En 2004 Alejandro Frango vio una jarra de pingüino en la estación Las Barrancas de San Isidro, y lo invadió la curiosidad. Se preguntó cuál era la conexión entre el vino y el ave marina, y por qué era todo un símbolo en la mesa de los argentinos. De alma aventurera, se adentró en una etapa de investigación que incluyó 141 entrevistas para descubrir la raíz histórica del objeto. Durante casi 20 años fue sumando piezas a la exclusiva colección, que actualmente se exhibe de forma gratuita en las seis salas del museo virtual que fundó junto a Joaquín Martínez, su socio en el proyecto. También abrieron una cuenta de TikTok donde cautivaron a un masivo público gracias a su contenido y sus divertidos diálogos.
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Desde temprana edad Alejandro le hizo honor al concepto griego “viajar es indispensable, vivir no lo es”. A los 15 años fue al Machu Picchu con un amigo, a los 30 se fue a vivir a una pequeña aldea en el Midí Francés donde fue el noveno habitante, y más adelante pasó seis meses conociendo la India. Fue agricultor de vendimias, albañil y en el medio de la pasión trotamundos estudió Filosofía en la Universidad de Buenos Aires.
Sus conocimientos y experiencias le valieron la profesión de guía de turismo en la capital porteña durante 30 años, además de dar clases en varias instituciones hasta que se jubiló poco antes de la pandemia. “Me formé acá y en Londres, pero no soy una académico 100%, soy un individuo que ha surcado diferentes mares; me iba a Mongolia a caballo y remando al Amazonas, porque creo que la vida se acaba en el momento en que se acaba, no es que hay una etapa de trabajo, sino que hay que seguir trabajando hasta el final y eso es lo que estamos haciendo con Joaco”, explica en diálogo con Infobae en una charla conjunta con ambos.
“Ale daba una cátedra en una institución donde yo estaba en el área de sistemas, y así lo conocí. Me hubiera encantado tenerlo de profe, hubiera sido muy divertido”, dice el joven de 23 años que es desarrollador y diseñador web. Comparten las mismas claves de humor, la ironía y la audacia de seguir su instinto cuando sienten que una idea tiene mucho potencial.
“Yo no sabía absolutamente nada de las jarras de pingüinos, es más, ni siquiera había visto una, y cuando entré a la casa de Ale vi las 150 que tenía hace dos años”, admite Joaquín. “Los chicos de mi edad tampoco las conocían, y algunos se dieron cuenta de que tenían alguna guardada en la casa recién cuando vieron el museo que armamos”, expresa. Incluso su madre se asombró cuando supo en qué proyecto estaba trabajando, pero él no tuvo dudas de que tendría éxito cuando lo lanzaran al mundo.
“Me cayó maravillosamente desde el primer día, es un ser excelente y le propuse que me ayudara a crear el museo virtual, y enseguida me dijo que sí”, cuenta Alejandro sobre el día en que nació el proyecto. Empezaron a generar el material en agosto de 2021 y en mayo de 2022 se inauguró oficialmente. “Me parece importante que siendo de dos generaciones tan dispares, porque yo le llevo 51 años a él, tengamos un lenguaje en común, que puede ser una experiencia enriquecedora a nivel cultural y rompamos con las famosas grietas de pensamiento y demostremos que podemos emprender a cualquier edad”, reflexiona.
Al combinar los conocimientos y la histriónica personalidad de Alejandro con el desembarco en las redes sociales, el resultado fueron más de 30.000 seguidores y casi un millón de reproducciones. La llegada masiva les dio la oportunidad de ampliar el público mucho más allá de coleccionistas y amantes del vino. “Nos morimos de risa cuando grabamos los videos, y eso ayuda porque salen naturales, pero implica un trabajo mutuo el pensar las ideas y subir todo el contenido tanto al museo virtual como a las plataformas”, explica Joaquín.
Ni florero ni pingüino bomba
Al primer ejemplar de la colección le puso el nombre “Lord Brown Jr.”, por la elegancia con la que está vestido y el color marrón de la cerámica. Ese fue el inicio de ir en búsqueda de más y más jarras en mercados y anticuarios, e incluso sus amigos le traían algunas cuando viajaban. Una vez le trajeron una de Alemania, que resulta ser la más antigua. Data de 1927 y su origen es de Génova, Italia.
