Después del mediodía de ese 18 de febrero de 1938 Leopoldo Lugones le dijo a su secretaria María Alicia Domínguez que debía salir, ya que lo habían convocado a una reunión en Campo de Mayo. Desde 1915 el escritor era el director de la Biblioteca Nacional de Maestros, que había abierto sus puertas en 1889.
En lugar de dirigirse a Campo de Mayo, en Retiro tomó el tren a Tigre. Se estaban haciendo los preparativos del cambio de mando: Agustín P. Justo le entregaría la banda presidencial el domingo 20 a Roberto M. Ortiz.
Lugones vestía de negro y lucía un sombrero también oscuro. En la estación fluvial abordó la lancha colectiva La Egea. Varios pasajeros lo vieron leyendo el libro Los que pasaban, de Paul Groussac.
Luego de un viaje de una hora y media, llegó al El Tropezón, un recreo de veinte habitaciones que había abierto sus puertas en 1929. Construido por Luis Giudici, estaba en un recodo que forma el Paraná de las Palmas con el canal Gobernador de la Serna. Los primeros recreos se establecieron por 1870 y proliferaron gracias a la llegada del ferrocarril, con la instalación de un casino y las lanchas de paseo. Domingo Faustino Sarmiento tuvo una casa en una isla y fue un gran impulsor en el desarrollo de la zona.
Llegó cerca de las seis de la tarde. Pidió una habitación fresca, porque hacía mucho calor. Le dieron la número 9, que quedaba en una punta de la galería. Solicitó que le alcanzaran una botella de whisky y una jarra con agua. Y que le avisaran cuando estuviera lista la cena. Luego, dio una breve caminata por los alrededores.
A la hora de la cena, golpearon a su puerta. “Ya voy”, se escuchó. Como el tiempo pasaba y no se presentaba, fueron nuevamente a llamarlo. Esta vez, nadie respondió. Encendieron las luces del parque porque supusieron que estaba dando una caminata.
Cuando abrieron la puerta de su habitación, lo encontraron en la cama. Sobre la mesa, la botella de whisky estaba por la mitad. Se había envenenado con cianuro.
Dejó dos cartas, una para su esposa y otra para su hijo. En una nota abierta, se leía: “No puedo terminar el libro de Roca. Basta”. Luego: “Que me sepulten en la tierra sin cajón y sin ningún signo ni nombre que me recuerde. Prohíbo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de todos mis actos”.
En contra de su voluntad, fue velado e inhumado en el Cementerio de la Recoleta. Al entierro fueron muy pocas personas.
En su fecha de nacimiento se recuerda el día del escritor. Fue el 13 de junio de 1874 en Villa María del Río Seco, Córdoba. Era un poeta y escritor que a los 20 años se radicó en Buenos Aires. Antes, se había casado en su provincia con Juana González, con quien tuvo un hijo, Leopoldo, que sería conocido como “Polo”.
Empezó siendo socialista y poco a poco fue cambiando sus ideas políticas. En su juventud fundó con José Ingenieros el diario La Montaña. Por su obra literaria cosechó premios, escribía en el diario La Nación, y además de su empleo como director en la Biblioteca Nacional de Maestros, había sido el fundador de la Sociedad Argentina de Escritores.
Su postura fue cambiando radicalmente. El 9 de diciembre de 1924, al cumplirse el centenario de la batalla de Ayacucho, el presidente del Perú Augusto Leguía, invitó a hablar en la ceremonia conmemorativa a tres grandes poetas: el peruano José Santos Chocano, el colombiano Guillermo Valencia y a Lugones. Allí, el argentino afirmó: “Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada… Pacifismo, colectivismo, democracia, son sinónimos de la misma vacante que el destino ofrece al jefe predestinado, es decir, al hombre que manda por su derecho de mejor, con o sin ley, porque esta, como expresión de potencia, confúndese con su voluntad”.
Los militares encontraron en sus palabras los argumentos necesarios para inaugurar décadas de golpes y asonadas. Y en muchos de sus amigos y conocidos del poeta produjo el efecto contrario, enojo, desprecio y repudio. Muchos dejaron de dirigirle la palabra.
Se sentía solo. Adoptó un carácter hosco, que puso de relieve una mañana de 1926, cuando una jovencita acudió a la Biblioteca del Maestro para conseguir un ejemplar de su libro Lunario Sentimental. La obra, editada en 1909, estaba prácticamente agotada y la chica debía leerla como tarea asignada en el Instituto del Profesorado, donde estudiaba.
“¿Qué quiere? ¿Un autógrafo?” preguntó. Como no tenía ningún ejemplar a mano, la citó para unos días después. Desde ese momento, Lugones quedó encandilado con la joven Emilia Santiago Cadelago.
