El 25 de diciembre, el papa Francisco dio voz a una preocupación que está en la mente de muchos: “Nuestro tiempo está experimentando una seria falta de paz”. Parecen palabras obvias, pero desde su posición única en el mundo, este argentino que hace una década lidera la Barca de Pedro amplifica las vicisitudes que el mundo está experimentando.
Es urgente recobrar la paz y reducir los escenarios de guerra.
Cuando el papa Francisco aboga por la paz, no está pensando solamente en Ucrania- aunque sus constantes llamados por el fin de la guerra en Europa son solo menospreciados por los observadores casuales, que no entienden de diplomacia vaticana y encuentran más accesible criticar desde la ignorancia que profundizar sus conocimientos. Desde el inicio de su pontificado lo escuchamos denunciar una tercera guerra mundial a pedazos.
Entre febrero de 2014 y septiembre del año pasado tuve la oportunidad de visitar más de 30 países viajando con el papa Francisco como periodista para un medio de Estados Unidos. Esto significó para mí un lugar privilegiado desde el cual observar esta triste guerra.
Lo hice desde Irak, país al que viajé en 2014, cuando recién empezábamos a hablar de ISIS; en 2017, cuando hablamos de su caída; y en 2021, cuando Francisco hizo historia al convertirse en el primer papa en pisar esta tierra, regada con la sangre de mártires cristianos, víctimas del genocidio perpetrado por el Estado Islámico, donde fueron perseguidos ya desde los tiempos de Cristo.
Hizo historia también durante su visita a Israel, Jordania y Palestina, durante la cual realizó fuertes llamados al diálogo y la paz, que reiteró en una cumbre sin precedentes en los jardines vaticanos meses después, con los líderes civiles de ambos países.
En Colombia, el eje del viaje fue el tratado de paz que puso fin a la guerra civil más longeva de la era moderna, y en Myanmar la creciente represión por parte de los militares contra los Rohingya.
Pero en ningún lugar esta guerra a pedazos es tan real como ignorada por la comunidad internacional como en África.
Viajes al continente olvidado
En Mozambique, los periodistas curtidos nos emocionamos hasta las lágrimas cuando, en un estadio repleto de jóvenes cristianos, hindúes y musulmanes -cuyos padres se asesinaron mutuamente en un violento conflicto-, el grito de paz era ensordecedor, si se me permite el cliché.
Cuando viajamos a la República Centroafricana escribí sobre la guerra civil entre los seleka y los anti-balaka, que dejó miles de muertos, 600.000 desplazados y que, durante la visita en 2015, la situación era tan violenta que se hablaba de un genocidio como el de Ruanda.
Desde Egipto escribimos sobre la creciente violencia durante un viaje que ocurrió poco después de un ataque terrorista en dos iglesias coptas. La estabilidad de Egipto, siempre enclenque, tiene un papel equilibrante en la región similar al de Líbano: si estos países caen, la región se enciende como pólvora.
Desde Marruecos escribimos sobre la violencia que sufren los millones de migrantes de toda África que se desplazan hacia el norte huyendo de la violencia, de la persecución y el hambre, con la esperanza de cruzar a una Europa que los espera con alambres de púa y metralletas.
Mientras el papa estaba en la República Democrática del Congo este año, cincuenta jóvenes fueron violentamente asesinados a pocos kilómetros de la capital de Sudán del Sur, país que visitó días después, mientras las últimas víctimas de la violencia que lleva décadas, y se ha cobrado más de 400.000 vidas, fueron enterradas.
Generaciones enteras de Sudán del Sur no conocen otra cosa que la guerra: hace tres décadas empezaba la guerra por la independencia de Sudán y, en la actualidad, políticos corruptos guían al pueblo en una matanza descarnada que es solo posible gracias a la presencia de armas desechadas por el “mundo civilizado.”
