Era julio de 2007 cuando se vieron por primera vez. Leonardo Barrera Nicholson, tenía 27 años y era personal de mantenimiento del Carrefour San Lorenzo, en el barrio de Boedo, que estaba sobre la Avda. de La Plata. Yael Herzkovich, que llegaba como promotora de sopas, tenía 22. “Cuando la vi por primera vez desapareció el mundo”, expresó Leo. “Pasaron unos días hasta que ella se acercó a hablarme, con la excusa de que necesitaba ayuda con algo de mantenimiento del supermercado y durante esa ‘resolución del problema’ la invité a tomar un café”, recuerda. Y Yael, no dudó un segundo en aceptar. Si bien Leo confiesa que le cuesta dar el primer paso, rápidamente el amor nació entre las góndolas. La belleza de ella le había impactado, su pelo bien corto a lo Araceli Gonzalez, su estilo natural, poco maquillaje, pero especialmente se sintió atraído por su actitud, su manera de desenvolverse.
El primer café no pudo ser. Ella lo estaba esperando en la entrada del supermercado. El la había visto, pero como estaba con su ropa de trabajo, subió a cambiarse en un vestuario, que era solo de mantenimiento. Al bajar, no estaba más. “Listo, se arrepintió”, pensó. Y se tomó el 65 hasta Constitución, camino a Quilmes, donde vivía en aquel momento. “Al día siguiente, cuando entro a las 2 de la tarde, se me acerca a un ritmo furioso y se me para a dos centímetros de la cara y me dice ‘me dejaste plantada’”.
Después de aclarar el desencuentro, Leo la invitó a salir esa misma noche y fueron a una fiesta en un centro cultural. Desde esa noche, que estuvieron juntos, empezaron a verse todos los días. “Iba a buscarla a la casa, comíamos, pasábamos la noche juntos y yo me iba al trabajo sin dormir, cosas que hace uno cuando es joven”, relata. La primera noche ella le dejó claro que no quería novio, nada estable, pero se veían todo el tiempo.
Como si fuera una película, en medio de la nevada histórica de Buenos Aires, mientras caminaban por la plaza Benito Nazar, en Villa Crespo, Leo le dijo a Yael sobre la relación que llevaba pocos días: “Vos no te vas a bancar que yo esté con otra mina, ni yo que estés con otro chabón. Quiero que seas mi novia y bueno, y ahí formalizamos”, cuenta sobre ese acontecimiento en su vida. Ella aceptó y un día fue a su departamento de Quilmes y no se fue más. “De eso pasaron 15 años”, cuenta Leo y agrega: “Las cosas para que funcionen tienen que ser locas. Al menos para mí”.
La pareja, que estaba por casarse, había hablado de tener hijos. Y Leo tenía en su cabeza ya su “mundito armado”. Reconoce que le gusta hacerse sus propias películas, hasta que un día recibió un balde de agua helada. “Un día ella me dijo ‘la verdad que no me veo quedar embarazada. No quiero quedar embarazada’. Y yo, en un primer momento, entré en pánico”, aseguró. Y su novia le planteó enseguida su idea de adoptar.
Al principio sintió enojo. Y cuando se calmaron los ánimos, lo conversaron. “Ella me dijo que no se sentía cómoda con un embarazo y los bebés no era algo que realmente le gustaran. Y que ella quería un hijo con el que pudiera hablar, tener una conversación, jugar, cantar y que la adopción le iba a permitir eso. Tener un niño, lo que muchos dicen “grande”. Según Leo, el término que usa una gran mayoría que prefiere adoptar bebés para llamar a un niño de más de seis.
Te puede interesar: La historia de Víctor y Jorge, la pareja que adoptó a seis hermanitos salteños que querían seguir unidos
Al año y medio de estar de novios, tuvieron un primer gran plan conjunto. Mudarse a la Patagonia. La pareja se instaló en el Alto Valle de Río Negro para tener una mejor calidad de vida. “Una vida más amable que en Buenos Aires en todos los sentidos”, así lo define Leo. Ella es profesora de música y da clases en escuelas rurales y él, que es técnico electricista, trabaja en una empresa de servicio de mantenimiento industrial y servicios petroleros.
