Lo llaman el “dueño de todas las llaves” porque desde hace 27 años guarda las más de 50 que abre cada una de las puertas, candados y recovecos del Teatro Frank Romero Day, el que le da espacio a la tradicional Fiesta de la vendimia, en Mendoza. Néstor “El Negro” Roca, es el encargado general de ese emblema mendocino y asegura que su vida siempre estuvo atravesada por esa celebración y las paredes de ese imponente monstruo de cemento donde por las noches también vive experiencias paranormales.
La primera vez que estuvo allí fue junto a su mamá, María Miranda, una reconocida costurera en el rubro del folklore que al jubilarse recibió una mención en la Fiesta “por su trayectoria, esfuerzo y dedicación” y en 2011 se la distinguió por su aporte como “hacedora vendimial”.
“Ella me traía hasta la puerta cuando era chica y ya como empleado, mi primera tarea fue barrer las gradas. Con el tiempo, Mariano Angélica, el encargado general de ese momento, me nombró como su mano derecha y me enseñó el oficio. La vendimia es casi todo en mi vida: estoy en este teatro todos los días y me genera mucha satisfacción”, admite con un dejo de emoción y cuenta que su esposa también trabaja allí como planchadora.
En ese lugar, además, vive las experiencias más asombrosas y un tanto terroríficas: se dice que por las noches, en el teatro griego deambulan los espíritus de ciertos artistas cuyo paso por allí hizo retumbar las gradas. “Una noche, caminaba y sentí que alguien me tocó la espalda, pero al prender la luz no había nadie”, asusta.
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La historia
Néstor nació en 1967 en Mendoza y no olvida cuando su mamá lo llevó por primera vez al Frank Romero Day durante los ensayos de la Fiesta de la Vendimia, cuando ella llevaba allí los trajes de los bailarines. Sintió algo que nunca antes había experimentado: sus pequeños ojos no llegaban a abrirse lo suficiente para verlo todo. Pero se juró algo: nunca más saldría de allí. No lo hizo.
“Estaba trabajando en una bodega y me quedé sin empleo, y mi mamá me dijo que fuera al teatro porque podría encontrar otro. Me tomaron... ¡Cuando entré y vi todo por primera vez, no lo podía creer! Antes solo llegaba con mi papá hasta la puerta mientras esperábamos a mi mamá. ¡Es increíble estar y caminarlo porque es enorme!”, dice.
A casi tres años de llegar a las tres décadas en el lugar, lo único que lo asusta es pensarse afuera cuando llegue la hora de jubilarse.
“El día que no pueda estar acá, no sé qué haré. Amo este sitio aunque pase calor o frío, porque es al aire libre, pero no lo cambio por nada”, asegura y recuerda que luego de la pandemia, “con la primera Vendimia presencial, en enero de 2021, me instalé acá y desde entonces me quedé en el teatro griego para evitar contagios. Soy el único que lo conoce de punta a punta cada lugar porque, prácticamente, vivo acá”.
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Los eternos habitantes del subsuelo
El teatro griego es único en la Argentina, tiene 120 metros de boca escénica y el respaldo de dos kilómetros de cerros. La amplia plataforma que cumple la función de escenario, semeja una gran bandeja y se halla separada de las gradas por una fuente de agua. Junto a las gradas, es el espacio más conocido del lugar; lo que poco se conoce es el interior del imponente teatro y muy pocas personas lograron bajar al subsuelo.
Quien sí lo hace y desde hace más de 20 años es Néstor. Cuenta que allí pasan cosas que no se ven, ni experimentan, todos los días. Según la leyenda —de la que descreía hasta lo que vivió—, allí caminan los espíritus de algunos artistas que dejaron huella en ese escenario y que ganaron los aplausos de las gradas.
“Una tarde, no recuerdo qué me había olvidado mientras trabajaba y bajé al subsuelo. Para llegar hay dos escaleras idénticas y les decimos ‘las espejos’. Bajé por la que tenía todo apagado, para buscar eso, no recuerdo qué era, pero debí atravesar unos tres metros en completa oscuridad para llegar a la otra punta... En eso, siento que me tocan la espalda, como si me hubieran puesto una mano encima. Seguí caminando tranquilo, pero la sentía. No sé por qué, pero en ese momento solo atiné a decir: ‘Recuerden que estoy acá porque me gusta este lugar y para cuidarlos...’. No sé por qué lo dije, me salió y no lo sentí más. Cuando prendí la luz no había nadie aunque no salí corriendo ni nada de eso, claro que me asusté”, admite. Esto hizo que pocas personas se animen a bajar.
Otra experiencia la vivió cuando atravesaba un momento particular en su vida. “Supe que mi mamá estaba enferma, tenía cáncer, y estaba muy mal. Sentí tanta angustia que me fui a un camarín y me largué a llorar. En ese preciso momento veo que una de las llaves de los camarines que estaban en la mesa empieza a moverse sola”.
Miró a los lados para ver si estaba entrando viento por algún lugar y no había. Notó que las demás llaves estaban estáticas y esa se seguía moviendo... Sin saber tampoco por qué recordó lo que le contaron cuando entró: “Mucha gente ha dejado acá las cenizas de sus familiares, entre ellos gente del ambiente artístico. Hacía poco tiempo que habían traído las cenizas de alguien que yo conocía y pregunté en voz alta: ‘¿Viejo, sos vos?’, y la llave se movió con más fuerza... Si estaba llorando, en ese momento lloré más porque sabía que esa persona estaba conmigo y me emocioné mucho. Sentí que me estaba cuidando”, recuerda emocionado sin revelar en qué camarín fue para no generar temor.
Otro de los momentos que vivió fue en el camarín donde duerme cuando se queda en el teatro a pasar las noches. “Me acosté para dormir y sentí que me miraba alguien... ¿Viste cuando cerras los ojos, pero sentís que hay alguien? Bueno, los abría y sentía lo mismo, así que me di vueltas y pude dormirme”, cuenta el hombre que entre enero y marzo pasa allí más de doce horas.
La más comentada en Mendoza es la anécdota del fantasma de la galera, que se sienta siempre en las gradas mirando al escenario. “A veces uno baja la vista para ver dónde pisar y al alzarla ya no está. Una vez, hablando con gente de utilería, me contaron que un artista, ya fallecido, solía usar esa galera y que sus cenizas se encuentran acá”, asegura.
Pese a lo que cuenta, y lo que queda en él, sostiene que nada de eso lo asusta. Y se anima a bromear: “Cuando yo me muera, quiero que mis cenizas también queden aquí, así soy yo el que jode a los nuevos encargados... ¡Más les vale que se porten bien porque los voy asustar! ¡Ja, ja, ja!”.
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