El mensaje de Whatsapp indica: “Playa Grande, Balneario Mar del Plata, carpa 95″. Es un viernes de enero y el cielo está cubierto por una gruesa lámina de nubes. El pronóstico meteorológico promete lluvias por la noche y tormentas por la madrugada. Hace calor, se percibe la humedad. Son las 18 horas y Carlos Rottemberg juega en la pileta con sus hijos Nicolás y Matilda. Ve a un hombre con cámara de foto profesional y chaleco de fotógrafo y recuerda que había designado una excepción a su rato de ocio. Las fotos le incomodan, lo fastidian pero se resigna. Viste una remera azul, una malla a tono, ojotas de las que ya no se consiguen. Tiene anteojos para leer de marcos negros con imanes en el puente, dos celulares y plata en un bolsillo empapado envuelta en servilletas: el truco para no mojar su dinero. En Playa Grande, Balneario Mar del Plata, carpa 95, posa. Quiere terminar rápido la sesión de fotos.
Cuenta que en la pileta, días atrás, alguien lo abordó: “¿Te puedo hacer una pregunta? Estoy discutiendo con mi mujer en la carpa. Ella dice que existió Rottemberg, el empresario de teatro, y que era tu papá. Y yo digo que vos habías empezado y que tu papá no se dedicaba a esto. ¿Quién tiene razón?”. Rottemberg le respondió: “Quédese tranquilo, todas las semanas hay alguien que me hace la misma pregunta y yo le contesto ‘mi papá era yo’”. Hay quien una vez le dijo muy seguro “yo estuve con tu papá con un proyecto de teatro”. Hay quien se pregunta si este Rottemberg, el empresario de teatro, es el mismo Rottemberg de antes, que también era empresario de teatro. ¿Es otro Rottemberg o el mismo de siempre y tiene 150 años?
Carlos Rottemberg tiene esta tarde de verano marplatense 65 años. Avisa que se hará “la rata” a la noche y no irá a recorrer los teatros. Le llega un mensaje y pide permiso porque debe atender un problema urgente: parece que en El Liceo hay una falla en la refrigeración. Lo resuelve rápido, con prestancia. Su hijo Tomás, de 36 años, es quien se encarga de estos menesteres pero se tomó cuatro días de vacaciones. A Tomás sí le podrán decir “yo estuve con tu papá con un proyecto de teatro”. Pero a Carlos no: aunque Miguel haya conocido a su esposa Juana en una obra de teatro, su filiación con la actividad la conocerá de grande. No hubo una transferencia hereditaria. No hay nada de eso.
Miguel es polaco, nacido en lo que hoy es territorio ucraniano. Escapa de la guerra y arriba al país con cinco años de edad. Se reconoce pobre: va al teatro a upa para no pagar entrada. Crece en los suburbios del suroeste de la ciudad de Buenos Aires. Tiene a Carlos. Se dedica a la fabricación del cuero. La historia cambia de personaje y de apellido: el Rottenberg original sufre una corrección ortográfica en sus hijos que se apellidarán Rottemberg.
Primera casa en Tapalqué y Andalgalá, barrio de Mataderos, calles con olor a frigorífico, guardapolvo blanco, educación estatal, colegio República de Filipinas, clase media porteña, dos hijos, familia tipo. En una búsqueda retrospectiva de su vocación, halló respuestas en su primera infancia. El primer recuerdo de Carlos es a los cuatro años. Ya en su segunda casa: un departamento sobre la avenida Provincias Unidas al 1100 en Lomas del Mirador -hoy avenida Brigadier General Juan Manuel de Rosas-, mano izquierda desde la General Paz. Enfrente, en diagonal, había un cine. “Volví hace dos años -relata-. Lo encontré: once cuadras para adentro, mano derecha, hoy es un supermercado chino. Empecé a buscar entre los vecinos. ‘Sí, era el cine Avenida’, me dijeron. Lo vi tan chiquitito y para mí era un palacio. El recuerdo que tengo es este: quedarme muy embelesado cuando las personas entraban al cine”.
