El país era una bomba de tiempo, un ridículo cúmulo de incertidumbre. Arreciaban las amenazas de bombas. Se habían puesto de moda. Había secuestros, tensión económica, pronunciamientos militares, atentados contra el presidente, amenazas contra instituciones educativas, detonaciones en edificios públicos y algunos bancos, y en el último tercio del año tras una serie de atentados y hechos confusos lo que se conoció como El Complot, que hizo que Alfonsín decretara el estado de sitio. Se hablaba de la mano de obra desocupada: las bandas de integrantes de fuerzas de seguridad y del ámbito militar que ante la llegada de la democracia habían quedado sin trabajo o, al menos, sus métodos ilegales de acción debían quedar archivados. En la sala de la Cámara se jugaba algo más que el destino de esos nueve hombres que estaban acusados. Y eso molestaba a muchos. Las presiones eran muchísimas. Y muy diversas. Políticas, mediáticas y de hecho.
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- Hola ¿Fiscalía?
- Sí, ¿con quién desea hablar?
- Pásame con el Fiscal Strassera.
- Está ocupado en este momento ¿Quiere dejarle algún mensaje?
- Dígale que en el plazo de 48 horas será ejecutado.
Strassera, amenazado
Esta fisonomía tenían los llamados que habitualmente entraban a la fiscalía. Pero el tono real lo da el final de la conversación. Quién atendió hizo la pregunta a la que estaba habituado: “¿De parte de quién?”. Fue un reflejo, una regla de etiqueta de la época, que demuestra que casi ni escuchó lo que le decían del otro, entre acostumbrado a las amenazas y abrumado por el trabajo que tenía pendiente. La respuesta del otro lado de la línea fue: “El Comando Tricolor”, una organización inexistente, de la que no se supo ni antes ni después. A los pocos minutos el hombre volvió a insistir. Atendió algún otro, uno que pasaba caminando cerca del aparato y apenas escuchó esa voz forzada, que remedaba a un mal programa de Narciso Ibáñez Menta, lo insultó y colgó el auricular.
Una anécdota muy conocida. Suena el teléfono a mitad de la tarde. Atiende Judith König mientras prepara reservas para que algún compañero viaje a una provincia y al mismo tiempo revisa unos documentos enviados por la Cancillería. Del otro lado, una voz profunda, con un eco teatral, como salida de un subsuelo, profiere una amenaza de muerte, genérica, pero siempre convincente. Judith, que tenía veinte años, absorta en su trabajo y habituada ya, respondió con naturalidad: “Disculpe, Señor. Las amenazas las tomamos en el turno de la mañana. Se reciben de 8 a 10. Vuelva a llamar”. Colgó el receptor y siguió con sus tareas.
Cada tanto, durante esos meses y también durante 1986, sonaba el portero eléctrico del departamento de la familia Strassera en la calle Marcelo T. de Alvear entre Montevideo y Paraná. El que atendía escuchaba una amenaza seguida de un insulto que perdía las sílabas finales porque el que gritaba desde la planta baja ya se estaba dando a la fuga. El policía que estaba de consigna de manera permanente en la puerta del edificio justo en cada uno de esos momentos había ido al kiosco a comprar cigarrillos, al bar de la esquina para utilizar el baño o a la farmacia que quedaba a media cuadra para comprar una tira de Geniol.
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Llegaron a la casa familiar cartas con amenazas, algunas con membretes oficiales de dependencias militares. Strassera decía que no había que preocuparse, que cualquiera tenía acceso a esos papeles membretados y podía escribir una amenaza.
Los llamados telefónicos con insultos y promesas de hacerle daño a él, a sus hijos y a Marisa se convirtieron en una costumbre. Aunque no dejaban de ser inquietantes, los cuatro miembros de la familia desarrollaron una gimnasia para responder el teléfono y desairar a los que querían atemorizarlos.
La familia tenía custodia. Su hijo recuerda que iban a la escuela en Ford Falcon rojo con dos hombres: el chofer y el ametralladorista. Un día convergieron las amenazas telefónicas de siempre con algunos movimientos extraños alrededor del Normal 1, el colegio ubicado en Córdoba y Riobamba, al que iba Carolina y también alguna de las nietas de Alfonsín. Los custodios agarraron la calle en contramano para sacarla del colegio y poner a la hija del fiscal a resguardo.
El fiscal, contra todos
Strassera minimizaba estas cuestiones cuando los rumores llegaban a los periodistas o cuando estos percibían que había sido reforzada la custodia. No quería darle relevancia, no quería darles el gusto y que se enteraran que habían logrado infundirle miedo.
