El 10 de abril de 1972, el director del Grupo FIAT de la Argentina, Oberdán Sallustro, apareció muerto en una casa de Villa Lugano. Su cuerpo tenía tres tiros, uno en la cabeza y dos en el pecho. El desenlace se produjo cuando cuatro policías que rastrillaban el barrio llamaron a la puerta del domicilio de Castañares 5413 y fueron rechazados a tiros. Durante veinte minutos la cuadra quedó paralizado por la balacera. Hasta que desde la casa les gritaron a los policías que tenían a Sallustro y que, si no se iban, lo matarían. Se produjo una tregua de hecho, un momento de silencio que fue quebrado por el sonido de tres tiros, y en forma inmediata, tres hombres escaparon por el fondo de la casa.
Cuando la policía irrumpió, encontraron a una mujer joven, que estaba sola y quieta en el living, desarmada.
Sallustro era hijo de padres italianos. Había nacido en Paraguay, pero vivió en Turín desde pequeño. Formó parte de la resistencia antifascista que combatió a Benito Mussolini, y después de la guerra se doctoró en Jurisprudencia e inició su carrera como directivo en el Grupo FIAT. En la década del ‘60, cuando la empresa tenía momentos de conflictividad con los trabajadores. fue enviado a la Argentina para potenciar la producción de automóviles.
La decisión de su secuestro surgió en un momento en que, por detenciones, caídas y crisis partidaria, de la organización guerrillera PRT-ERP (Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo) operaba con una autonomía de hecho, con “direcciones paralelas” que decidían sus acciones militares al margen de los organismos del partido. En el último trimestre de 1971 el Comité Militar de Buenos Aires estaba a cargo de Osvaldo Sigfrido De Benedetti, “El Tordo”.
De Benedetti puso a funcionar dos planes operativos. Uno de ellos estaba en el aire, pero no se ejecutaban: el robo a la sede del Banco Nacional de Desarrollo, ubicado a metros de la Casa Rosada, de donde se llevaron un botín de diez millones de dólares a fines de 1972, y el secuestro de Sallustro, en el mes de marzo. La operación la dirigió él mismo.
Al momento de su secuestro, el funcionario de FIAT vivía en una casa de la calle Casares, en Martínez, zona norte del Gran Buenos Aires. Cada mañana, su chofer y guardaespaldas José Fuentes lo conducía a las oficinas de la empresa en el centro porteño. Ése fue el primer informe que reportó la inteligencia sobre Sallustro. A partir de entonces se realizó el diseño de la operación. La información de que el funcionario viajaría a Italia en forma inminente aceleró los tiempos. De Benedetti decidió ejecutar el plan, aun cuando la “cárcel del pueblo” que lo alojaría no se había terminado de construir.
En el diseño original, un auto estacionado sobre Casares daría el alerta por walkie-talkie cuando Sallustro saliera de su casa, y una camioneta le cerraría el paso cuando atravesara la esquina de Pasteur. La camioneta estaba lista. Había sido robada y adaptada pocos días antes. Y el auto que daría el aviso, también.
El 21 de marzo de 1972, la camioneta encerró al Fiat 1500 de Sallustro, quien fue sacado a golpes por un grupo de hombres. Su chofer, José Fuentes, fue neutralizado con un tiro en hombro. La familia avisó ese mismo día que el empresario tenía una afección cardíaca que requería atención permanente. Pidió a los secuestradores que le suministraran los medicamentos con los que se trataba.
Por la tarde, en el baño de un bar porteño, fue hallado un comunicado del PRT-ERP que informó que Sallustro estaba a disposición de la “justicia popular” para responder sobre “prácticas monopolistas”, despidos de obreros de FIAT y encarcelamiento de obreros y dirigentes sindicales.
Por la referencia del comunicado, seiscientos hombres del Ejército, la Gendarmería y la policía local rastrillaron la provincia de Córdoba, donde estaba asentado el complejo automotriz. Hubo veinticinco detenidos.
