Hoy Manuel Belgrano sería una rara avis en el universo político. Cuando fue vocal de la Primera Junta, con los recelos entre los secretarios y vocales que cobraban 3 mil pesos mientras que el presidente Cornelio Saavedra recibía 8 mil, usaba la calesa que había sido del virrey Cisneros y su esposa era acompañada por escolta, Belgrano desistió de recibir un sueldo. Como jefe del Regimiento de Patricios, se bajó el salario a la mitad. En el Ejército del Norte, ofreció desprenderse de una parte, “siéndome sensible no poder hacer demostración mayor, pues mis facultades son ningunas y mi subsistencia pende de aquél, pero en todo evento sabré también reducirme a la ración del soldado, si es necesario, para salvar la justa causa que con tanto honor sostiene Vuestra Excelencia”.
Su historia de desprendimientos no terminaría allí. En 1813 donó la abultada suma de 40 mil pesos, que equivalía a ochenta kilos de oro.
Ya no pertenecía a una tan próspera familia, de padre dueño de una considerable fortuna. Formado en leyes, se jugaba su prestigio en el Ejército del Norte como general formado a los ponchazos y estaba por hacer frente a una importante fuerza española que avanzaba y amenazaba.
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Era difícil seguirle el paso en la calle y menos hablarle porque casi corría. Era de las personas que poco o nunca descansaban. A sus 43 años, ya era un hombre acostumbrado a los esfuerzos. Tenía sobre sus hombros la campaña militar al Paraguay y estaba en una misión casi imposible: reorganizar el ejército, levantar la moral de la tropa y vigilar de reojo a la oligarquía norteña que junto con miembros de la iglesia, mantenían contactos con el enemigo. Arrastraba problemas de salud: sufría de reuma, tenía una fístula en un ojo y padecía problemas digestivos, que en las vísperas de la batalla de Salta, le hizo vomitar sangre. Se indigestaba con facilidad y en el norte contrajo paludismo.
Había llevado adelante con éxito lo que pasó a la historia como el “éxodo jujeño”, una estrategia de tierra arrasada para que el enemigo no tuviera dónde abastecerse. Desobedeció la orden del Primer Triunvirato de continuar su marcha hacia Córdoba y así salvar al ejército. Haciendo oídos sordos a la insistencia del gobierno a que abandonase el norte, permaneció en Tucumán, donde en septiembre de 1812 en una trabajosa batalla derrotó a los españoles, y lo volvería a hacer en febrero del año siguiente.
Para la revolución, lo que ocurrió en Salta fue un golpe anímico de proporciones. Desde fines de enero de 1813 sesionaba la Asamblea General Constituyente que buscaba declarar la independencia y dictar una Constitución, la famosa Asamblea del Año XIII. Cuando a fines de febrero se conoció el triunfo en la provincia del norte, fueron días y noches de festejos y homenajes.
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El triunfo acaparó la sesión del viernes 5 de marzo. “Los guerreros vencedores de Salta han defendido con honor y bizarría los sagrados derechos de la patria, haciéndose beneméritos de su gratitud en alto grado”, declararon. Se votó la confección de un escudo “a los bravos del 20 de febrero” en premio a su valor, para los oficiales y soldados distinguidos en ese combate.
En la reunión del día siguiente, se aprobó una partida para realizar los festejos correspondientes por esa batalla. Por una moción de José Fermín Sarmiento, representante por Catamarca, todos estuvieron de acuerdo con la construcción de un monumento, cerca del campo de batalla.
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El lunes 8 de marzo, los diputados acordaron que “el ciudadano Belgrano ha cumplido con sus deberes”, y como reconocimiento de sus servicios se le obsequiaría un sable con guarnición de oro, con la inscripción “La Asamblea Constituyente al benemérito General Belgrano” y una medalla.
Además, se lo premiaría con cuarenta mil pesos, que se obtendrían de la venta de fincas pertenecientes al Estado. Una fortuna para la época, equivalentes a unos ochenta kilos de oro.
El 31 de marzo Belgrano le comunicó por carta al gobierno que destinaría ese dinero a la construcción de cuatro escuelas. En Tucumán ya había fundado una destinada a enseñarles a leer y escribir a sus soldados.
Dispuso que dichos establecimientos se levantasen en Tarija, Jujuy, Tucumán y Santiago del Estero. Tan entusiasmado estaba que elaboró un reglamento para dichas escuelas, en donde no dejó ningún detalle al azar.