Otra joya de la colección es la “Madame la Comtesse”, jarra art nouveau firmada por Edouard-Marcel Sandoz, escultor y pintor suizo que en los años ‘30 trabajó para Theodore Haviland, de porcelana Limoges. Lo que la hace aún más valiosa es que posee un copete como tapa, típica de las primeras jarras hechas en el campo francés.
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“Descubrí un mundo, y sobre todo que fue complejo de investigar, como todo elemento popular, es complejo porque no hay mucha documentación”, reconoce Alejandro. Había que generarla, y para eso hizo 141 entrevistas en las que recorrió desde Buenos Aires, San Antonio de Areco, la Patagonia y llegó hasta Montevideo en busca de pistas. “Un día agarré el auto y fui a Pergamino a hablar con un señor que tenía más de 300 jarras, pero de otros animales, no solo de pingüinos, y se puso re contento porque él se dedicaba a la industria deportiva y pensó que iba a consultarle algo de esa índole, pero no, yo iba por las jarras”, relata con humor.
En ese mismo tono aclara: “No es un florero, porque he visto gente que lo usa para eso, pero lo digo porque la cerámica es porosa y transpira si el líquido está más tiempo del debido, y la gente cree que está perdiendo, pero no”. Joaquín agrega que tampoco debería guardarse en la heladera por ese mismo motivo, porque no es un material apto para las bajas temperaturas y podría explotar. “¡Pingüino bomba!”, dice entre risas el profesor de Filosofía.
Se trata de una jarra de servicio para el consumo en el momento, fin para el que fue diseñada en el advenimiento de la Revolución Industrial. “Cuando yo preguntaba acá si sabían la historia de este objeto tan particular, la respuesta clásica era: ‘Ni idea’, y acto seguido empezaban a decir unos disparates totales como que venían de los vikingos, de los españoles, unas versiones desopilantes”, cuenta quien fue guía turístico durante tres décadas. Gracias a su tenacidad, encontró el verdadero origen, que fue en Francia alrededor de 1860, cuando el gobierno tomó la decisión de que la producción de vino quedara en mano de grandes bodegas y los campesinos vieron peligrar su fuente de trabajo, que era la venta de vino suelto.
Como en ese entonces la bebida pasaba del tonel al recipiente que llevaba el cliente, se consideraba una falta a la salubridad y les impusieron nuevas normas de higiene. “Ellos les propusieron vender el vino en jarras de cerámicas, bien elaboradas y con tapa, con forma de vacas, borregos, cerdos, gallos, elefantes y monos”, comenta. Diez años más tarde sucedió lo mismo en Italia, y en el período de inmigración de 1920 a 1930 los italianos trajeron algunas al país, y así llegaron a bares, bodegones y almacenes.
A fines de los ‘90 y principios del 2000 las revistas de decoración de interiores los incluían en sus producciones fotográficas, y muy pronto las mesas de los restaurantes lo incorporaron a sus mesas, además de atraer al turismo con algo pintoresco que se sumaba a la experiencia de degustar un vino argentino. En este sentido, son pocos los que no recuerdan la frase de la exitosa canción “Loco (Tu forma de ser)” de Los Auténticos Decadentes -lanzada en 1989- que reza en una estrofa: “Me tiraste el pingüino, me tiraste el sifón, estallaron los vidrios de mi corazón”.
La mezcla de curiosidad y el simbolismo de los valores que lo involucran, fue la combinación que atrajo a Alejandro a aprender lo más que pudiera del tema. “Haber visto de cerca a personas del campo en Francia me marcó porque recuerdo que el campesino que tenía una hectárea, y no el bodeguero que tiene cientos, tiene un arraigo con la tierra impresionante, que le podés ofrecer un sueldo de diez veces más plata y te dice que no”, asegura. La lucha contra las grandes empresas en tiempos de revolución para competir con Gran Bretaña, que estaba arrasando con la producción en las fábricas, lo conmovió y lo hizo pensar en un uso acorde de la colección personal, decidido a compartirla con el mundo de forma gratuita.
