ROSARIO-ENVIADO ESPECIAL. Santa Lucía es un barrio pobre, marginal y contrariado. Se puede entrar solo por una calle en contramano. Porque el barrio quedó ahí acorralado, sin ninguna planificación urbana, entre la avenida de Circunvalación, las vías del ferrocarril, la autopista a Córdoba y el boulevard 27 de Febrero, a unos 15 minutos en auto desde el Centro de Rosario. No es un barrio cerrado, es un barrio pobre y encerrado.
Santa Lucía tiene calles asfaltadas y múltiples carencias. Las casas son precarias con paredes de material y techo de chapa. En un sector del barrio las viviendas son aún más precarias. Allí viven trabajadores que se ganan el pan como albañiles, como cartoneros o limpiando casas por horas. En los sectores pobres y también conflictivos de Rosario (Nuevo Alberdi, Ludueña, Cristalería, Empalme Graneros, Larrea o Santa Lucía, por citar solo algunos) es donde más se padecen tanto la falta de infraestructura mínima como la violencia.
La recomendación al llegar a Rosario fue que para entrar a los barrios complicados había que conseguir que alguien de allí facilitara el ingreso. La llave para ir a Santa Lucía fue el cura Marcelo Ciavatti quien dejó su misión en Angola, África, para instalarse en el norte de Rosario. La casa donde Ciavatti centra su acción está en Santa Lucía, pero su red también abarca los barrios vecinos de La Palmera, Los Euca y Rural. Dos esos barrios tienen agua, luz y cloacas. Otros dos tienen menos servicios. El gas, cuentan los vecinos, es para pocos.
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Santa Lucía y La Palmera están separados por la vía, hace tiempo había disputas entre unos y otros. Los de allá contra los de acá y viceversa. Cuando caía la noche ni siquiera se salía a hacer mandados. Relatan–optimistas- que eso ha cambiado en los últimos años. Algunos adjudican ese cambio a la tarea del cura salesiano y sus colaboradores.
El cura no tiene parroquia. La misa se da en la casa que donó un vecino. Está ubicada en diagonal al Centro de Salud de Santa Lucía. Y queda al lado de una ONG que tiene un comedor comunitario. En la casa que le prestan al cura hay un altar pequeño y unas doce sillas plásticas para los feligreses. Unos metros más allá del altar hay una cocina profesional que tiene dos propósitos: la educación y la producción. Allí se dan talleres en los que los profesores son lugareños con experiencia laboral en gastronomía. Y también se utiliza para que los vecinos puedan crear sus productos y ofrecerlos en mercados de la zona. Ciavatti muestra orgulloso las instalaciones de la cocina que se consiguieron a partir de contribuciones y agrega que alquilaron dos habitaciones de la casa contigua y allí se guardan los alimentos para los seis comedores bajo su supervisión.
El padre Marcelo, como lo llaman todos en Santa Lucía invita conocer el barrio. Usa una Renault Kangoo prestada, vieja y cascada por el tiempo. Es roja. No pasa inadvertida por las calles del barrio. El toca bocina y los vecinos que toman mate a la sombra de una tarde calurosa-muy calurosa- lo saludan. Una mujer le grita: “Necesito hablar con usted”. Y el cura para su camioneta, baja y escucha. Sigue su recorrida. Dobla en otra esquina y los pibitos de 12 o 13 años lo paran y le piden 300 pesos para la coca casi obligatoria de después de todo partido de fútbol de potrero. Y el cura les dará unos pesitos.
Hace cinco cuadras más y se detiene en la puerta de la casa de Hernán. Allí el calor es aún más demoledor que en la calle. Porque el techo de chapa eleva los más de 30 grados de afuera. Y porque el ventilador no alcanza a refrescar y porque las dos enormes ollas de guiso que está cocinando suman temperatura al ambientepero le agregan además un rico olor. La casa humilde-como todas las del barrio- es la sede del comedor “Corazones sin pena”. El plato que prepara Hernán junto a sus familiares contiene arroz con cubos de cerdo. Las 350 raciones serán repartidas entre vecinos del barrio como todos los lunes y jueves. El que cocina –en uno de los seis comedores que armó el cura- es hincha de Central y vive allí en Santa Lucía. Notó que en los últimos meses se sumó más gente a pedir comida y que el barrio crece día a día. Tiene una frase a mano que pinta la situación en Santa Lucía y en los lugares más pobres de Rosario en contraste con otros sectores de la sociedad: “Hay mucho para pocos y nada para muchos”.
El cura Ciavatti tiene a Cáritas como respaldo y a su vez interactúa en el barrio con todos los actores estatales que pueda sumar a sus iniciativas. Ciavatti junta todo lo que puede: lo que llega de la Nación, la Provincia y la Municipalidad. Saltea todas las trabas burocráticas, le suma lo que aporta la iglesia, interactúa con la escuela en tanto lugar de contención y alimentación de los alumnos. Y sigue.