El reglamento, de 22 artículos, lleva fecha del 25 de mayo de 1813. Con el rédito anual de 500 pesos, 400 irían para el sueldo del maestro y los cien restantes a la adquisición de pluma, papel, tinta, libros y “catecismo para los Niños de Padres pobres que no tengan como costearlo”. En caso de generar un ahorro, se destinaría a premios para estimular a los jóvenes.
El Cabildo sería el encargado de publicar la convocatoria a los postulantes a maestros, que debían demostrar su idoneidad para el cargo. En la elección participará el Procurador de la Ciudad, el vicario eclesiástico y los vocales.
Belgrano imaginó que en esas escuelas se debía enseñar a leer, escribir y contar. Se estudiaría la gramática castellana y religión con los textos de Astete, Fleuri y el compendio de Pouget. Además, se debían impartir los primeros rudimentos sobre “el origen y el objeto de la sociedad, los derechos del hombre en ésta, y sus obligaciones hacia ella, y al Gobierno que la rige”.
Los alumnos -que estarían obligados a ir con su maestro a la iglesia los domingos de renovación y en los días de rogaciones públicas, además de ir a misa todos los días- deberían someterse, cada seis meses, a exámenes públicos.
Los alumnos debían presentarse debidamente aseados y correctamente vestidos, y no se permitiría que algunos vistiesen ropas lujosas. No debía haber diferencias entre ellos.
En las fiestas como es el aniversario del 25 de mayo, la del patrono de la ciudad y otras, el maestro debía ocupar un sitial de prestigio junto a otras autoridades, “reputándosele por un Padre de la Patria”.
Debía inspirar a sus alumnos “amor al orden, respeto a la Religión, moderación y dulzura en el trato, sentimientos de honor, amor a la verdad y a las Ciencias, horror al vicio, inclinación al trabajo, despego del interés, deprecio de todo lo que se diga profusión, y lujo en el comer, vestir y demás necesidades de la vida, y un espíritu nacional, que les haga preferir el bien público al privado, y estimar en más la calidad de Americano que la de Extranjero”.
Las escuelas funcionarían de octubre a marzo de 7 a 10 y de 15 a 18; y desde abril a septiembre de 8 a 11 y de 14 a 17 horas.
Contempló hasta los días de asueto. Serían el 31 de enero, el 20 de febrero, el 25 de mayo, el día del maestro, y los jueves por la tarde. Tanto las mañanas de los jueves como las tardes de los sábados se destinarían al estudio del catecismo.
Eran tiempos en que eran habituales los castigos corporales. Belgrano determinó que ningún alumno podía recibir más de 6 azotes, y solo por hechos gravísimos “o de mala consecuencia para la juventud”, se podían dar hasta 12. El castigo se debía impartir fuera de la vista de los demás jóvenes.
Ante el caso de que un chico fuera considerado incorregible, podía ser expulsado, previa consulta con el Alcalde de Primer voto, del regidor más antiguo y del vicario de la ciudad.
Los Ayuntamientos debían realizar visitas semanales a las escuelas para controlar su funcionamiento.
De esos 40 mil pesos, el gobierno solo envió a los regidores de los pueblos donde se levantarían las escuelas el dinero del sueldo del maestro y una suma para la compra de útiles.
Pero Belgrano no llegaría a verlas.
Sin esperar los fondos del Estado, la de Jujuy comenzó a funcionar en 1813 hasta1815, cuando el el avance del ejército español obligó a cerrarla. El Cabildo la reabrió en 1825 pero duró solo tres años por las guerras civiles. Volvería a inaugurarse en 2004. Se llama “Legado Belgraniano”, lleva el número 452 y funciona en el barrio Campo Verde, en el este de San Salvador de Jujuy.
La de Tarija –”Unidad Educativa General Manuel Belgrano”- que en los tiempos en que Belgrano decidió la donación pertenecía a Salta, se construiría en 1974 en el barrio Villa Fátima, con fondos del gobierno argentino.
La de Tucumán –”Escuela de la Patria” empezó a dar clases en 1998. Con los años se descubrió documentación que revelaba la existencia de los fondos donados por el creador de la bandera, pero habían pasado demasiado tiempo. Varios gobiernos se comprometieron a solucionar la cuestión. Funciona a unas diez cuadras de la Casa Histórica, donde se declaró la independencia.
Por último, la de Santiago del Estero decidieron levantarla con fondos provinciales en 1822, cerró cuatro años después y reabrió en el 2000.
Belgrano conservó hasta su último día de vida el sable y la medalla que le habían obsequiado. Nunca se imaginó que esas cuatro escuelas demorarían más de un siglo en abrir sus puertas. Demasiado tiempo para un hombre al que era difícil seguirle el paso.
Fuentes: El Redactor de la Asamblea (1813-1815) Edición facsimilar;
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