Dicen los que lo conocieron que el negro Carrillo era feo, pero usaba su inteligencia, su talento y su variadísima cultura para caerle muy bien a las mujeres. Era “un santiagueño de aquellos”, distraído, olvidadizo, reconcentrado en sus pensamientos. Y muy talentoso.
De una memoria extraordinaria y fotográfica, es considerado el padre del sanitarismo en la Argentina. Fue un destacado neurólogo y neurocirujano, que impulsó una fuerte transformación en la salud pública del país, creando instituciones sanitarias gratuitas y permitiendo así una mayor equidad en la atención médica.
Había nacido en Santiago del Estero el 7 de marzo de 1906, en una casa ubicada a dos cuadras de la Plaza Libertad. Fue el mayor de 11 hermanos, de padre diputado y periodista y de mamá ama de casa.
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Bachiller adelantado, a los 18 años ingresó a la Facultad de Medicina de la UBA y tres años después era practicante en el Hospital de Clínicas. A los 23 años se recibió de médico con medalla de oro y su tesis doctoral fue premiada.
Becado al exterior, durante tres años investigó sobre esclerosis cerebral y la polineuritis experimental. A su regreso, organizó el laboratorio de Neuropatología del Instituto de Clínica Quirúrgica. En 1942 fue designado profesor titular de Neurocirugía en la facultad de Medicina, donde llegaría a ser decano interino en 1945. Implementó nuevas técnicas de diagnóstico neurológico y fue uno de los precursores de la tomografía computada.
Se nutrió del nacionalismo de la década del 30 y fue amigo de los hermanos Discépolo y de su coprovinciano Homero Manzi.
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Cuando se hizo cargo del servicio de neurología del Hospital Militar Central, tuvo acceso a los exámenes que se le efectuaban a los hombres que ingresaban al servicio militar, y comprobó las deficientes condiciones físicas de los que venían de las provincias más pobres. Ni qué hablar del número de camas en hospitales por habitantes. Las internaciones se nucleaban solo en las grandes ciudades.
En 1946 se casó con Susana Pomar, una chica de 21 años que vivía en Castelar. El tenía 40, se habían conocido siendo él profesor y ella alumna. Sus padrinos fueron Perón y Evita.
Trabajando en el Hospital Militar Central conoció a Perón cuando fue trasladado desde la isla Martín García, en ese tormentoso mes de 1945. Ya había habido algunos contactos previos cuando Ricardo Guardo -quien sería presidente de la Cámara de Diputados- fue a ver al entonces Secretario de Trabajo y Previsión junto a Carrillo y a otros colegas de Medicina para lograr mejoras edilicias del edificio de la facultad. Ahí surgió la idea del Centro Universitario Argentino, que funcionó en la calle Florida, en un local prestado por FORJA, frente a la sede del diario La Nación.
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Cuando Perón llegó a las 6:45 al hospital, Carrillo lo acompañó al quinto piso, donde se alojaría. Los vieron hablando unos minutos y el militar le encargó le hiciera llegar a Eva y a Velazco dos cartas.
Carrillo se integró al gobierno que asumió el 4 de junio de 1946 junto a Héctor J. Cámpora, Edmundo Sustaita Seeber, José Arce, Jerónimo Remorino, Manuel Fresco y José Emilio Visca, entre tantos otros, nucleados en el Partido Independiente, cuya cabeza era el general Filomeno Velazco.
Perón le dijo: “Mire Carrillo, me parece increíble que tengamos un ministerio de Ganadería que se ocupa de cuidar a las vacas y no haya un organismo de igual jerarquía para cuidar la salud de la gente”.
Junto a Ramón Cereijo, Oscar Nicolini y José María Freire, Carrillo era del grupo de ministros de confianza del presidente.
Construyó un canal directo con el primer mandatario, sin intermediarios. Al año siguiente presentó el Plan Analítico de Salud Pública, un mamotreto de 4000 páginas en el que hacía un diagnóstico de la salud en el país y que proponía líneas de acción. “Tengo un sistema de salud para el futuro”, anunció.
Se elevó la secretaría de Salud al rango de ministerio. Creó los Centros de Salud, pequeñas unidades asistenciales ubicadas en barrios. Empezó con 50 y prometió llevar el número a 400. Calculaba que cada centro podría atender a 20 mil personas. Crearía 104 centros y 53 institutos médico-asistenciales. Durante su gestión, se crearon cientos de establecimientos.
“No puede haber medicina sin medicina social”, sostenía en su obra “Teoría del hospital”, editada en 1951.
Cuando logró erradicar el paludismo, convirtió al servicio nacional de lucha antipalúdica en lucha antituberculosa.
Fue ministro durante ocho años. En esos años se construyeron 21 hospitales con una capacidad de 22.000 camas. En colaboración con la Fundación Eva Perón, se levantaron policlínicos en Avellaneda, Lanús, San Martín, Ezeiza, Catamarca, Salta, Mendoza, Jujuy, Santiago del Estero, San Juan, Corrientes, Entre Ríos y Rosario.
Mantuvo una relación entre conflictiva y a la vez productiva con Eva Perón. Fuertes de carácter los dos, no eran cercanos pero entendieron que debían complementarse.
Con su apoyo, creó los Torneos Juveniles Evita, una excusa para hacerles estudios y vacunar a los chicos que participaban.