En el segundo recuerdo tiene también cuatro años. Repite una secuencia de datos, como si fuese un mantra: nombre del establecimiento en la época, nombre actualizado, calles, orientación. Su intrincada mente es una reserva de información absurda y valiosa. “Cine Los Ángeles, hoy es el Multiescena, Corrientes, cruzando Callao, mano derecha. Tenía un gran cartel que decía ‘única sala del mundo consagrada a Walt Disney’. Dan Dumbo. Mis viejos nos llevan a verla”, repasa. Su comportamiento no es el de un niño de cuatro años: la pantalla no lo deslumbra, no lo anestesia. Se sube a la butaca para mirar para atrás. Estudia cuánta gente entra, qué hace, cuántos asientos están libres, cuántos ocupados y agudiza la mirada para penetrar por el haz de luz que emerge desde una ventana misteriosa. “Carlitos, la pantalla está allá”, le piden sus papás, con insistencia.
“Aprendí de grande que mirar para atrás era mirar para adelante. Cuando miraba para atrás hacía lo que terminé haciendo de grande: contar gente, tratar de enganchar el gusto del público”, dice en el libro Vivir entre butacas, escrito por Carlos Ulanovsky y Hugo Paredero, en los cuarenta años de su trayectoria teatral. Estudiar a los espectadores en vez de mirar la pantalla es la conducta de Carlos que consolida la inquietud de sus padres. Su pensamiento no convencional o habitual, su fascinación por asuntos relativos, su tara en datos irrelevantes despiertan una cavilación en Miguel y Juana.
En 1965, Carlos tiene ocho años. “El momento del quiebre”, sentencia. Dice, pomposo y exagerado, que es empresario del espectáculo desde los ocho años. Sabe el día, la hora, el lugar. Otra vez su obsesión por memorizar tiempos y ubicaciones exactas: “Fue en el cine Ambassador de la calle Lavalle 777, un viernes a la tarde, segundo día después del estreno de La novicia rebelde”. Lo convencen con una porción de muzzarella post cine de la pizzería Roma. De la película solo sabe que dura tres horas. Su principal entusiasmo radica en lo que pase después. Va con Juana y su hermana Rosa. Desde el pullman de un cine se encandila y se decide, un instante de epifanía. “Empezó a cantar Julie Andrews y yo le dije a mi mamá, llorando, ‘yo quiero ser eso’. Volvimos a Mataderos. Escuché cuando mi mamá le dijo a mi papá que en el cine había dicho, señalando a la pantalla, ‘yo quiero ser eso’. Mi papá le preguntó: ‘¿Qué quiere decir que quiere ser eso?’. ‘No sé, dijo que quiere ser eso y se puso a llorar’, le contestó. Entonces mi papá le dijo: ‘Pero, ¿quiere ser director de cine, quiere ser cantante o quiere ser novicia?’”. La respuesta es un gesto de vacilación: nadie sabe exactamente qué quiere ser Carlitos.
Vuelve a ver la película el día siguiente. Lo acompaña Miguel. Otra vez, el día siguiente del día siguiente, la ve por tercera vez. Lo sigue su abuela. La verá catorce veces en su infancia. La fascinación perdurará en su nostalgia: recorrerá, de adulto, los escenarios naturales de Salzburgo donde se rodó el film. Nunca podrá despegarse de su influencia. Al verla, decidió ser “eso”. Recién le podrá explicar a su padre con precisión qué quería ser ocho años después. Pero sea lo que sea, es algo relacionado al cine. Es su única preocupación. Su hermana Rosa odia que sea tan monotemático.
