El 11 de febrero de 1853 (un año después de la caída del gobierno de don Juan Manuel de Rosas) marcó un hito relevante para la historia del protestantismo en el Río de la Plata y, a la vez, para la historia de la arquitectura de Buenos Aires. Aquel día, los alemanes luteranos residentes en la Capital inauguraron solemnemente su templo matriz, ubicado en el centro de la ciudad, en la calle Esmeralda números 50, 52 y 54 (hoy 162), casi a mitad de camino entre la vieja iglesia de San Nicolás de Bari que mandó a edificar don Domingo de Acassuso (cuyo solar ocupa ahora el obelisco) y la pro-catedral St. John the Baptist de los anglicanos, por nombrar otros dos templos importantes que por entonces ya existían en el barrio.
Al cumplir con ese fuerte anhelo de disponer de un templo propio de su rito, los protestantes alemanes dotaron a la ciudad de su segundo edificio neogótico, diseñado por el inglés Eduardo Taylor, precedido en tal estilo quizá únicamente por la capilla del cementerio de la calle Victoria, inaugurada en 1833 y diseñada por el arquitecto escocés Richard Adams, miembro del contingente establecido en la colonia de Santa Catalina, en las lejanas Lomas de Zamora. De este modo, el paisaje urbano porteño se enriqueció tempranamente con un lenguaje formal que, más tarde, las estéticas asociadas al ferrocarril y al pintoresquismo irían a difundir en la Capital y en los suburbios.
El templo de la calle Esmeralda materializó el logro de aquella minoría de habla alemana que venía creciendo entre nosotros ya desde la Revolución de Mayo y, más aún, en la época de Rivadavia, momentos ambos favorables a una inmigración que expresaba notas de diversidad cultural y religiosa. Eran tiempos de rupturas liberales, que comenzaban a agrietar los fundamentos monolíticos del período colonial, sus pactos y sus interdictos. Incluso, desde 1821, los protestantes poseían en la zona de Retiro un cementerio diferenciado de los camposantos parroquiales.
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Los germano-parlantes llegados desde una Alemania aún sin unificar (Prusia, Hannover, Bremen, Hamburgo etc.) eran cada vez más numerosos y, como los ingleses, los escoceses y los norteamericanos, prosperaban en el comercio, en el pequeño artesanado y en la explotación rural. De hecho fue un alemán, Franz Halbach, cónsul de la Corona de Prusia, quien en 1855, por vez primera, iba a alambrar el perímetro completo de un campo en la pampa bonaerense (años antes el inglés Newton había alambrado únicamente la huerta y el jardín de su estancia en Chascomús).
Aunque la inauguración del templo alemán nada agregaba a la libertad religiosa que ya era una especie de cortesía civil en nuestro medio, garantizada por un Tratado Internacional (y que Rosas había respetado escrupulosamente), sin embargo, fue como el cierre simbólico y visible de ese ciclo fundacional de la diversidad de cultos, porque implicó el completamiento de la serie de templos levantados en Buenos Aires por cada comunidad de rito reformado: el anglicano en 1831, el presbiteriano escocés en 1835 y el metodista en 1843 (estos dos últimos iban a mudarse años después a sus actuales emplazamientos, en la avenida Belgrano y en la avenida Corrientes, respectivamente). Ahora, en 1853, se agregaba el luterano o evangélico alemán, cuya congregación (conocida hasta el presente como la CEABA o Congregación Evangélica Alemana en Buenos Aires) había sido oficialmente autorizada para practicar su culto y dictar clases en el idioma de origen una década atrás, con la llegada del pastor Augusto Ludwig Siegel. Décadas más tarde, en 1901, los cristianos ortodoxos también alcanzarían el logro de un templo identitario, al inaugurar la exótica iglesia frente al Parque Lezama.
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La historia del edificio y su solemne inauguración
El 26 de octubre de 1843 el pastor Siegel había comenzado a celebrar los servicios religiosos de rito evangélico alemán, pero utilizando en préstamo la iglesia anglicana, emplazada en la calle 25 de Mayo. Esta situación, aunque era una práctica amistosa entre cultos diferentes del católico romano, no podía durar mucho, a sabiendas del orgullo nacional que sentían los alemanes, aún lejos de su patria. Más todavía, cuando en 1845, la congregación afincada en Buenos Aires fue reconocida por la Iglesia Evangélica Luterana de Prusia.
