Unos años atrás, el pintor Gustavo Massó tuvo una audiencia privada con el Papa Francisco. Es conocido como El Pintor del Papa porque le ha llevado varias de sus obras. En esa ocasión le dio un cuadro con la imagen de Borges. Después de explicarle el significado de la pintura, le dijo que tenía una sorpresa. Le entregó una escultura. Era la mano de una mujer. La obra de arte estaba acompañada por un audio que con fondo de música de Mozart reproducía un mensaje de audio. La voz de una mujer, que el Papa reconoció de inmediato, decía: “Mirá que me gustaría estar con vos y abrazarte. Creeme que estamos abrazados. A pesar de las distancias estamos muy abrazados”. Era María Elena que le hablaba a su hermano. Mientras escuchaba el mensaje, Jorge, que en ese momento dejó de ser Francisco (y hasta se enojó un poco con su otro yo por estar tan lejos de sus afectos), casi sin darse cuenta, acariciaba y apretaba la mano esculpida al tiempo que unas lágrimas caían de sus ojos. La escultura, que reproduce la mano de María Elena, está sobre el escritorio del Papa.
El 13 de marzo de 2013, María Elena Bergoglio estaba pendiente de la elección del Papa casi como cualquier otra persona del mundo. Su hermano estaba en el cónclave pero ella tenía la convicción de que no sería elegido. Eran muchos los argumentos. Nunca había habido un Papa de Latinoamérica. Pero principalmente, ella conocía a la perfección lo que había sucedido en la elección anterior. Se lo había contado su hermano Jorge, en alguna tarde de confidencias. Después de sacar 40 votos en una de las votaciones y con los sufragios muy divididos y la elección trabada, Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, pidió en un discurso emotivo que no lo votaran y que se inclinaran por el cardenal Ratzinger. Creyó que ya no volvería a tener la oportunidad. Tenía 76 años y estaba planeando su retiro.
Cuando viajó a Roma, María Elena supuso que se trataba de otro viaje más de Jorge. Que en una semana a lo sumo dos volverían a verse, a conversar, a abrazarse. Esa tarde, mientras veía la televisión, como todos esperó con expectativa cuál era el nombre elegido después que saliera humo blanco de las chimeneas del Vaticano.
Cuando escuchó el nombre de su hermano, por unos segundos creyó haber escuchado mal. Tardó en darse cuenta de que Jorge ya no sería más Jorge. Que de ahora en adelante sería Francisco. “Cuando dijo ‘Jorge Mario’ yo ya no escuché más nada, no escuché ni el apellido, ni el nombre que había elegido: me largué a llorar como loca, porque era algo que no esperaba. Ahí empezó el vértigo, o como yo defino, me arrasó el tsunami. Es una noticia que no se digiere tan rápido y tan fácil. Yo supongo que con el tiempo sí, voy a ir logrando entender que Jorge es Francisco y que Francisco es Jorge”, dijo al día siguiente, todavía conmocionada
Antes de que su hermano apareciera por primera vez ante el mundo como Francisco, María Elena estaba muy nerviosa: “Sólo podía pensar: ‘Pobrecito’. Pero cuando lo vi salir Al balcón, me tranquilicé. Lo vi emocionado y feliz”.
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El día de la ceremonia de asunción, María Elena acordó con su hermano no viajar. Se juntó a la madrugada con sus dos hijos y sus respectivas parejas para seguir el evento por televisión. No pudo parar de llorar en toda la ceremonia.
Esas jornadas de hace diez años, las que siguieron al anuncio de que había un Papa argentino, fueron frenéticas para la María Elena. Los medios rodeaban su casa en Ituzaingo. Móviles radiales y televisivos la asediaban para conseguir una declaración. Ella los atendió. Fumaba un cigarrillo tras otro mientras con serenidad, pese al cansancio las emociones abruptas, respondía las preguntas de los periodistas.
Apenas su hermano fue nombrado Papa, ella, ente los periodistas, sin impostación, expresaba preocupaciones casi maternales. Se preguntaba, por ejemplo, quién le iba a preparar el equipaje con la ropa que había dejado en la Argentina; aunque rápidamente se respondía a sí misma que ese no sería un gran problema porque su hermano Jorge nunca había tenido demasiadas cosas. La atribulaba que las presiones y el trabajo constante debilitaran su salud. Y bajando la vista, aventuraba algo que se terminó haciendo realidad. Tal vez no se volverían a ver, tal vez no podrían abrazarse de nuevo.
Durante los primeros días estuvo preocupada. Por un lado pensaba en la salud de su hermano, en los viajes, las audiencias, las negociaciones secretas, las presiones, los millares de requerimientos que debe atender un Papa. Por el otro no conseguía hablar con él. Entre los llamados que entraban al teléfono de su hogar desde todo el mundo para obtener alguna declaración suya, la diferencia horaria y las nuevas ocupaciones de Jorge, tardaron algunas jornadas en poder hablar por teléfono.