Un día después, procedente de Italia, aterrizó en Buenos Aires el presidente del Grupo FIAT, Aurelio Peccei, para intervenir en las negociaciones. La llegada de Peccei le marcó al PRT-ERP la real dimensión del directivo que habían raptado. La empresa consideraba insustituible a Sallustro. Pero el interés de Peccei por preservar su vida era personal: era su amigo desde los tiempos de la resistencia al fascismo —cuando Peccei estuvo a punto de ser fusilado— y habían trabajado juntos en la Argentina. Peccei —y también FIAT— estaba dispuesto a dar todo por la libertad de Sallustro.
Las exigencias del PRT-ERP para su rescate se conocieron dos días después del secuestro. Debían cumplirlas en cuarenta y ocho horas, so pena de fusilamiento. Cinco de los siete puntos no eran de resolución difícil para la empresa, pero estaban a su alcance. Pero dos de ellos sólo podían ser resueltos por la dictadura militar, entonces a cargo del general Alejandro Agustín Lanusse: la libertad de trabajadores y dirigentes gremiales detenidos por el conflicto con FIAT y y la liberación de medio centenar de prisioneros del PRT-ERP.
La organización guerrillera propuso trasladarlos a Argelia u otro país a convenir.
La presencia de Peccei en la Argentina implicó una presión adicional para Lanusse. El presidente de FIAT quería que la dictadura agotara todas las instancias para que su amigo apareciera sano y salvo, y ese reclamo también lo expresaron el presidente de Italia, Giovanni Leone, y el papa Paulo VI en su sermón del domingo en Plaza San Pedro.
Lanusse bloqueó la presión con un comunicado que difundió después de su reunión con Peccei. La dictadura se involucraría en tratos con el PRT-ERP. No lo harían ellos ni permitirían que lo hiciera FIAT, o algún tercero.
En resumen: para la dictadura, el caso Sallustro era un asunto interno, de competencia exclusiva del Estado argentino y obraría como tal, de acuerdo con sus propias convicciones.
Tras su secuestro, Sallustro había sido trasladado a Reconquista 180, una casa de Villa Ballester. Lo colocaron en el camastro de un sótano ubicado debajo de una pieza. Allí le tomaron una foto, que distribuyeron como prueba de vida, delante de una sábana con la inscripción “ERP. A vencer o morir”.
Sallustro tenía puesta una camisa blanca y una expresión serena e incierta.
La casa no estaba preparada como “cárcel del pueblo”. Hacía pocos meses había sido alquilada por dos militantes PRT-ERP que firmaron el contrato con nombres legales. Tenían alrededor de 25 años. El joven entraba y salía, casi siempre en los mismos horarios, con una furgoneta Citroën blanca. La mujer, con pocos meses de embarazo, barría la vereda y hacía compras en el almacén en distintos horarios.
Sallustro permaneció nueve días en el sótano de la casa. El trato era amable. Les relataba a sus captores anécdotas sobre la resistencia antifascista en las brigadas de Giustizia e Libertà. En un momento quiso escribir una nota para su familia y le facilitaron un papel y le dijeron que se la harían llegar. Fue una carta corta, escrita en italiano con la lapicera que había conservado al momento del secuestro, y llegó a manos de su familia esa misma noche. Estaba dirigida a “Ida e hijos, nietos, hermanos y amigos de FIAT y toda la organización”. Decía:
“Estoy bien. Los recuerdo a todos. Me tratan con deferencia. Abrazo a todos y bendigo a todos los hijos presentes y lejanos. A todos ustedes un fortísimo abrazo recordándoles, para su serenidad, que siempre he actuado en orden con mi conciencia. Afectuosamente, Oberdán Sallustro”.