Tiempo después, escribiría: “Lo que aquella tarde me cambió la vida, / dejándola a la otra para siempre atada, / fue una joven suave de vestido verde, / que con dulce asombro me miró callada”.
No solo le dedicó Lunario Sentimental, sino que además le regaló un ejemplar de Las horas doradas. Ella, veinteañera; él, 52 años, comenzaron una relación en ese mismo año 26. Le enviaba poesías escritas en castellano, francés e inglés, firmadas como Osolon de Ploguel o Ugopoleón del Sol. A Emilia la llamaba Diamela Gacelio o, simplemente, Aglaura. Así puede verse en la segunda edición de Lunario Sentimental: “A Aglaura, mi dulzura”.
La confidente de ella era su compañera en Filosofía y Letras, María Inés Cárdenas de Monner Sans. Emilia dispuso que, a su muerte, las cartas de amor pasaran a sus manos. En el libro que escribió Leopoldo Lugones. Cancionero de Aglaura. Cartas y poemas inéditos, conocemos las cartas de un poeta profundamente enamorado:
“Cuánto y cuánto te quiero, mi dulzura lejana. No hago ni he hecho más que recordarte y padecer con tu ausencia, y así será, querido amor, hasta que vuelva a verte. ¿Cuándo?”
“El sabor de tus labios queridos permanece en mi boca con un gusto de flor, que es el tuyo, mi diamela, y hasta el vacío de mis brazos conserva todavía la suavidad de tu cintura.”
“…nunca imaginarás lo que vale como perfume del alma este dolor que me queda, único, de las palabras con que me daba en ti, un delirio, mi pasión, mi sangre, mi tortura, mi agonía…”
“Ya entre nosotros no hay poder que pueda borrar el encanto que supimos crear queriéndonos.”
“Qué dulce y tierna eres, mi garcita de plata mi pichoncito de oro. Y si te tuviera aquí una vez más, otra y mil te devoraría”.
El que se cruzó en sus vidas fue Polo, el hijo del poeta. Durante el gobierno de Marcelo T. de Alvear había sido director del Reformatorio de Olivera, donde había sido acusado de corrupción y abuso de menores.
Fueron las súplicas de su padre a Hipólito Yrigoyen lo que lo salvaron de la cárcel. Uriburu, como presidente de facto, lo nombró comisario inspector de la Policía, donde dio rienda suelta a sus métodos de tortura, que incluía la novedosa picana eléctrica, que aplicaba en sus interrogatorios en la Penitenciaría Nacional. Para el diario Crítica, era “el torturador Lugones”.
Fue por 1932 o 1933 cuando Polo visitó a los padres de la joven, Domingo Santiago Cadelago, ingeniero de la Armada, y su esposa Emilia Moya, en su casa de Villa del Parque. Les contó del amor oculto de su hija. Les dijo que hacía tiempo había intervenido el teléfono, que tenía grabaciones de conversaciones y les advirtió que si esa relación no concluía, haría declarar insano a su padre.
En una reunión social, cuando a Lugones le preguntaron por su hijo, respondió: “No me hable usted de ese esbirro”.
Las amenazas surtieron efecto. Nunca más se volvieron a ver. Él le siguió escribiendo: “Ayer mientras iba del Círculo a La Fronda, ¡tenía tanto deseo de verte! Me parecía a cada instante que serías una de todas; y todas eran feas, vulgares, tontas, cursis. Y la primavera se quedó triste sin su golondrina”.
Emilia siempre culpó a Polo del estado depresivo del padre, que lo terminó llevando al suicidio, y que la principal causa fue que haya hecho lo imposible por cortar la relación.
El Tropezón debió cerrar sus puertas en el 2004. Desde el día del suicidio, sus dueños no volvieron a ofrecer esa habitación a los turistas, que se ha mantenido tal cual al día de la tragedia.
Dicen que Alfonsina Storni buscó replicar el plan de Lugones, pero abordó una lancha que no iba a ese recreo, y vaya a saber por qué, terminó desistiendo. Se mataría el 25 de octubre de ese fatídico 1938 en las aguas de Mar del Plata.
El 18 de febrero de 1938, mientras el hombre que amaba tomaba cianuro, Emilia, que se encontraba con una amiga paseando por Montevideo, vio como sorpresivamente su espejo de mano se rompía sin que lo hubiera golpeado. Atinó a decir: “Hoy cambia el curso de mi vida”.
Falleció soltera el 12 de mayo de 1981. Su última voluntad fue que la enterrasen con un gato de peluche. Era el que le había regalado Lugones, el amor de su vida.
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