Leo se hizo a la nueva idea. Leyeron libros sobre adopción, y también vieron películas. Una noche, después de ver una película francesa sobre la temática, se fue a dormir pensando en que ya era el momento. Mandó un mail a un organismo de General Roca, el lugar más cercano, sin esperar una respuesta inmediata. Todo lo contrario. Y se sorprendió con la recepción de un mail del Registro único de aspirantes a guarda con fines adoptivos (Ruaga).
Pasaron las entrevistas con la psicóloga y la asistente social, presentaron toda la documentación necesaria y tuvieron el alta en el registro. Ya estaban en condiciones de adoptar. Solo faltaba que sonara el teléfono. Pasó un año y medio y llamaron de un juzgado de Villa Regina. “Llamaban por un niño de siete. Fuimos a una reunión y nos dijeron que también había otras familias postuladas. Pasó una semana y nos avisaron que no habíamos quedado. Se me rompió el corazón en mil pedazos”, contó. Yael, en el entusiasmo, había preparado la habitación del hijo soñado. Ya sabían que para la próxima había que bajar las expectativas. “El llamado fue doloroso porque es imposible no hacerte ilusiones”, explica.
Cuando cesó la amargura, se dio cuenta de que estaban en el radar. Y así fue, a los cuatro meses volvieron a llamarlos por un niño de 9. Pasaron otra vez por las reuniones, intentaron bajar las expectativas pero estaban súper ilusionados de todos modos y finalmente fueron los elegidos. Cuando empezaron el proceso de vinculación con Claudio, fueron a una plaza, a jugar, cerca del hogar en Villa Regina, donde estaba. Un primer encuentro, según Leo, inolvidable. Claudio tenía timidez y la pareja estaba nerviosa. Mientras caminaban, Leo le hizo un gesto de tomarle la mano. “Y me dio la mano y me la agarró fuerte”, recuerda sobre ese momento que su mujer eternizó con una foto, dando unos pasos hacia atrás. Hoy es la imagen del perfil de Twitter de Leo (@LeoBNok). Después jugaron a la pelota en el hogar y día por medio, recorrían 100 kilómetros para visitarlo.
Tampoco podrá olvidar el día que le dijo por primera vez papá. “Cuando empieza a quedarse a dormir en casa, y estábamos jugando en la computadora a una carrera de autos, algo se había trabado y me dice ‘papá, ¿me ayudás’? Y yo casi me muero”, asegura. Las emociones eran intensas. El deseo de ser padres con Yael se cumplía. La jueza le preguntó a Claudio si quería vivir con la pareja y le dijo que sí. Un 14 de mayo de 2019 estaban viviendo juntos.
Ahora está por empezar el secundario. Atravesaron la pandemia juntos, en medio de un camino de aprendizaje. A Claudio le gusta jugar al fútbol, bailar, reírse con toda su cara. Pasaron momentos de berrinches, enojos, que fueron pasando y lo ayudaron a ponerse al día con los estudios porque cuando llegó no sabía leer ni escribir. Palabras sueltas.
“Claudio es muy amoroso. Me da unos abrazos hermosos siempre siempre cuando llego a trabajar. Llego con la camioneta y viene a recibirme”, comparte sobre su vida. La llegada de Claudio se dio con la construcción de una nueva casa.
“Desde el colectivo Adopten niñes grandes, la campaña que impulsamos, buscamos derribar mitos sobre la adopción de niños grandes y decir que es un camino posible, es un camino hermoso, no menos difícil, pero que nos sigan, a través de nuestras historias que van a ver que somos un montón. Somos como 50 mapadres, familias adoptivas, que transitamos este camino y con mucho éxito. Y que hay un montón de niños que quieren tener una familia. Están institucionalizados, es más, hay grupos de hermanos, niños con discapacidad con enfermedades crónicas que necesitan una familia, que nos están esperando”, concluye el papá de Claudio.
Seguir leyendo: