Se duchó. Estaba preocupado. Le dijo a su esposa, nervioso, que creía que lo perseguían. Ella lo entendió y le ahorró el consuelo: su susto estaba justificado. Sospechaba de su cita. Alguien lo llamó para recordarle que a las diez de la mañana lo esperaban en el Apostadero Naval de San Fernando para pasear en yate. Partió del departamento conyugal ubicado en la intersección de la Avenida del Libertador y la calle Ortiz de Ocampo con miedo de morir. Escapar hubiese sido más indigno. Condujo rumbo norte. Un auto lo interceptó. Lo obligaron a subir. Ya estaba entregado a su destino. Desde la mañana de ese jueves 28 de abril de 1977 nunca más se supo de la vida de Fernando Arturo Branca.
Es un desaparecido más de la última dictadura cívico militar. Pero es más un desaparecido de Emilio Eduardo Massera, “el jefe más maquiavélico, torcido, barroco, dúplice, oportunista y complejo que tuvo el engendro de siete años de duración que se llamó a sí mismo Proceso de Reorganización Nacional” o el “por lejos, más ambicioso y más inescrupuloso a la hora de tratar de concretar su deseo: conquistar el poder absoluto”, según las definiciones de Claudio Uriarte, el autor de la biografía no autorizada del genocida.
Massera ordenó matar (o, peor, desaparecer) a Branca. La historia es intrincada, turbulenta. Reúne negocios, fortunas, amenazas, acusaciones, egos, vanidades, amoríos.
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Hacia 1977, Massera y Branca estaban envalentonados: el clima de época inflaba su fanfarronería y sus modales. Massera se hacía llamar el Almirante Cero, porque antes que él no había nadie. Buscaba imponerse en el reparto tripartita del poder. A Videla lo acosaba, lo instigaba, lo incomodaba. Hacía gala de su audacia: internamente se consolidaba como un hombre duro, severo, y su obra de muerte, tortura y desaparición en la ESMA lo respaldaba; mientras que en la opinión pública mostraba su faceta más comprensiva, culta y hasta pacifista. Era un tirano, un déspota con disfraz de galán: un psicópata sin patologías que solo ansiaba poder y obediencia.
Branca era un empresario próspero de la industria papelera mayorista. Había vivido en orfanatos, había sido canillita, había sido guardiacárcel en el penal de Villa Devoto. Había vivido una infancia con penurias afectivas y económicas. Se había casado con Ana María Tocalli, de familia adinerada, con quien tuvo dos hijos: Victoria y Lolo. Se volvió un busca con escrúpulos de moralidad fronteriza: tejió vínculos con los Estados Unidos de reciclaje e importación de papel. Eran tiempos de “plata dulce” para el empresariado argentino. Disponía, a su vez, de un campo en la localidad bonaerense de Rauch. Vivía entre Miami, Punta del Este y Buenos Aires. Manejaba autos lujosos. Visitaba a sus hijos con frecuencia dispar y solía cubrir sus ausencias con regalos costosos. Ya no vivía con ellos. En 1974 se había casado en segundas nupcias con Martha Mc Cormack.
No era, para Martha Mc Cormack, su primer esposo. Con César Blaquier, otro terrateniente y empresario, había tenido dos hijos. El relato de las familias ensambladas lo cuenta Victoria Branca: “Yo tengo recuerdos de ella cuando éramos chicos y compartimos vacaciones juntos, con sus hijos. Fui al campo alguna vez con ella también, pasamos algún cumpleaños. Y el recuerdo personal que yo tengo de esa época era decir: ‘¡Qué linda que es Martha, qué mujer linda!’. Me acuerdo que una vez me regaló una foto grande, de esas que se sacaban en estudios de fotógrafos, muy retocada, y yo decía para mí: ‘Parece una actriz de Hollywood’. Y volví con esa foto que ella me había regalado, y me la autografió, a casa y se la muestro a mi mamá. Mentalidad de niña inocente le digo: ‘Mirá mamá, qué linda la foto de Martha, la quiero poner en mi cuarto’. Y mi mamá la agarró, la partió en mil pedazos, y yo en ese momento dije: ‘Mmm, estará celosa’”.