Pero durante sus viajes a África, Francisco toma la decisión consciente de no sólo visitar lugares marcados por la violencia y denunciar la corrupción local y extranjera, sino también advertir sobre el impacto del clima extremo que causa cada vez más hambre en este continente, con situaciones de sequía e inundaciones casi sin precedentes y exigir que se gaste menos dinero en armas y más en comida. Desde este continente olvidado por todos menos por los cazadores furtivos, traficantes de armas y multinacionales que buscan explotar sus recursos, el Papa también dirigió los reflectores a situaciones que generan esperanza.
Esto se debe a que, lejos de la respuesta prefabricada de las modelos que compiten por el título de Miss América -que cuando hablan de sueños piden por la paz mundial- cuando Francisco habla de la necesidad de paz no se refiere simplemente a la ausencia de balas y bombas. Su llamado es aún más profundo: busca el fin de la violencia en todas sus formas, desde los abusos a menores por parte del clero ante los que ha pedido tolerancia cero hasta el combatir la pobreza estructural que no es generada por los habitantes de las naciones sino por sus líderes- y quienes lideran otros países.
La voz de los que no tienen voz
En este sentido, sus viajes a África, cinco en total, trazan un claro camino sobre la visión que tiene Francisco en términos de paz. Como cristiano, está convencido de que si entendiéramos que los siete mil millones de habitantes del mundo tenemos una dignidad intrínseca que nos ha sido dada por ser hijos de Dios, no podríamos no escandalizarnos hasta la acción por las injusticias y opresiones evidenciadas en este continente.
Cuando está en África, el papa Francisco elige lugares que necesitan una voz, no solo para hablarle al mundo de los sufrimientos que las personas están padeciendo sino también para recalcar los muchos dones que podrían compartir con la humanidad si nos bajáramos de la nube y apreciáramos la alegría, la fe y la resiliencia de, por ejemplo, la gente de Madagascar. Lo que vivimos en Antananarivo, capital de uno de los países más pobres del mundo, cuando visitamos la obra del misionero argentino Pedro Opeka es el ejemplo más evidente de la voluntad de superación de este pueblo. Y lo que se puede lograr si quienes buscan combatir la pobreza lo hacen por amor al prójimo y no pensando en las próximas elecciones.
Akamasoa, la “ciudad de la amistad”, fue construida por este sacerdote, que sacó de la miseria a más de 5.000 familias-no todas cristianas- ayudándolos a construir casas dignas, brindando a los niños una educación de calidad y promoviendo la cultura del trabajo. El proyecto ejemplifica lo que dice Francisco cuando denuncia que la ayuda humanitaria- o los préstamos de fondos internacionales- que llevan una etiqueta ideológica acompañando el cheque, oprimen y generan más violencia. (Que un joven llamado Gastón Vigo esté recreando este proyecto de comunidad que es Akamasoa en Lima, Buenos Aires, debería inspirar a todos los argentinos.)
“¡La pobreza no es inevitable!”
Opeka, con el pelo blanco como la leche, una barba parecida a la que Coca Cola le inventó a Papá Noel y una sonrisa contagiosa que le llega a los ojos a pesar del sufrimiento del que han sido testigos, lleva más de 50 años en Madagascar.
En 1989 pidió ser trasladado a Antananarivo porque no podía soportar la pobreza que estaba presenciando en las zonas rurales de Madagascar. En la gran ciudad, descubrió que las cosas eran aún más espantosas, con la gente viviendo, y muriendo, en un basural.
En lo que fue un vertedero hay ahora unas 5.000 casas de ladrillo, todas con los mismos planos de construcción y tejados puntiagudos, pero cada una distinta, con ventanas pintadas de colores diferentes y flores adornando las paredes: “¡La pobreza no es inevitable!” dijo Francisco, ante un mundo que lo mira, pero no lo escucha.