La pericia caligráfica certificó que la carta correspondía al directivo, y su tinta permitió corroborar que había sido escrita hacía pocas horas. Sobre la base de esa conclusión, se abandonó la pista en Córdoba y la búsqueda se centró en Capital Federal y Gran Buenos Aires. Cerca de cuatro mil hombres del Ejército y fuerzas de seguridad inspeccionaron viviendas, depósitos, fábricas, playones ferroviarios. Se instalaron retenes de control en rutas, avenidas y calles. La búsqueda más fina y metódica avanzó sobre los contratos de alquiler de casas firmados en los últimos tres meses por parejas jovenes y con garantías compradas.
Mientras tanto, Peccei —que no se había llevado nada de su reunión con Lanusse en la Casa de Gobierno— decidió obrar por cuenta propia y encarar un diálogo directo con Mario Roberto Santucho, jefe del PRT-ERP, entonces detenido en la cárcel de Devoto.
Fue una reunión a solas en los últimos días de marzo de 1972. Peccei le explicó al jefe guerrillero las dificultades que tenía para lograr las libertades que presos que exigía, obreros, sindicalistas y guerrilleros y el abogado Alfredo Curuchet, detenido sin proceso judicial. Ese obstáculo era insalvable. Lanusse no era permeable a una negociación.
FIAT sólo podía aumentar en forma considerable la cifra del rescate, pero no estaba en condiciones de liberar a los presos. Santucho dejó la puerta abierta para una futura negociación con Peccei y mandó a averiguar, por medio de un mensaje, cómo estaba la seguridad de Sallustro. De Benedetti respondió que estaba garantizada.
Lanusse se ocuparía de cerrar la puerta del diálogo: ordenó el traslado de Santucho, Curutchet y una veintena de guerrilleros desde la cárcel de Devoto a la cárcel de Rawson. Peccei partió en forma imprevista a Italia. Dejó un mensaje para el PRT-ERP. “Yo también fui guerrillero en Italia, pero siempre estuve dispuesto a respetar la vida humana”.
En esas horas, la investigación se acercó a Sallustro. Una redada condujo a otra. En menos de dos días, la policía detuvo a veintiocho personas.
Uno de ellos era Carlos Ponce de León. En entrevista con el autor de este artículo, casi cincuenta años después de los hechos, relató:
Yo era un combatiente. Trabajaba en una fábrica mezcladora de caucho y laminadora de acero, Castells Hermanos, en el Bajo Flores. Alquilaba en Ramos Mejía, en la calle Bolívar. Era tornero. Me incorporé al partido en el ‘68. Estaba en la Regional Buenos Aires y me mandaron a una célula con un seminarista, (José Luis) Da Silva Parreira, desde el 68 operaba con él. Era maestro de escuela. En la célula estaba su esposa Mirta Adriana Mitidiero, que era profesora de inglés de ejecutivos de Ford; estaba la hermana de Da Silva Parreira, Elena María, y su marido, el Gordo (Ángel) Averame, que era muy pobre, la mamá lavaba la ropa del convento y el papá levantaba la basura de la calle, era municipal. El Gordo trabajaba en la fábrica de zapatillas Derga.
Yo lo había conocido a Sallustro. Trabajé en FIAT de Palomar. El jefe de personal, que había sido secretario privado de Sallustro, me invitó a comer al mediodía en la fábrica, y la segunda vez, cuando fui a la prueba de suficiencia, justo estaba de visita Sallustro. Ésa fue una de las ventajas que yo tenía sobre el resto del comando. Le conocía la cara, su altura. Para hacer la bolsa donde se lo embolsó, había que saber la altura. Era alto como yo, un metro ochenta y cinco. Eso fue en el ‘67.
Cuando entré en la célula, la operación estaba planificada desde el Comité Militar. Mi tarea era sacarlo del auto. El objetivo era secuestrarlo por 48 horas y pedir cinco puntos: un millón de dólares para el PRT, un millón de dólares para reparto, reincorporación de los obreros de la FIAT, la liberación de los detenidos de Sitrac-Sitram (de la corriente sindical clasista) y la salida de la Gendarmería de la fábrica (en Córdoba). No había más.