“Algunos amigos me recomiendan que me mude. Yo les dije que ni loco. Me gusta mi casa y además ¿qué sentido tiene? Ninguno. Imagínese que no me voy a esconder debajo de la cama, voy a seguir viniendo a las audiencias, voy a seguir haciendo mi trabajo. Por más que me mude, si me quieren encontrar les va a resultar sencillo hacerlo”, decía ante los micrófonos.
La actitud decidida de Strassera lo acompañó desde el mismo momento en que solicitó la avocación. Recueda su hijo Julián: “Un día le pregunté si él podía negarse a hacer ese trabajo, si podía decir que no. Y él me dijo: “No, no puedo decir que no” y siguió escribiendo en la máquina”. No lo consideraba un mérito, ni siquiera se lo planteaba demasiado. Era el rol que debía ejercer. Era su trabajo y debía llevarlo adelante.
A Strassera no parecían importarle demasiado las amenazas. Si bien obligaba a sus hijos a ir al colegio con la custodia, él prefería, la mayoría de los días, seguir yendo al trabajo a pie. El periodista Sergio Ciancaglini, junto a Martín Granovsky cubrió el juicio para La Razón, ya convertida en matutino y dirigida por Timerman; por sus crónicas recibieron el Premio Rey de España de Periodismo. Ciancaglini cuenta que un día en el que se había suspendido la audiencia llegó a la fiscalía y no vio a nadie en la primera oficina. Se asomó y saludó en voz alta pero no tuvo respuesta. Siguió caminando hacia el despacho del fiscal. Lo encontró en su sillón durmiendo una breve siesta –sufría de pérdidas súbitas de energía debida a la hiperglucemia que lo aquejaba-. Cuando el periodista se estaba retirando, Strassera despertó y lo invitó a sentarse. Conversaron un largo rato. Ciancaglini narra ese episodio, para mostrar que el fiscal era alguien accesible, que disfrutaba de dialogar y hasta confrontar sus ideas, y que no estaba preocupado por su seguridad personal. Así como había entrado él, cualquier otro hubiera podido encontrarlo, indefenso, dormitando en su sillón.
Luego de un episodio en el que las amenazas afectaron por demás a su familia y de una tarde en el que el correo trajo varios anónimos a la oficina y los llamados con voces cavernosas fueron decenas, Strassera denunció la situación al inicio de una audiencia. “Los vencedores de la guerra contra la subversión llamaron para proferir amenazas de muerte contra la Fiscalía”, dijo. En el sarcasmo escondió su hartazgo. Más que una denuncia era un aviso: “No se gasten, aunque sigan llamando nosotros vamos a seguir haciendo nuestro trabajo”.
La sala quedó en silencio. Uno de los defensores pidió que aclare eso de los vencedores de la guerra. Otro gritó que ellos también recibían amenazas y no decía nada. Arslanián los calló y aclaró, con la habitual equidistancia de la Cámara, que lo expresado por Strassera no pertenecía a la causa pero que la situación les causaba una profunda preocupación.
Los colaboradores de la fiscalía cuentan que ellos no tuvieron miedo, que el ritmo de sus tareas era tan demandante e intenso que no tenían tiempo para reparar en esas cosas. También creen que colaboraba que eran muy jóvenes y que a esa edad uno se siente inmortal. Nunca vieron a Strassera presa del temor. Al contrario lo veían con confianza y tranquilidad y se las infundía a ellos.
Una visita incómoda
Mientras preparaban los casos, un día entraron unos hombres de traje y anteojos negros. No se presentaron y se pusieron a mirar las paredes, inspeccionaron las lámparas, se acercaron y tantearon el marco de las ventanas. Los chicos los miraban entre intrigados y divertidos. Strassera salió de su despacho para preguntarles, de mala manera, qué estaban haciendo. Los hombres dijeron que los habían enviado del Ministerio de Justicia; había sospechas de que les habían puesto micrófonos. Después de revisar cada ambiente, cada teléfono y cada cajón los agentes concluyeron que no había ningún dispositivo de escucha. Tanto el fiscal como sus colaboradores quedaron convencidos de que si hasta ese momento no tenían micrófonos, esos tres hombres se los habían plantado.
El clima de tensión, de violencia contenida y de intriga permanente hacía que los involucrados en el Juicio sospecharan de cualquiera que se acercara espontáneamente en un bar o en la calle. Todo podía ser obra de los servicios.
El primer día, el 22 de abril, los jueces debieron tomar una decisión vital, era un temprano desafío a su autoridad. Un llamado había alertado sobre la instalación de un poderoso explosivo en Tribunales. Les aconsejaron postergar la audiencia. Arslanián, el presidente del tribunal, se puso firme. El Juicio empezaba ese día. No había que dar el brazo a torcer. De otra manera, siempre habría una excusa para suspender. Después de que la brigada antiexplosivos inspeccionó todo el edificio y no encontró nada, pudieron comenzar. A partir de ese día las amenazas de bomba se convirtieron en una costumbre diaria. Los jueces, también, adoptaron un hábito, el de desoírlas.