El 2 de mayo de 1851 una comisión ad hoc elevó ante el gobernador Rosas el petitorio “para la construcción de un Templo, digno de su sagrado objeto”. Informaban los suplicantes que habían “encargado a un arquitecto de larga experiencia en la Capital la formación de los planos”. Y hacían presente que, bajo el gobierno de la Confederación, “han gozado siempre del inestimable privilegio de poder adorar al Ser Supremo según su rito y en su propio idioma”. Para la compra del terreno, además de las colectas locales, se había obtenido un aporte parcial del rey de Prusia.
El 27 de mayo de 1851 fue aprobado el proyecto del arquitecto inglés Eduardo Taylor, con preferencia al del arquitecto Brennert, presumiblemente alemán. La elección de Taylor (quien residía en Buenos Aires y asoció la fama de su nombre a la Aduana Nueva) obedeció a que supo interpretar cabalmente el imperativo congregacional de concebir un edificio en estilo gótico, como estética afiliada a la identidad alemana. Recordemos que el antes citado arquitecto Adams había fallecido en 1835 y no habría muchos profesionales disponibles en el medio local que pudieran manejar con soltura ese lenguaje artístico que, luego de la instalación del ferrocarril británico, como dijimos, llegaría, si no a popularizarse, al menos a hacerse más visible y familiar.
El 18 de octubre del mismo año el gobierno aprobó los planos y fue colocada la piedra fundamental, con la presencia de ministros de las iglesias anglicana, metodista y presbiteriana, aunque sin delegación de la Iglesia Católica, la cual, lejos todavía del diálogo ecuménico, seguía mirando a los protestantes como “herejes” disidentes, y a sus ministros como sujetos vigilados.
Según la crónica epocal del British Packet y el relato compilado por el pastor Hermann Schmidt en 1943, aquel 11 de febrero concurrieron nuevamente los pastores de los otros ritos protestantes y también altos funcionarios del gobierno. Los esfuerzos económicos de la comunidad, para llegar a ese día, habían sido enormes. Y es un hecho que merece cierta reflexión, porque las generaciones posteriores, es decir nosotros, que nos beneficiamos con la existencia y el disfrute de estos tesoros patrimoniales, nada hemos hecho para levantarlos. Nos han sido legados como un regalo gratuito por quienes nos precedieron. Nuestro deber es conservarlos.
El edificio, flamante, estaba engalanado con coronas, emblemas, banderines y flores, que habían colocado prolijamente los jóvenes de ambos sexos de la parroquia, bajo la dirección del pintor alemán Otto Grashoff, recién llegado a Buenos Aires. El pastor Siegel encabezó la procesión, junto a la cual también caminaba la congregación y el arquitecto Taylor, y al ingresar a la iglesia, se entonaron en alemán los primeros versículos del Salmo 23 alusivo a la “Liturgia de entrada al Santuario”. Al concluir las últimas estrofas del Salmo, la fila procesional ya estaba ubicada en el sector del presbiterio, reforzando el simbolismo de la ceremonia. Entonces, el pastor Siegel retiró el velo que cubría la mesa del altar y la Biblia alemana traducida por Lutero, que estaba abierta en el pasaje del Salmo 32 que dice “La Palabra del Señor permanece en la eternidad”, y deseó la paz a la concurrencia, mientras depositaba allí los objetos del culto. En el momento de ocupar su sitial, el coro comenzó a entonar en alemán la composición “Oh Santo Jesús retorna a nosotros”. Debió ser en verdad impactante, para aquella Buenos Aires que todavía no era cosmopolita, pero aspiraba a serlo.
Esa comunidad que hablaba un idioma que casi nadie entendía en nuestro país y que había construido su respetabilidad en el silencio (como lo hacen las minorías conscientes de la fortaleza de su identidad, en tierras extranjeras), se hizo estridente aquel día. Pero su novedosa sonoridad no fincaba en la protesta política, ni en el griterío mercachifle ni el ruido rumboso de la frivolidad mundana, sino en el pathos de un acto de fe profunda y de alta cultura: el fervor de la plegaria rezada y cantada, sumado al decorum de un templo digno de cualquier capital europea, habitado desde ese día aurático y en cada oficio litúrgico, por palabras y acordes que llegaban al Plata de la mano de una tradición nimbada por los siglos.
