar decidió recuperar las Malvinas. La escala del nuevo desafío empequeñeció el operativo “Alfa” y se decidió suspender la invernada, aunque el grupo comandado por Astiz, en los hechos, continuó operativo.
El 17 de marzo, después de una navegación muy mansa a bordo del buque de la Armada “Bahía Buen Suceso”, los cuarenta y un civiles de Davidoff tocaron tierra en la Georgias para preparar el operativo de desguace y ganarse los pesos que habían ido a buscar.
Uno de esos hombres, un soldador fanático de River llamado Horacio Locchi, decidió que una de las cosas que debía hacer para convertir a Puerto Leith en su casa por los próximos tres meses era colgar un banderín de su equipo. Se paseó entonces por la factoría abandonada hacía más de veinte años por los últimos balleneros, con el banderín de River Plate en la mano, buscando algún lugar propicio. Creyó encontrarlo en un transformador eléctrico elevado. Rescató un remo roto que pensaba usarlo como asta cuando de pronto apareció el director de la obra, Jorge Patané, con la bandera argentina que le había regalado la noche anterior el capitán del buque.
-Vamos a estar acá tres meses Locchi ¿Por qué no cuelga esta que nos representa a todos?
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El soldador estuvo de acuerdo y sin más preámbulo ató la enseña patria al remo y con la ayuda de su compañero, el Negro Carrizo, la ataron con alambre al transformador. Se quedaron unos segundos mirándola ondear y siguieron trabajando. Toda la escena había sido vista con binoculares desde los cerros cercanos por tres científicos del British Antartic Survey, que con creciente alarma habían ido constatando la “invasión” argentina. Llegaron en un buque de guerra (el Buen Suceso), habían disparado armas de fuego (cazaron un reno para hacer un asado) y, el mayor de los pecados, habían enarbolado una bandera soberana en territorio de la Reina. Inmediatamente radiaron la emergencia a la sede administrativa, Grytviken, para que alertara al gobernador Hunter Rex de la maniobra. El funcionario británico, uno de los pocos opositores al negocio de Davidoff, mandó un despacho urgente a Londres magnificando el suceso y dispuso que los científicos del BAS le impusieran a la delegación foránea que bajaran la bandera y se presentaran ante ellos para los trámites migratorios.
El desembarco argentino no era inconsulto y los obreros tenían las credenciales blancas aptas para circular por la isla pero la premier Margaret Tatcher, que ya sabía por informes de inteligencia que los argentinos recuperarían las Malvinas por la fuerza, sobreactuó la reacción diplomática para tomar la iniciativa en un conflicto que no podría eludir.
Esa crisis diplomática era lo que el conscripto fusilero Rivera había logrado atisbar en la tapa del diario. Pocos días después, la actividad en el batallón se multiplicó. La plaza de armas del BIM 1 se llenó de municiones y de soldados armando cargadores.
-Esto no es joda, esto no es una maniobra.
Efectivamente, como razonaba Rivera, no había simulacro. El 26 de marzo lo subieron con una veintena de compañeros a la corbeta Guerrico sin blanquearles el destino ni la misión. A la par de la incertidumbre, fue creciendo el oleaje y el mar de fondo. Angustiados, descompuestos y hacinados bajo la línea de flotación, llegaron el 2 de abril y ahí por fin les dijeron que iban a recuperar las Georgias y que sería fácil. En palabras del responsable militar, el capitán César Trombetta:
-A lo sumo, habrá algún científico con un arma de caza.
En las aguas próximas a la isla los infantes de Marina se reunieron con los hombres de Astiz que estaban en zona antártica, en la Base Esperanza, para presuntamente custodiar al presidente de facto Leopoldo Galtieri en un casamiento de un sargento con una maestra. A los propios comandos y buzos tácticos de Astiz la excusa para movilizarlos les parecía inverosímil pero ya no tanto cuando los mandaron a las Georgias porque el Reino Unido amenazó que desalojarían por la fuerza a los chatarreros con sus veintidós royal marines acantonados en Malvinas.
El Grupo de Tareas 60.1 protegería entonces a los obreros y recuperaría las Islas Georgias pero, eso sí, extremando las precauciones para evitar el derramamiento de sangre británica. En el cálculo político de la Junta Militar, tan solo un caído británico desmoronaría el plan para ocupar Malvinas y las Islas del Atlántico Sur y luego negociar algún grado de administración compartida entre las dos naciones.
Como los infantes habían llegado tarde y muy apaleados por el mal tiempo, los altos mandos navales decidieron posponer la recuperación para el día siguiente, el 3 de abril, cuando los hombres estuvieran ya más repuestos.
Ese sábado, apenas clareó, los infantes se aprestaron para tomar Grytviken suponiendo que no encontrarían resistencia. Irían en un helicóptero Puma del Ejército, en tres oleadas. Rivera, con todos sus pertrechos puestos, aguardaba en la cubierta del buque. Él iría en la segunda oleada, cosa que lo tranquilizaba bastante porque suponía que si había tiros abrirían fuego inmediatamente los argentinos llegaran. La espera, aburrida, daba posibilidad a que algunos conscriptos pujaran para ver quién iba del lado de la ventana y tenía las mejores panorámicas de los desolados escenarios subantárticos.