Casi todo el chequeo lo hice con la compañera Mirta Adriana Mitidiero, la esposa de Da Silva Parreira. Íbamos casi todas las mañanas. Era algo relativamente fácil. Iba vestido de cana. Después, todos los testigos dijeron que yo era policía. En la zona había muchas empresas de seguridad. Canas por todos lados, algunos de civil. La casa de Sallustro estaba en un cuarto de manzana. El auto salía de adentro de la casa, no lo venían a buscar. Salían en el rango de las diez y las doce del mediodía. Para hacer el chequeo pedí el cambio en el trabajo, empecé a trabajar a la tarde. Y después volví a trabajar a la mañana, de seis a tres. El chequeo duró quince días. La operación se apuró porque alguien bajó el dato de que tenía una reunión en Italia. Sallustro era el tercero de la FIAT mundial. Venían Agnelli, Peccei y Sallustro. Y no sabíamos si volvía o no.
Se hizo el diseño, una camioneta Dodge, en la que íbamos a estar todos los que participábamos en la operación, le iba a cerrar el paso. Había uno que la estacionaba, y se iba como a hacer algo y no volvía más, y uno de los que estaba detrás en la caja pasaba adelante. Y también había un Fiat 1500, creo que con uno solo, vestido con un gorro de chofer, como esperando a alguien, en la vereda de enfrente de la casa. El Fiat 1500 tenía que avisar que salía Sallustro y cerrarlo desde atrás para que no retrocediera. La única duda que teníamos era si el chofer era guardaespaldas. No ensayamos el operativo. Cuando el auto de Sallustro pasó, la camioneta le cerró el paso, el auto se paró. No hubo choque. Bajamos todos. La Petisa y el Vasco fueron por un lado del auto, y el Gordo y yo fuimos por el otro. Había gente, vecinos regando.
Yo fui a cara descubierta y con traje. Nunca operaba como un mendigo. Siempre operaba de traje. Me confundían con un cana, alto, morocho. Lo cacé a Sallustro del cuello; estaba del lado del conductor. El guardaespaldas se ve que manoteó la guantera y le metieron el chumbazo. Y yo lo saco a Sallustro del auto, le meto un trompazo porque no quería salir, se tiró para atrás. Quedó nocaut, lo levantamos inmediatamente, lo tiramos dentro de la camioneta, lo metimos en la bolsa, cerramos la bolsa y chau. Era una bolsa de simil cuero. Con una tijera que habíamos llevado le corté la zona de arriba para que pudiera respirar.
Le dije que éramos del Ejército Revolucionario del Pueblo, que no gritara porque teníamos orden de matarlo. Y se quedó tranquilo. Lo llevamos por Pasteur, cruzamos las vías hasta debajo de un puente, y ahí, otro error, la pelotita de ping-pong (para provocar el incendio) no entraba en la boca del tanque de la camioneta. Yo había llevado dos bidones de nafta. Hicimos el trasbordo, lo metieron a Sallustro en una Citroneta, totalmente acondicionada para que no se sintiera ruido, y lo llevaron Da Silva Parreira y su compañera a la casa de la calle Reconquista.
En el plan original íbamos a tener a Sallustro entre 24 y 48 horas, y lo tuvimos casi diez días. ¿Por qué? Porque lo que había dicho el comité militar de que había una “cárcel del pueblo” era mentira. Y también falló el desagote del armamento. Yo me llevé la .45 a mi casa.