Al concluir la ceremonia, en la sacristía, el presbiterio obsequió, como souvenirs, un pergamino al proyectista Taylor (decorado por Grashoff) y otro al pastor Siegel.
Características arquitectónicas
El edificio fue, como señalamos, proyectado por Eduardo Taylor en lenguaje neogótico, que, aunque ya conocido como “revival” en Europa, era bien raro para entonces en nuestro medio. Un primer proyecto de un tal P. Brennert no resultó satisfactorio para la autoridad parroquial porque no era gótico, como se pretendía, asignando a este estilo una connotación identitaria alemana. Reitero que es plausible suponer que se apeló a Taylor por ser, quizá, unos de los pocos o el único arquitecto local familiarizado con ese lenguaje (en una matriz británica pero amigable con los rasgos germánicos) que residía en Buenos Aires.
Según el recordado historiador y entrañable amigo arquitecto Alberto S. J. de Paula (el primer especialista argentino que se ocupó de los templos rioplatenses no católicos), ese mismo lenguaje pecaba, en este caso concreto, de un excesivo “decorativismo”, bastante inusual para el gusto local. El periódico British Packet la llamó “ornamento para ciudad”. Y en linea con la repercusión de este edificio, cabe señalar que en 1865, el Instituto Artístico Adler de Hamburgo publicó un álbum con postales de la arquitectura de Buenos Aires formando una bella rosa, en una de las cuales aparece el templo alemán.
Aunque la parcela se situaba (y se sitúa) entre medianeras, el resultado es satisfactorio, como señaló el historiador Francisco Corti, debido al retiro de la línea municipal y a la adecuada gradación vertical de muros y volúmenes, cuya masa se disminuye cuanto más se alejan del solado. Dado el crecimiento de la inmigración en general y de la colonia alemana en particular, tras la caída de Rosas, el proyecto original de Taylor debió ser reajustado sobre la marcha y se le incorporaron tres tribunas altas para alojar más confortablemente a la feligresía y al coro.
Se trata de un templo de nave única elongada hacia el interior de la manzana, retirado de la vereda unos metros y separado de ella por una verja de hierro. El acceso, que antes era a través de un portón de reja axial, se modificó hace muchas décadas por dos accesos laterales, también de hierro, quizá por cuestiones de nivelación de la calzada sobre la calle Esmeralda.
El ingreso al edificio propiamente dicho se logra a través de un pórtico abierto por tres lados mediante tres arcos apuntados que se prolongan en columnillas. Este pórtico remataba originalmente en una silueta almenada, reforzando la impronta gramatical del medievalismo.
Pero, sin duda, el motivo dominante de esa fachada (en cuyo ápex existe una cruz de hierro) era y es el gran ventanal al modo de una tracería, y los macizos pilares o torres hexagonales esquineras, separadas en dos tramos y rematadas en florones o finnials. Es de anotar que en un boceto de mano de Taylor, en lugar del ventanal aparece un rosetón.
El interior simplificado podría acusar la influencia del revival neogótico inglés sobre las pequeñas parroquias alemanas. Tal vez, incluso, como anotó Corti, hasta el Metodismo haya sido un motivo influyente, denotado en la existencia de galerías o tribunas altas que, no habiendo naves laterales, refuerzan la capacidad de albergar a los oyentes de la predicación.
La nave era, originalmente, más corta y en el año 1923 fue ampliada para dar mayor cabida a la feligresía, que aumentaba conforme el aumento de la población alemana y su fuerte instalación en la sociedad porteña tras la Primera Guerra. Las reformas estuvieron a cargo de los arquitectos F. Laas y E. Heine.
Los vitrales multicolores laterales, con motivos geométricos, fueron colocados recién en 1912 y fabricados por Dagrant, de Burdeos.