La mirada hacia la periferia
Visitando Marruecos y Egipto, dos países de clara mayoría musulmana, Francisco empezó a forjar su histórica declaración sobre la fraternidad humana, firmada por muchos de los líderes religiosos más importantes del mundo en Abu Dhabi en 2019. Con una fuerte condena contra la violencia perpetrada en nombre de Dios, el documento tiene un increíble potencial para fortalecer el diálogo entre religiones no sólo a nivel de teólogos, sino entre la gente común.
Pero fue durante su primera gira en África, allá por 2015, cuando visitó Kenia, Uganda y la República Centroafricana, que Francisco sentó las bases de su esperanza para este continente. En efecto, el viaje permitió a Francisco cumplir posiblemente sus dos ambiciones personales más sentidas: hacer de las periferias del mundo el centro de la Iglesia y centrar la Iglesia en la misericordia de Dios.
En términos concretos, tanto los temas como el itinerario de sus paradas en Kenia, Uganda y la República Centroafricana se centraron en las causas sociales y políticas que caracterizan a este papa y su visión de la paz: la “desmilitarización del corazón”, los pobres, el medio ambiente, el diálogo interreligioso, la reconciliación, los enfermos y los jóvenes.
No esquivó temas polémicos, como la corrupción, “un camino hacia la muerte”. La Unión Africana calcula que la corrupción cuesta al continente 150.000 millones de dólares al año, aproximadamente siete veces el total de toda la ayuda exterior que los países desarrollados proporcionan a África.
Pero por encima de todo, la misericordia fue un estribillo constante, ya que hacia finales del viaje se dio el gusto de inaugurar el jubileo extraordinario de la misericordia abriendo las puertas de la catedral de Bangui, capital del tercer país más pobre del mundo.
Recorriendo las zonas marginadas de África -o de las villas de Buenos Aires cuando era Jorge Mario Bergoglio-, el arzobispo primado de la Argentina, tan odiado como ignorado por los políticos- Francisco ha encontrado vecinos que se ayudan y cuidan mutuamente. Esto es, como tantas veces ha denunciado, cuando no son empujados ideológicamente a la violencia por líderes corruptos y armados con metralletas de Rusia y Occidente. O al consumo de drogas que circulan libremente en barrios porteños- de Ciudad y provincia- hoy zonas liberadas, controladas por el narcotráfico.
La gente de esos lugares vive los valores de la solidaridad y el apoyo mutuo, aunque “no coticen en bolsa”, explicó el Papa durante su visita al barrio marginal de Kangemi, en Nairobi. Han sido olvidados por una “sociedad opulenta, anestesiada por el consumo desenfrenado”, denunció.
Francisco destacó la difícil situación de los excluidos del mundo un día después de visitar la oficina de la ONU en Nairobi para hacer un llamamiento a los líderes mundiales por esos días reunidos en París para que lleguen a un acuerdo para hacer frente al cambio climático.
El papa siempre busca vincular el cuidado de la creación de Dios con la protección de los marginados y excluidos. Esto puede verse claramente en África, un continente cuyos recursos naturales han sido saqueados durante tanto tiempo por élites que prestan poca atención a las necesidades de la gente corriente. El hecho de que Francisco interpelara a los líderes mundiales, que abordara el cambio climático durante su visita a África no pasó desapercibido en su momento. Este hombre considerado clave en el acuerdo firmado en París decidió cambiar la foto de grupo a la sombra de la Torre Eiffel para exigir a los poderosos del mundo justicia desde el continente más impactado y menos responsable por el cambio climático.
El papa de las periferias, como suelen llamarlo, dirige los reflectores del mundo en regiones que son habitualmente ignoradas o explotadas no solo porque cree que el mundo puede-y debe- prestar atención y ayudar. Lo hace porque sabe que la paz que se construye sobre escombros vale de poco. Y porque entiende que quien está económicamente cómodo pero es espiritualmente pobre tiene mucho que aprender de África si queremos construir una paz duradera.
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