El primer día después de secuestro, cuando entré a trabajar, Antonio, que abría siempre la puerta, me dijo: “¿Dónde está Sallustro?”. “Ah, sí, lo tengo en mi casa...”. No sé si me tenía marcado o me lo dijo porque había faltado, pero lo de Sallustro fue un quilombo espantoso en los medios. Cuando me entero que Sallustro no fue fusilado a las 48 horas, lo planteo en la primera reunión de célula: “Si dijimos que el plazo era de 48 horas, hay que cumplirlo. Si te equivocaste, te jodés. Pero hay que cumplirlo. Si no, es falta de seriedad”. Y sucede lo que llamo el “impresionismo pequeño-burgués”. La dirección no sabía quién era Sallustro. Cuando vieron la enorme repercusión que tuvo, le agregaron los cincuenta presos del partido para canjearlos por Sallustro. Se impresionaron ante el tipo. Los cincuenta presos eran para canjearlos por el secuestro del general Sánchez (en Rosario). El plan por Sallustro era el de esos cinco puntos, y por Sánchez, cincuenta compañeros libres.
Al sábado siguiente —yo los sábados trabajaba hasta el mediodía— fui a la estación Caseros, y ahí me dieron otra cita en la estación Malaver o Chilavert, no sé, una de las dos. Y me pasó a buscar Da Silva Parreira con la Citroneta blanca, no miré nada, y entramos en la casa. Yo ya venía envenenado porque todavía lo teníamos a Sallustro. Parreira estaba esperando la orden para trasladarlo. El secuestro fue un martes, y esto era un sábado. Y Parreira empezó a hablarme bien de Sallustro, que era macanudo, con una preparación bárbara, y eso a mí me envenenó más todavía. En la casa estaba la esposa, que estaba embarazada. Sallustro era nuestro trabajo, lo custodiábamos todos. En la semana lo cuidaba el Gordo Averame, me imagino. Yo tenía que hacer la guardia el fin de semana, que eran los días que podía.
Cuando ellos consideraron que bajara, bajé. Me puse la capucha y le hablé como un obrero. Llevé un diario La Razón del día antes del secuestro, que decía que un obrero de la FIAT, desocupado, que lo habían despedido, se suicidó cuando se supo que su hija se había prostituido para mantener a la familia. Saqué el diario y le dije: “Explíqueme esto”. A los compañeros, él podía justificarles las barbaridades que hacía. La mayoría eran estudiantes y quedaban fascinados. A mí no. “Yo conozco la gente de tu calaña, la conozco. Si pueden permitir que los obreros se mueran de hambre, puedo creer cualquier cosa de ustedes. No me vengas con lo de partisano (resistencia civil clandestina), porque también lo conozco. Puede ser que haya sido verdad. Pero la FIAT era una de las más grandes fábricas de armas del mundo, no es una pyme, así que no me jodas. Yo entiendo que a los compañeros estudiantes podés darlos vuelta porque no tienen odio. Yo sí tengo odio. Por eso quiero que me expliques esto —y le doy el diario a Sallustro—, que me expliques por qué los obreros fueron despedidos, por qué la Gendarmería está adentro. Dame una explicación”. El tipo, callado.
Y después jugamos al chinchón, le pregunté qué música le gustaba. Y le gustaba (Jorge) Cafrune, pedía la Zamba para don Rosendo. Fui, le busqué el Winco, le traje el disco. El tipo estaba muy entero mientras estuve. La hermana de Parreira, que era enfermera, le ponía unos parches en los riñones y se los cambiaba. Ese sábado, Sallustro me pidió si podía escribirle una cartita a la familia, le dije que sí, por norma se dejaba, y sacó la lapicera, la miré, se la manoteé y fui arriba: “¿Cómo mierda le dejan escribir con tinta. Denme un lápiz...?”, y le llevé el lápiz. Los compañeros le habían dejado escribir los dos primeros mensajes y estaban revisando Buenos Aires por eso. La tinta les permitió saber que estábamos en la zona. Y el sótano no podía resistir ningún rastrillaje. Estaba muy visible. En una pieza después de la cocina, ahí estaba el sótano.