Dos días después, sonó por enésima vez el teléfono de su casa. Su hijo José atendió con algo de desgano. Hacía 48 horas que llamaban sin solución de continuidad periodistas y allegados a los que no veía hacía años. Pero en esa ocasión fue diferente. El joven atendió casi sin escuchar a su interlocutor. Del otro lado escuchó un saludo enfático. Preguntó quién hablaba. “Soy yo, Jorge”, dijo el nuevo Papa desde el Vaticano. Marta corrió y tomó el auricular.
Al principio hablaron uno encima del otro, atravesados por la emoción y el afecto. Después, (el ahora) Francisco le pidió que avisara al resto de la familia que estaba muy bien pero que no iba a poder llamar a todos porque “de otra manera voy a fundir al Vaticano”.
El padre de ambos murió joven, a los 51 años. Jorge era el hermano mayor de cinco hijos. María Elena, la menor, tenía casi doce años menos. “Los periodistas me piden todo el tiempo que cuente cómo era él en la infancia, que les relate anécdotas de ese tiempo. Pero para mí es imposible porque no lo viví, yo llegué mucho después”. Ante tanta diferencia de edad, el hermano menor siempre ve al mayor como de más edad de la que en realidad tiene, viviendo en un mundo ajeno. En la familia Bergoglio la situación se acrecentó tras la ausencia del padre. Jorge se encargó de cuidar a María Elena, fue muy protector con ella. El rol mutó de fraternal a paternal.
Los otros tres hermanos Bergoglio (Alberto Horacio, Oscar Adrián y Marta Regina) murieron antes de que Jorge se transformara en Francisco. De su generación sólo quedan vivos tres familiares directos del Papa: María Elena y dos primas italianas que viven en dos pueblos diferentes de la región del Piamonte. El año pasado Franca Rabezzana cumplió 90 años y Francisco se acercó a saludarla. Cerca de allí, en Tigliole, vive la otra prima, Deli Gali.
Alguna vez María Elena recordó que su hermano mayor se dedicaba a enseñarle malas palabras a los sobrinos, uno de ellos también llamado Jorge. Era una especie de juego que los divertía pese a que ella lo censuraba. Tío y sobrinos se reían a carcajadas cada vez que alguna de esas palabrotas salían a la luz y veían la cara de enojo de ella. Pero alguna vez, la situación se le volvió en contra al futuro Papa. Mientras daba una misa en la iglesia del Salvador, ante una concurrencia nutrida con varios integrantes de la jerarquía eclesiástica, en el momento que Bergoglio, en ese entonces obispo, se disponía a comenzar la homilía, se escuchó con claridad el grito de su pequeño sobrino, que a manera de saludo a su tío, disparó un contundente insulto, que quedó retumbando entre las paredes y los techos altos de la iglesia. Al terminar la ceremonia, Bergoglio se acercó a saludar a su familia en medio de las carcajadas que le ocasionaba el recuerdo de la participación de su sobrino en la ceremonia y de las caras de escándalo de los que estaban en los primeros bancos.
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Si de algo se encargó siempre ella mientras habló con los periodistas fue de resaltar la humanidad del Papa. Su cercanía, lo afectuoso que siempre fue con ella y sus hijos y en especial su sentido del humor, recordando las bromas que hacía en las situaciones familiares. Remarcaba que tenía un gran repertorio de chistes de curas. Y le daba importancia al factor genético: su padre era muy gracioso y ella suponía que se había transmitido el don a la siguiente generación.
Durante los primeros días del papado, se reavivó una vieja polémica, antes sólo argentina pero ahora mundial. Algunos acusaban al flamante Papa de haber sido cómplice de la Dictadura Militar. María Elena con su franqueza y su estilo directo abordó la cuestión: “Yo tengo la tranquilidad de conciencia de que mi hermano no participó en eso. Por el contrario, sé que ayudó a salvar a mucha gente”. Y repetía el pedido de su hermano: “Recén por él”.
Pocos meses después de que Jorge se convirtiera en el Papa Francisco, María Elena tuvo severos problemas de salud. Estuvo internada un largo tiempo. Esa fragilidad impidió que en estos años ella pudiera viajar a Roma a reencontrarse con su hermano: los médicos creen que el viaje afectaría demasiado su estado y temen a los efectos de la emoción e intensidad del encuentro. Francisco estuvo muy pendiente de su estado. En algunos diarios se llegó a decir que podía viajar a Argentina para visitarla.
En el último tiempo, la salud de la mujer decayó. Está recluida en una institución religiosa de la Zona Oeste de la Provincia de Buenos Aires al cuidado de monjas. A raíz de esto se instaló un rumor que varias personas suelen repetir con certeza, pero bajando la voz. Algunos dicen que el Papa Francisco viajó de incógnito al país para visitar y abrazar a su hermana. A esta altura el rumor mutó en leyenda. Tiene un elemento que le da verosimilitud. El amor fraternal indestructible entre Jorge y María Elena.
Uno de los hijos de María Elena, José, tiene una fundación que lleva de nombre la frase que el Papa le dedicó a los jóvenes en una de sus primeras apariciones, ese mandato pícaro: “Hagan lío”. Hace obras benéficas y asistenciales en el conurbano bonaerense centrándose en personas en situación de vulnerabilidad. Otro de sus sobrinos, hijo de su otra hermana, José Luis Narvaja es sacerdote jesuita y difunde los mensajes de Francisco.
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