Ciavatti realiza un excelente diagnóstico para explicar ciertas cosas que suceden en Rosario y sus alrededores y que pueden aplicarse también a otros lugares del país. “La falta de trabajo y otras carencias han rasgado el tejido social. Sobre eso el narcotráfico hace su negocio. El narcotráfico triunfa por ausencia de cuestiones básicas. El dolor dentro de los barrios es muy grande. Debemos sanar el tejido social”, propone y eso es lo que intenta.
En los barrios conocen en carne propia una de las caras atroces del narcotráfico, el de la violencia, el de los tiros. Pero también conviven con la otra, la de las adicciones que generan las drogas baratas como el paco. Hay adictos que se proponen como vendedores, pero en vez de vender el producto lo consumen, entonces no pueden pagar al proveedor y esa situación probablemente termine a los tiros. También relatan los casos-que no solo ocurren en los sectores más desposeídos- de los que para consumir roban primero en sus propias casas y luego en el barrio. “Todos tienen un vecino, un pariente, alguien querido que es o fue adicto, nos sentimos mordidos por las adicciones, hay gente que nos pide ayuda cuando tocan fondo, otros antes, ahí estamos para dar una mano”, explica Ciavatti.
Con todo eso sobre la mesa el cura procura mejorar las condiciones de vida de su territorio. Ciavatti trata de -junto a madres, padres y adolescentes de Santa Lucía- usar los lugares públicos para que haya reuniones, para que la gente del barrio se conozca y comparta todo lo que pueda. Por ejemplo, consiguió que las dos escuelas del barrio presten las llaves de los edificios para que luego de las actividades estrictamente educativas, se puedan usar las instalaciones. Durante el verano organizó una colonia de vacaciones allí para los más pequeños. Varias piletas pelopincho fueron instaladas en el patio de la escuela primaria. De esa forma los más chicos del barrio, cuidados por madres y adolescentes, utilizan un espacio que crea comunidad y arma lazos interpersonales. También logró recuperar el gimnasio de la escuela donde todas las tardes se hacen actividades deportivas de distintas disciplinas y para diferentes edades. Y cuando se recuperó el gimnasio aparecieron vecinos para ofrecer dar clases de boxeo de acrobacia o de judo. Antes había que salir del barrio para hacer actividades deportivas, ahora está el gimnasio abierto a la comunidad. En los espacios comunes juegan los chicos de los que antes sostenían la rivalidad barrial y dirimían conflictos a los tiros. Hoy, cuentan, cada uno hace su negocio, pero como sus hijos son dueños de los espacios comunitarios-en los que trabajan madres y hermanas-, se respeta esa situación y bajaron los enfrentamientos.
También revivió el playón de Santa Lucía, un terreno donde hay canchas de futbol que los pibes del lugar aprovechan mientras hay luz solar y cuando cae la noche, siempre que funcionen las luces para iluminar los arcos. Marcelo Ciavatti se para en un costado de la cancha y un pibe se le acerca al grito de: “Papa, cura, padre”. Se acerca, saluda, estrecha las manos e informa que una de las lámparas ha dejado de funcionar. El cura toma nota ya que deberá conseguir reemplazarla. El pibe tiene unos 17 años, usa la visera de al gorra torcida y tiene los antebrazos cortados y cicatrizados. Señala una puerta celesta a unos 200 metros de donde se da la charla y dice: “Ese es el bunker. Ellos venden, todo le mundo lo sabe, pero no se meten con nosotros que jugamos acá a la pelota hasta la madrugada”.
En Santa Lucía se armó una huerta y en un galpón hay talleres de oficios como carpintería y herrería. Todo se hace bajo la premisa de crear “espacios de contención e integración”. Porque, según Ciavatti:”Si la sociedad civil se organiza para hacer el bien se puede sobrevivir hasta en los lugares más terribles”.
Se acerca la hora de la misa. El cura que hace innumerables esfuerzos para sacar a la mayor cantidad de chicos de la calle y conseguirles alimentos, empieza a cerrar su jornada misionera.
Se puede apreciar en Rosario que hay mucha gente que trata de hacer lo que hace Ciavatti. Pertenecen a la iglesia católica, a la evangelista, a ONGs, a diversos organismos públicos. Todos intentan sacar ayudar a evitar que la problemática del narcotráfico, narcomenudeo, adicciones y violencia que arrecia esa hermosa ciudad y sus alrededores, sea aún peor que lo que es ahora.
Al cura y la gente que trabaja con él en Santa Lucía les cuesta hablar de la violencia, los narcos que venden allí nomás y de los muertos. No los niegan, pero los nombran poco y prefieren hablar de lo que hacen para contener a los chicos del barrio. “Nos duele la violencia, convivimos y sufrimos, pero tratamos de ayudar a salir”, relatan. Eligen decir que están allí para “cuidar de la vida”.
Fotos: Leonardo Galletto
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