Martha Mc Cormack se había ganado un lugar de pertenencia en el macabro jet set de los dictadores. Su hermana mayor, Cristina, también. Ella, esposa del diplomático Luis Clarasó De la Vega, era una de las amantes de Massera, visitante asidua de su bulín en la calle Darragueira, del barrio de Palermo. El periodista e investigador Ricardo Ragendorfer consignó, en una nota de Télam, que Martha conquistó al Jefe de la Marina en una fiesta del Hotel Alvear en 1976. Cristina dejó de ser la única Mc Cormack en frecuentar las sábanas del almirante. En democracia le dirá, a la revista La Semana, que Martha nunca la quiso, que le hizo la vida imposible, que envidiaba su belleza y que nunca había sido una mujer normal.
En el engaño de su esposa, Fernando Branca vio una oportunidad de enriquecimiento. Le pidió que le consiguiera un encuentro con Massera porque necesitaba que el Banco Central desbloqueara un depósito de 1.600.000 dólares. Bastó solo una entrevista para que la operación se concretara y las promesas de negocios convenientes proliferaran. Se dieron la mano y se despidieron con la expectativa de reencontrarse cuando los sedujeran los rendimientos de un nuevo lucro.
La codicia del empresario lo devolvió rápido a las oficinas del edificio Libertad. “Massera y Branca pronto llegaron a un entendimiento para instalar una financiera o un banco, que eran los medios de enriquecimiento más rápidos de la época. El empresario se comprometió a entregar como capital inicial lo que resultara de la venta de unas tres mil hectáreas de que disponía en la localidad de Rauch”, detalló Claudio Uriarte, fallecido en 2007. Branca necesitaba que Massera interviniera para que se desarticulara una inhibición en una propiedad en juicio por división de bienes: una maniobra turbia con presuntos dividendos beneficiosos para ambos.
Así como Mc Cormack le era infiel con Massera, el empresario la engañaba con la modelo Cristina Larentis. Pero, a diferencia de él, la esposa no adquiría ninguna utilidad por la tolerancia de esa infidelidad. El vínculo marital parió un desgaste feroz. En la semana santa del 3 al 10 de abril, procuraron reencontrarse sentimentalmente en unas vacaciones de placer en Punta del Este. Los acompañaron parejas amigas. El plan de reconciliación fue un fracaso estrepitoso. Los diálogos recogidos por testigos son parte de la leyenda. Ella le gritó “¡sos un boludo hasta para los negocios!”. Él le devolvió: “¡El vivo soy yo, estúpida! ¡Yo soy el vivo! ¡Me los paso bien a todos! ¡También al piola de Massera! ¡Le vendí un buzón a los del Banco Central y ni se avivó! ¡El vivo soy yo!”.
Silvia María Rondot había sido invitada por el matrimonio y testigo de un controvertido diálogo. Su testimonio integra el expediente judicial que Victoria Branca reprodujo en su libro ¿Qué pasó con mi padre?: “Dice que viajó a Punta del Este junto a su marido, Raúl Ibarra, Fernando Branca y Martha McCormack. Que fueron allí a pasar la Semana Santa del ‘77. Que una noche, cuando fueron al Casino Nogaró, Martha y Fernando discutieron y que cuando él se retiró del lugar enojado ella dijo: ‘Cuando llegue a Buenos Aires le voy a contar al Negro que este hijo de puta lo quiere pasar en un negocio y le va a hacer pasar un camión por encima’. Que en otra oportunidad volvió a encontrarse con Martha y ésta reiteró la amenaza”.
El Negro, para los íntimos, no era otro que Massera. El almirante desconfiaba de las maniobras confusas del empresario. Procuraba ser impiadoso ante cualquier rasgo mínimo de irregularidad. Él no era un hombre de los que perdía. Y Mc Cormack no sostenía ningún esfuerzo por cubrir la integridad de su esposo. Branca bien hacía en sospechar el propósito de la cita en el Apostadero Naval de San Fernando. Se duchó. Llamó a su mujer, con quien se estaba divorciando: tal vez quiso medir la veracidad de su amenaza, tal vez la comprobó. Recibió el llamado de un colaborador de Massera para recordarle la logística del encuentro. Tenía miedo de morir. Y, aún así, asistió. Desde la mañana del jueves 28 de abril de 1977 nunca más se supo de él. Solo aparecieron, inexplicablemente, documentos firmados por él en el que autoriza la venta de sus bienes. “Con la mafia no se juega”, le dijo Mc Cormack a sus amigas, dos días después, según consta en el expediente judicial.