La Policía Federal tiene un laboratorio muy buen puesto, son cosas que no hay que subestimar. El problema fue la tinta. Sallustro tenía una tinta muy similar al sistema de las Rotring. Eran las primeras de ese tipo. Yo no sabía de los mensajes hasta ese momento, pero me había llamado la atención que los primeros días no me había parado nadie y después me pararon tres veces, una vez la policía y dos el Ejército, siempre cuando cruzaba el puente de Liniers para tomar el colectivo en provincia. Me revisaron el bolso marinero, donde llevaba el plato, el cuchillo y el tenedor. Me preguntaron dónde trabajaba, “José Martí 1853″, que hacía, “tornero”, dónde vivía, “Ramos Mejía”. Cuando lo saqué del auto a Sallustro le saqué el saco, y el Gordo lo tiró dentro de la camioneta, y quedó en camisa de manga corta. Y recuperó la lapicera cuando le entregaron el saco. Es el problema de no tener entrenamiento. No se puede dejar nada librado al azar.
El domingo me fui y le dije a Parreira que, si se hacía el traslado de Sallustro, quemara todo, el colchón, el Winco, y que avisara que yo necesitaba hacer el desagote, sacar la .45 de mi casa. El jueves siguiente —esto lo supe después— le dieron la orden de que entregara la camioneta con Sallustro en tal lugar. Y el viernes o sábado... sé que era 31 de marzo, me dieron la cita, agarré la pistola, fui a la estación de Caseros y fuimos a una casa operativa en Villa Bosch. Estaba el Gordo Averame con su mujer. Me puse a desarmar la pistola, y aprovecharon que había quedado la puerta del pasillo abierta y entraron cuatro tipos de Coordinación Federal. Tapé la pistola con un diario, pero quedó el cargador de la .45 destapado. Para mí, llegaron de casualidad. Yo le había dicho al Gordo Averame: “Salgan a hacer compras, hablen con el almacenero, háganse conocer”, porque eran como “marcianos”. Sospecharon. Pero no sé si la casa estaba cantada, porque si era así nos hubieran boleteado. Y los canas hicieron un procedimiento legal, llamaron a testigos.
Nos llevaron a los tres a Coordinación (en la calle Moreno, Capital Federal). Me llevaron al segundo piso, a la tortura. Siete horas habrán sido. Yo decía quién era, dónde trabajaba y vivía. Tenía mi “minuto” armado. (El “minuto” son los datos, de apariencia legal y comprobable, que debía dar un guerrillero al momento de ser detenido por fuerzas de seguridad).
Mi casa estaba limpia, no vivía en una casa operativa. Estaban mi mujer, el perro y una cotorra, eran todo lo que tenía. Vino un supuesto médico, me preguntó qué me pasó, no le contesté, y vino un tipo que dijo que era comisario; me dijo, vos sos fulano de tal —dijo mi seudónimo— y sacaste a Sallustro del auto. Sabía todo. Después supe de dónde lo supieron. Ahí saltó la casa de la calle Reconquista. Cayó la Citroneta con mis huellas digitales, el Winco con mis huellas digitales... no sólo las mías. La cama donde había estado Sallustro, encontraron pelos suyos. Todas las cosas que había pedido que se quemaran. La planificación de la operación, estaba en papel de estraza, así de grande. Todo en la casa. Así se produjo la caída. Cayeron treinta y dos compañeros, doce casas operativas, parte de las postas sanitarias, diez compañeras clandestinas en Parque Lezama, que las habían sacado de Rosario por la operación del general Sánchez que estaba por hacerse. Después vino el juez [Jaime] Smart a Coordinación Federal para interrogarme, y yo seguí negando todo.
(Este fue el testimonio al autor de este artículo de Carlos Ponce de León, quien permaneció detenido por el secuestro de Sallustro desde el 31 de marzo de 1972 al 25 de mayo de 1973).