Todavía en 1933 se inauguraron las intervenciones artísticas del arquitecto Andrés Kalnay, quien efectuó decoraciones pictóricas en el interior de la nave, consistentes en bellos esgrafiados de colores con el motivo de la cruz a modo de guarda vertical. Estos han quedado en evidencia durante los trabajos de puesta en valor del presbiterio, comenzados en el año 2022 por iniciativa de la CEABA y solventados con fondos propios.
En 1933 también fue colocado en el ábside un nuevo vitral, figurativo y ostensiblemente interferido por las estéticas Art Decó, que representa a Cristo como el Alfa y la Omega, principio y fin de todas las cosas. Fue fabricado en 1932 por la empresa Puhl-Wagner, Heinersdorf, Berlín.
En el coro alto, sobre la puerta de acceso frontal, se ubica el espléndido órgano de tubos Walcker, muy ponderado por los organistas, y que reemplazó en 1911 al anterior instrumento de la fábrica Gesell (el cual fue adquirido para una basílica católica de la Capital).
En cuanto al exterior, también en 1923 fue modificado el balcón de la fachada principal, acentuando su horizontalidad, en detrimento de la más pronunciada verticalidad anterior. A su vez las almenas originales fueron sustituidas por un parapeto decorado con paneles que forman una arcatura. Debajo de la arquivolta suspendida que hace de marco al enorme vitral, se adosaron relieves escultóricos de dos ángeles coronados portando blasones.
Una valoración desde el punto de vista del patrimonio inmaterial y material
La iglesia de la calle Esmeralda fue el templo fundacional de la CEABA, el primero, levantado en fecha temprana de la formación histórica de la Argentina (inaugurado, como dijimos, en 1853). Reflejó, en su momento, el esfuerzo de la colectividad de habla alemana radicada en Buenos Aires por hacer visible su presencia como minoría cada vez más prestigiosa y proclamar públicamente su identidad religiosa, enraizada en la Reforma luterana y sus epigonismos.
Se trata de uno de los primeros edificios neogóticos de esta Capital y la autoría proyectual, debida al arquitecto EduardoTaylor, le añade una nota de singularidad y lustre como bien patrimonial. Las reformas realizadas hacia 1923 no han desnaturalizado por completo el estilo ni la morfología general originales, pudiendo afirmarse que llega hasta nuestros días en remarcarles condiciones de autenticidad y que expresa los valores culturales atesorados por la comunidad alemana y la impronta de una diversidad de ritos incorporada a las libertades civiles en nuestra patria.
Por otra parte, y más allá de su excelente conservación material, el templo de la calle Esmeralda ha preservado a lo largo de los años la continuidad del servicio y la misión que le dieron origen. Se trata, en suma, de un bien patrimonial de la mayor jerarquía que reúne notas ostensibles de memoria material e inmaterial.
Entre éstas últimas, no es menor su rol como custodio del tesoro musical alemán (corales y composiciones para órgano) originado en la Reforma luterana y que tiene en Johann Sebastian Bach a su más alta y luminosa cumbre.
Con la iglesia de la calle Esmeralda, las familias de habla alemana establecieron un vinculo a través de las generaciones. Además, habiendo sido por muchas décadas el único templo de la CEABA en la Capital y sus alrededores, era natural que, incluso, los nuevos migrantes alemanes que asistían a sus servicios religiosos lo estimaran como “la iglesia” por antonomasia (sólo bastante más tarde se adaptó como iglesia el salón de música de la Goethe Schule en Belgrano y, todavía mucho después, se levantaron las parroquias suburbanas en diversas localidades).
Pero, aun afirmando su primacía histórica y simbólica, hoy, el dinamismo cambiante de los tiempos impone una resignificación del sitio; vale decir, volver a dotarlo de un sentido que, sin contrariar su origen y su historia, permita una apropiación moral por las nuevas generaciones, como parte de su propia identidad y como vehículo de un servicio inspirado en los valores evangélicos.
Este 170º aniversario presta, pues, su marco jubilar como un gesto de relevancia re-semantizadora, y como una invitación para practicar una mirada más comprometida con el patrimonio, dirigida por la propia comunidad, hacia este tesoro histórico, artístico y de memoria, que es el templo alemán, y que enriquece el legado patrimonial de Buenos Aires, como un don que nos sigue regalando la CEABA a través de su empeño en conservarlo con un esmero que no dudamos en calificar, a esta altura, como patriótico.
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