En mayo recrudecieron las amenazas. En Tribunales se recibía más de un aviso telefónico diario de bomba pero ya nadie le prestaba atención; los habían naturalizado. Pero las amenazas tuvieron visos más verosímiles respecto a la integridad del fiscal, los jueces y familias. Uno de los custodios de los camaristas les aconsejó que no se subieran a un auto con Strassera. El gobierno, entonces, ordenó reforzar las custodias.
Strassera denunció ante un juzgado federal que los testigos eran amenazados e intimidados con constancia.
Testigos en peligro
Esas eran las verdaderas amenazas que lo preocupaban. En la etapa de la búsqueda de pruebas tuvieron que disuadir a varias personas que no querían exponerse a declarar. Sus captores y torturadores seguían libres y con poder de fuego. Muchos habían sufrido la muerte de personas muy cercanas, secuestro, torturas, vejaciones inimaginables y habían estados confinados en centros clandestinos Ya lo habían hecho ante los organismos y ante la CONADEP. Pero la repercusión y el ámbito eran muy diferentes. Además sobrevolaba la incertidumbre de no saber si esa exposición tendría algún sentido, si el Juicio terminaría teniendo lugar. Les preocupaba exponerse gratuitamente.
Desde la fiscalía trataron de preservar los nombres de los que se presentarían pero como los defensores tenían acceso a las listas, se dieron a conocer.
Varios testigos prefirieron declarar desde el extranjero a través de exhortos. Otros se negaron a hacerlo. Otro temor que tenían era que lo que dijeran podía autoincriminarlos. Todavía había varias causas abiertas por las acciones de los grupos armados y tampoco habían prescripto varios de los posibles delitos que hubieran cometido.
En la semana previa al comienzo del proceso varios medios conservadores publicaron notas con títulos algo tremendistas sobre las penas que podían sufrir los testigos mendaces, los que fueran acusados de falso testimonio. Por cómo lo presentaban parecían medidas excepcionales para este Juicio pero eran las que se aplicaban a cualquier otro. Era parte de una campaña de temor para disuadir a los testigos.
Hubo varios que sufrieron intimidaciones directas. Un policía, por ejemplo, que describiría cómo había presenciado un procedimiento ilegal que terminó en tres secuestros, por ejemplo. Se culpó de esa intimidación a Etchecolatz y sus hombres.
Strassera se preocupaba por el destino de los que lo ayudarían a probar su acusación. No sólo pretendía que les pagaran el pasaje y el alojamiento si vivían en el exterior o en una provincia, sino que también exigía al Ministerio del Interior que los protegieran adecuadamente.
Una lista con casi cincuenta nombres llegó a las redacciones de todos los diarios y revistas relevantes del país. El párrafo inicial sostenía que muchos de los testigos que la fiscalía presentaría estaban inhabilitados para declarar, que no eran imparciales, que su enemistad con los acusados era manifiesta y que lo que dijeran estaría afectado por su adscripción a uno de los dos bandos de esa supuesta guerra que se había desatado en los años setenta. A algunos de esas personas las acusaban de guerrilleros, de haber participado en asaltos en el que había habido muertos para recaudar fondos para sus organizaciones y de haber perpetrado atentados con bombas. Sobre otros pesaban acusaciones algo menos contundentes. Los cargos eran:
- haber participado de un robo en 1957 y que en 1963 había viajado a Cuba.
- haber participado en 1954 en el Grupo Obrero Revolucionario (agrupación desconocida) en la sección doctrinaria.
- mantener relaciones de amistad con personas de antecedentes desfavorables.
- organizar en 1968 una misa por un estudiante asesinado en una manifestación.
- integrar un comité de ayuda a Chile en 1973.
- trabajar en sociedades de fomento y en villas del Gran Buenos Aires (aunque de éste al menos se aclaraba que nunca había participado de un atentado)
- panfletear en su barrio por la libertad de Coco y Laura.
- haber colocado una ganchera con volantes políticos en una feria municipal.
- mantener una estrecha relación ideológica con su concubina.
- recibir demasiadas visitas de abogados.
Semanas después, ya en las audiencias, Strassera y Moreno Ocampo se percataron que los abogados defensores hacían a los testigos preguntas que no surgían ni de sus declaraciones ni de las denuncias de la CONADEP. Al repetirse esta situación descubrieron que los servicios de inteligencia alimentaban a los abogados con datos sobre la vida pasada de los testigos. El fin era incomodarlos y sacarle credibilidad a sus dichos.
Este texto forma parte de El Fiscal. Escenas de la vida de Julio César Strassera: la época y la épica del hombre que llevó a delante el jucio más importante de la historia (Ed. Planeta) escrito por Matías Bauso.
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