Dos meses después, Victoria esperó que su padre la acompañara en su primera comunión, el 25 de junio de 1977. Se indignó con su ausencia. Durante un tiempo no quiso saber por qué su padre había faltado. “Hasta el último minuto, cuando empecé a entrar en procesión con mis compañeras, miraba el asiento donde estaba mi familia a ver si él estaba o no, si llegaba a último momento. Y no llegó”, dijo en una entrevista publicada en Infobae el 2 de marzo de 2020. Tenía nueve años cuando consolidó la idea que su papá la había abandonado. Cuando superó el tabú, cuando enfrentó el silencio familiar, cuando sintió el peso de la historia hundiendo sus hombros, empezó a investigar una verdad hostil. Le demandó catorce años y un expediente judicial denso.
Indagó hasta la incomodidad: “Hubo un punto que yo dije: ‘No me gusta lo que leo, me hubiera gustado poder tener resguardada la intimidad de mi padre como cualquier hijo con su padre vivo’. Vos no te podés meter en su intimidad más allá de un punto, es la intimidad de él. Cómo se maneja en los negocios. Si miente, no miente, engaña, no engaña. Al leer el expediente y al entrevistar gente, y al querer acercarme cada vez más tuve que escuchar de todo. Y eso, bueno, es parte del precio que pagás por querer atravesar a fondo la historia. Pero no me hace ni respetarlo menos a mi papá, ni quererlo menos. O sea, y hasta cierto punto las cosas que hacía no son nada del otro mundo, son cosas que todo el mundo hace”. Victoria admite las “picardías” de su padre. Cree que no se juntó con la gente correcta y se pregunta si su final hubiese sido otro de haber tenido amigos y amores verdaderos.
La madre del desaparecido presentó un hábeas corpus en junio de 1977. Significó la apertura del caso Branca. “Entre 1978 y 1981 nada se agrega al expediente. No hay datos, ni testimonios. El eslogan del Proceso de Reorganización Nacional se cumple a rajatabla: el silencio es salud. Pero esa mudez impuesta se quiebra el 10 de noviembre de 1981 cuando Guillermo Patricio Kelly se presenta espontáneamente ante el nuevo juez de la causa, Pedro De Narváiz, y realiza una ‘Denuncia contra Eduardo Emilio Massera y otros por el delito de homicidio calificado en los términos del artículo 80 del Código Penal’”, reconstruye Victoria en su libro. El magistrado se fugó a Brasil luego de recibir amenazas. Lo reemplazó el juez federal Oscar Salvi, con la venia del comandante en jefe del Ejército, Cristino Nicolaides. Dos años después, el 17 de junio de 1983, aún con el gobierno de facto en el ejercicio del poder, ordenó la detención de Massera y el procesamiento de Mc Cormack.
“El juez Oscar Salvi confirmó y prorrogó ayer la prisión preventiva del almirante Emilio Massera, ex comandante en jefe de la Armada argentina y miembro de la Junta Militar que encabezara el golpe de Estado de 1976. Se le iniciará un juicio por ‘ocultamiento o destrucción de elementos probatorios’ en la causa por la desaparición del empresario Fernando Branca, ocurrida en abril de 1977″, decía el diario español El País el 23 de junio de 1983. “La Armada acepta el fuero civil para juzgar a Massera”, decía la tapa del diario Clarín del 16 de junio de 1983.
El órgano militar había tolerado su enjuiciamiento. Consternado con la orden de captura emitida por el juez Salvi, el almirante vociferó su encono en un viaje en helicóptero. “Señor, creo que debe acostumbrarse a pensar que éste es un problema personal suyo y no de la institución”, le advirtió el jefe de Personal Naval, contralmirante Jorge Bonino, según consigna Télam. La Armada ya no iba a protegerlo: no le perdonaban que anduviera cometiendo “desmanes” por mujeres. El 17 de octubre de 1984, antes del Juicio a las Juntas y de los procesos judiciales por delitos de lesa humanidad, Massera fue el primer genocida en pisar una cárcel federal.
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