Remite al concepto de dialéctica de Héraclito, que hace más de 2500 años decía: “El camino hacia arriba y hacia abajo es uno y el mismo”, para hacer una analogía con su emprendimiento. “El museo busca unir dos extremos que van desde la simpleza de las jarras que representan el espíritu tesonero de la inmigración y simbolizan la rusticidad de los primeros vinos argentinos, con la excelencia y prestigio que hoy han alcanzado”, remarca.
En 19 años de búsqueda constante adquirió todo tipo de formas, colores y tamaños, dando un total de 262 jarras exhibidas en seis salas clasificadas en cuatro categorías: “Pulgarcito”, “Davides”, “Guliverinos” y “Goliates”. Las más pequeñas miden ocho centímetros, mientras que las más grandes alcanzan la capacidad de tres litros.
En la primera sala se muestra el contraste de la de mayor altura con las demás, mientras que en la segunda el foco está puesto en la variedad de diseños y tonalidades, a diferencia de las clásicas blancas o marrones. La siguiente se centra en los materiales con los que fueron hechas, desde cerámica, porcelana, vidrio, plástico y metal.
La cuarta contempla la vestimenta de los pingüinos, y la cinco los reúne por pareja o familia. La última tiene como título “Futurismo”, con ejemplares de avanzada que proponen reversiones del clásico. Por supuesto que lo filosófico no escapa a cada texto incluido en las descripciones, bajo la pluma de Alejandro: “Por qué gozar el momento? Porque el presente es lo único que tenemos; porque en cada hoy se juega todo, porque todo lo demás es nostalgia o ilusión; porque solo tiene futuro quién verdaderamente ha gozado el pasado”.
A todo este catálogo virtual, que no está a la venta, sino que son de exposición, se suma la reciente tienda virtual donde los interesados pueden adquirir las “jarras Malbec” de diferentes colores que diseñaron y llevan el logo del museo.
“Lo que se recauda con esas ventas es para que el museo siga siendo gratuito, y para conseguir más para abrir más salas en el futuro, porque esto es infinito”, proyecta Alejandro. Y continúa: “En este momento estamos produciendo un libro, que era uno de los sueños y ahora se va a hacer realidad, pero lo que nos falta concretar y nos encantaría es que se transforme en museo físico, a donde la gente pueda venir en persona”.
Anhelan que alguna bodega o alguna institución los convoque para desplegar toda la capacidad educativa y cultural que tienen para ofrecer. “La experiencia virtual está muy buena como acercamiento, pero hay muchísimas cosas para aprovechar, siendo piezas únicas, porque ninguna está repetida, y tenemos seis que son artesanías hechas especialmente para el museo; a su vez podría haber concursos de dibujos de pingüinos para los más chicos, introducirlos también en temas de ambientalismo, de saber qué es la Patagonia, y que entre Chile y Argentina concentramos el 60% de los pingüinos en el mundo”, enumera.
Hace referencia al refrán “Roma no se construyó en un día”, y guarda esperanza en que es cuestión de perseverancia. “En muy poco tiempo ya hemos logrado grandes cosas, así que no tengo dudas de que va a ser un éxito cultural cuando ocurra, y que va a generar actividades muy creativas”, sentencia. Con el humor que los caracteriza, confiesan que a veces charlan sobre qué harían si de pronto este emprendimiento empieza a decaer y no lo pueden sostener.
“Siempre decimos que nos iríamos a Islandia, donde yo estuve un mes, y es un país increíblemente maravilloso, que tiene la misma cantidad de población de San Isidro, donde estamos ahora, así que ahí podemos abrir un ‘Pinguin bar’ y servir todo en las jarras de vino”, cuentan. Y si sueñan todavía un poco más, e imaginan la posibilidad de tener varias sucursales, fantasean con que sería asombroso tener una en el Norte y otra en Tierra del Fuego.
“¿Y por qué no en la Antártida? Así la gente que llega en cruceros podría visitar el museo y aprender mucho del tema”, agrega con entusiasmo Alejandro. La dinámica entre ambos se mantiene hasta el final de la entrevista, en una retroalimentación constante de ideas, buena onda y la admiración mutua por la actitud optimista con la que cada uno afronta la vida.
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