Desde el puente de mando, por el canal 16 de la radio, Trombetta intimó a los británicos en inglés a que rindieran la plaza. La respuesta llegó por el canal 12, en el que estaban enlazadas las estaciones antárticas del Reino Unido, en boca del jefe de los marines, Keith Mills.
-No debe aterrizar su helicóptero en esta base. Aquí hay personal militar cuya orden es defender esta base. Repito, por favor, no use la fuerza, arreglemos esto pacíficamente.
Los argentinos insistieron en que se rindieran. Ajeno a este cruce, Rivera y sus compañeros volaban en el Puma rumbo a Grytviken. Todo indicaba que la primera oleada había bajado sin novedad y que en minutos se reunirían con ellos en la playa.
A metros de tocar tierra, Mills ordenó disparar y el fuego concentrado de las armas automáticas de sus hombres pegaron en el motor y en el fuselaje. Rivera iba en el fondo y vio cómo se desplomaba su compañero, el conscripto Mario Almonacid, con un tiro en la cabeza. El soldado a su lado gritaba que lo habían herido. Todo era un caos pero seguían en el aire aunque del techo chorreaba aceite y había un olor acre a humo y combustible.
El piloto Alejandro Villagra, sin saber bien cómo, logró estabilizarlo y viró escapando de las balas. Humeando y sacudiéndose el Puma logró atravesar la pequeña bahía y se desplomó en una loma fangosa.
El oficial a cargo ordenó salir de la nave, dejar las mochilas, tomar posiciones y llevar a los heridos a una zona a cubierto de los disparos que seguían llegando. Rivera agarró a su compañero Juan Pérez, que tenía un balazo en un glúteo y lloraba de dolor, y lo arrastró hasta una hondonada. Misma operación hicieron con Manuel Bórquez, que tenía un disparo en la cintura. Mario Águila estaba muerto y Almonacid tenía una herida gravísima.
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El intercambio duró hasta bien entrada la tarde. Mills se rindió cuando le pegaron dos tiros en el brazo a Nigel Peters y la posibilidad de perder un hombre se volvió palpable. Los marines eran mayores y más corpulentos que los argentinos. Ninguno hablaba español. El conscripto Rivera, con su inglés británico de secundario bilingüe, se hacía entender y se convirtió en el traductor del armisticio.
En el campamento obrero, a unos veinte kilómetros de las acciones, estaban todos ansiosos por saber el resultado de la gesta patria. Cierto influjo castrense había permeado en los trabajadores, en especial cuando Astiz los incluyó en el acto cívico-militar de volver a izar la bandera que los británicos les habían pedido que bajaran. El teniente se había formado frente a sus hombres, en una pequeña loma que lo dejaba más alto, flanqueado por los obreros con sus trajes térmicos blancos. Era casi un cuadro del pintor y militar Cándido López. Cantaron el himno a los gritos, vivaron a la Patria y se sintieron parte de un momento histórico. Muchos lloraron y otros se propusieron para combatir.
Astiz llegó casi de noche y apenas pisó el muelle supieron que no había buenas noticias. El teniente no les dijo que producto de la improvisada operación había tres muertos, once heridos, un helicóptero derribado y una corbeta, la Guerrico, seriamente dañada, pero aceptó que habían subestimado a sus enemigos y que por eso se habían perdido vidas de argentinos.
En Grytviken el ánimo también estaba bajo pero la necesidad de ordenar la posesión de las Georgias posponía cualquier remedo de duelo. Rivera supo que se quedaría en la isla a esperar la represalia británica que llegaría sin importar lo que los argentinos hicieran.
Esa misma tarde, el gobierno militar de Leopoldo Galtieri, Jorge Anaya y Basilio Lami Dozo, se reunía en Casa Rosada para analizar la situación en las islas y concluía:
“En el caso Georgias, ante la imposibilidad de prestar ningún apoyo efectivo, se determinó que se empeñaran medios reducidos tanto en personal como en material, puesto que, de producirse un ataque británico, estos caerían en poder del enemigo”.
La posesión de las Georgias duró hasta el 26 de abril y fue la primera derrota de los argentinos hasta la rendición final del 14 de junio. Rivera montó guardia día tras día tras una ametralladora pesada pero no pudo usarla. Como indican los manuales, que los argentinos no siguieron, el Reino Unido saturó la plaza con fuerza propia e intimó a la rendición con bombardeo de “ablande”. Los británicos no perdieron a nadie en la recuperación de las islas. Astiz se rindió poco después, también sin tirar un tiro, luego de entregar a los obreros a los británicos.
A partir de allí, Rivera y los chatarreros iniciaron un larguísimo viaje en un buque petrolero reconvertido hasta la isla Ascensión, a la altura de San Salvador de Bahía. Desde allí fueron repatriados en un avión de la Cruz Roja hasta Montevideo y en barco de la Armada hasta Buenos Aires.
En la última entrada de su diario personal, Rivera describe ese momento, emocionado:
“Estoy en cubierta, se ve Buenos Aires, los buques que nos cruzan nos saludan. Es hermoso...”.
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