Cuando murió la esposa del presidente, Carrillo mandó construir un cirio “que dure cien años para encenderlo todos los días 26, de 19:15 a 21.15 en homenaje a Eva Perón”.
Durante su gestión, la atención de los pacientes, los estudios que debían hacerse, los tratamientos y la provisión de medicamentos fueron gratuitos. Implementó un tren sanitario -como ya lo había hecho el doctor Salvador Mazza en el norte- que recorría el país con médicos, odontólogos, equipos de radiología y de análisis clínicos.
Creía que la cura de las enfermedades debía orientarse “no hacia los factores directos de la enfermedad –los gérmenes microbianos– sino hacia los indirectos”, como “la mala vivienda, la alimentación inadecuada y los salarios bajos tienen tanta o más trascendencia en el estado sanitario de un pueblo, que la constelación más virulenta de agentes biológicos”.
Fue el que implementó que los chicos en la escuela primaria debían presentar un certificado de salud. Bajó la mortalidad infantil y llevó adelante intensas campañas de vacunación.
Versiones no comprobadas aseguran que Perón decía que Carrillo era su maestro. “Aprendí de él cosas reveladoras que hacen al conocimiento de la condición humana”, fue lo que explicó el entonces presidente. Cuando se acercó la reelección presidencial, el médico ordenó sus cosas para dejar el ministerio, porque corría la versión de que su reemplazante sería Lorenzo García. Se enteró por radio de su continuidad.
Cuando surgió el proyecto del gobierno actual de lanzar un billete con su imagen y la de Cecilia Grierson, afloraron viejas sospechas de sus supuestas simpatías nazis. Durante el gobierno de Perón, se allanó la entrada de criminales de guerra, entre los que vino Carl Peter Vaernet, un endocrinólogo danés, médico del campo de concentración de Buchenwald, que experimentó con drogas para curar la homosexualidad. Vaernet ingresó al ministerio de Salud en 1947. Según su hijo Ramón, Vaenet estuvo contratado solo un año y el ministro ni los que allí trabajaban desconocían su pasado, ya que usaba una identidad ficticia.
Carrillo sufría de hipertensión arterial maligna, quizá una secuela de una grave difteria que sufrió a los 31 años. Fue el doctor Samuel Chichinisky quien le había salvado la vida. Más adelante lo haría de nuevo.
Tenía terribles dolores de cabeza que venía soportando desde 1951, lo que obligaba a cortar el trabajo y reposar. Esa dolencia lo decidió renunciar al ministerio y el que nunca le creyó fue el propio Perón, que siempre pensó que hubo otras razones detrás. Fue reemplazado por Raúl C. Bevacqua.
Volvió a la cátedra de Neurocirugía y en 1954 se le ofreció una beca para llevar adelante un estudio antibiótico en los Estados Unidos. El 15 de octubre partió, junto a su esposa y cuatro hijos, de Buenos Aires. Nunca más volvería al país.
Al querer regresar por mar -le tenía terror a los aviones- una huelga de portuarios retrasó su partida, los pasajes vencieron y no le permitieron renovarlos.
Ahí empezó su calvario. Se enteró del golpe de 1955 cuando viajaba desde Nueva York a Boston a una consulta con un cardiólogo. Supo que algunos de sus hermanos estaban o presos o prófugos, como muchos de sus amigos. Le aconsejaron que se mantuviera en el exterior hasta que las cosas se calmasen. Le pedía ayuda a una de sus hermanas, Carmen Antonia, porque no tenía dinero.
Le cortaron los fondos de su beca y su casa en Buenos Aires fue allanada. Le mandó un telegrama al general Eduardo Lonardi, en el que se ponía a su disposición para ser investigado. Nunca le respondieron.
Dependía del dinero que le mandaban familiares y amigos, entre ellos Samuel Chichilnisky, quien le había salvado la vida veinte años atrás. No tenía ni para pagar la comida, menos para regresar. “Cuando llegue, me meten preso, no sé por qué carajos”, protestaba. Quiso buscar trabajo de mozo o ayudante de cocina, pero no estaba bien de salud.
Consiguió empleo de médico en una compañía americana de explotación de metales, en plena amazonia, a dos días de Belém do Pará, en Brasil. Cuando llegó, comprobó que era la primera vez que los trabajadores veían a un médico.
El día que cumplió 50 años lo hizo con un terrible dolor de cabeza y fue en algunas oportunidades a Río de Janeiro a tratarse. El 28 de noviembre de 1956 sufrió un derrame cerebral que le paralizó la parte izquierda de su cuerpo. Quisieron trasladarlo a un centro de mayor complejidad pero era arriesgado hacerlo en esas condiciones.
Carrillo no le daba importancia a los valores de presión -260/150 llegó a tener- y el clima del Amazonia tampoco ayudaba. Falleció en el hospital de Belém el 20 de diciembre a las siete de la mañana.
En diciembre de 1972, por gestiones de la provincia de Santiago del Estero, sus restos fueron repatriados y depositados en la bóveda familiar. Volvía así a su país el que había sido médico a los 23 años, profesor a los 36, ministro a los 37 y exiliado a los 49. Una vida vivida con intensidad.
Fuentes: Ramón Carrillo. El hombre. El médico. El sanitarista, por Arturo Carrillo; Historia del Peronismo, por Hugo Gambini; Los decanos de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, por Alfredo Buzzi y Federico Pérgola.
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