El domingo 2 de abril, La Opinión tituló: “Las fuerzas de seguridad tendrían una importante pista en el caso Sallustro”. Un día después, el lunes 3 de abril, la Policía Federal afirmó que había veintiocho detenidos relacionados con el secuestro y el PRT-ERP. Pocas horas antes que el Ejército irrumpiera en Reconquista 180 y detuviera a Mirta Mitidiero de Da Silva Parreira y a su esposo, José Luis Da Silva Parreira, Sallustro había sido trasladado en la Citroneta, todavía sin rumbo definido.
Se movieron durante varias horas en busca de un refugio.
La determinación del jefe del ERP, Santucho, de estirar los términos de una negociación imposible —el Ejército no liberaría a los presos bajo ninguna circunstancia— se contradecía con la fragilidad de la infraestructura de su cautiverio. Esa fragilidad quedó en evidencia cuando la Citroneta que trasladaba al directivo de FIAT pinchó una goma, y circularon en llanta hasta una gomería. Después, Sallustro fue alojado una casa de Villa del Parque, la “cárcel del pueblo” original, que todavía no estaba terminada. Lo colocaron dentro de una carpa y convocaron a un médico de la organización para que controlara su salud.
Cuando el 9 de abril el médico cayó en otra redada masiva, Sallustro fue otra vez trasladado. El raid fue incierto. No había infraestructura confiable. Terminó en el cuarto de una casa de Villa Lugano, en Castañares 5413, donde vivía un estudiante de arquitectura del PRT-ERP, Mario Klachko, con su esposa Guiomar Schmidt, profesora brasileña de historia y militante de la Liga Comunista Revolucionaria. Se habían conocido en unas vacaciones en Camboriú.
A esa altura, ya no había negociación ni dirección clara. Si el PRT-ERP lo mataba, podría sentar un precedente para futuros secuestros, pero no obtendría nada, ni reincorporación de obreros ni dinero ni una entrega de armas en Uruguay, como habría propuesto FIAT.
A dos semanas de su secuestro, Sallustro no tenía salida: lo mataba el PRT-ERP o moría cuando se descubriera su refugio. A partir de entonces, el PRT-ERP no difundió más comunicados, FIAT redujo su protagonismo en declaraciones públicas y también se redujo el rastrillaje.
El caso Sallustro entró en una semana de parálisis, que se rompió el domingo 9 de abril, cuando la policía allanó la casa de Martiniano Leguizamón 4441, en el barrio de Mataderos. Allí detuvo al jefe de la operación, Osvaldo De Benedetti junto a nueve colaboradores.
Se podría suponer que la caída de esa casa condujo a la de Sallustro, al mediodía siguiente. Si existía conocimiento previo de su paradero, fue extraño que sólo dos hombres de civil —como luego reportaron los vecinos— bajaran de un patrullero para identificar la vivienda de Castañares 5413, en Villa Lugano, y más extraño todavía que, apenas fueran recibidos con fuego, se desplegara un operativo policial en toda la zona.
La balacera paralizó el barrio.
Hasta que des de adentro avisaron que si no se iban, matarían a Sallustro, y lo mataron de tres tiros, y Klachko y otros dos guerrilleros saltaron por los fondos y escaparon por el otro lado de la manzana, como si la propia policía hubiese dejado la retaguardia abierta, le hubiese tendido un puente de plata al enemigo para escapar de un área cercada.
Cuando la policía entró en la casa, Guiomar Schmidt estaba sola en el living y se entregó sin resistencia. En el cuarto estaba Sallusto, muerto de tres tiros. Ese día, el funcionario de FIAT dejó de ser un problema para el gobierno militar. El caso había sido esclarecido, y ya no habría más presión internacional. En la ropa, Sallustro tenía una carta para Peccei en la que se anticipaba una despedida. Decía: “A descargo de su conciencia, sepa que estoy muy sereno yo también porque finalmente conoceré la verdad de Giorgio —un hijo de Sallustro fallecido de forma trágica— y de Dios”. Y saludaba a todos, en particular a Fuentes, su chofer.
*Esta nota fue publicada en Infobae por primera vez el 22 de marzo de 2022.
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