La empresa familiar de fabricación de cueros progresa. A los Rottemberg les empieza a ir mejor económicamente. Se mudan de Mataderos a Caballito, cerca de la avenida Rivadavia, del subte A y la estación Acoyte. Cada uno de los tres hermanos (Daniela nace en 1969) tiene su propia habitación. Sus hermanas piden armarios altos y amplios para guardar su ropa. Carlos no. “A mí nunca me interesó la ropa, ni antes ni ahora -describe-. Yo lo único que pedí fueron cajones finitos para mi colección de programas de cine. Mi ropa, como hoy: tres shorts, tres remeras y dos vaqueros, la tenía en el piso”.
Miguel y Juana finalmente intuyen que Carlitos no es un chico “normal”, como los otros. Habían acumulado una serie de connotaciones, actitudes singulares, conductas extrañas. Él se autodescribirá, después, como un niño “vago, introvertido, regordete”. La situación tensa la dinámica de la casa. Representa controversias en el seno familiar. Deciden asistir a un profesional. Piensan que puede ser algún tipo de irregularidad, de trastorno de aprendizaje. Rottemberg hijo es ya un preadolescente que pide con tesón que lo dejen viajar solo en subte. Tiene doce años y un propósito cuando ensaya su primer recorrido.
“Bajaba en la estación Congreso, tomaba por Callao, apenas bajaba en Callao 27 estaba el cine Callao, hoy es un Farmacity, llegaba a Corrientes, doblaba a la izquierda, estaba el cine Cataluña después Cosmos 70, hacía todo Corrientes, estaba el cine Los Ángeles, enfrente el Alfil que antes se llamaba Buenos Aires. Llegaba al Obelisco, lo cruzaba, seguía, la primera era Suipacha, doblaba a la derecha, el cine El Ideal, doblaba a la izquierda el Biarritz, el Suipacha y el Princesa. Seguía por el Ópera y el Rex, al lado estaba el Royal. Cruzaba Esmeralda, doblaba a la izquierda y estaba el cine Real, al lado el Maipo, que hoy es un garage. Seguía una más, llegaba a Maipú, doblaba a la derecha, estaba el Cinerama Casino. Volvía por Maipú a Lavalle al 600 y subía al 900 entre el Luxor y el Iguazú. Cruzaba la 9 de Julio, estaba el cine Metro que hoy es Tango, seguía para Rivadavia, doblaba a la derecha, estaba el cine Gaumont y ya estaba de vuelta en el subte”.
Esta extravagancia alienta la consulta con el psiquiatra. Su comportamiento inspira más miedo que admiración. “Los cines del centro de Buenos Aires son 42. Empezando por la A, el cine Alfa en Lavalle 842, hasta la T del Trocadero en Lavalle 820″, insiste. Lo de la dirección es solo un recorte de su obstinación. Sabe la capacidad y el teléfono de los cines, el teléfono y el nombre del jefe de acomodadores y del jefe de boleteros de cada sala. Retendrá estos datos -de los cines que sobrevivirán y de los que desaparecerán- aún de adulto.
“Me decían que fuera a Odol Pregunta. Nunca me presté. No lo podían creer. Agarraban el diario, veían la cartelera y me preguntaban. Me gustaba estudiar eso. Venía a Mar del Plata y decía el Ópera en Independencia y Luro, a la vuelta el Atlantic por Luro, cruzando Salta el Gran Mar, allá está el San Martín, venimos por Alvarado y está el cine Alvarado, vamos el Puerto y sobre el 12 de octubre estaba el Normandié, pasando está El Ideal, en Punta Mogotes en la calle Puán está el cine Casino, el Ambassador en Córdoba, cruzando San Martín, el Atlas y el América en la esquina, cine Nogaró en mi época que no se había incendiado todavía, se incendió el primero de enero del 68″.
La visita al psiquiatra Juan Enrique Kusnir se impone. Los miércoles a las siete de la tarde, cuando los cines renuevan su cartelera con los estrenos del jueves, Carlos dedica dos horas y media para visitar los 42 cines. “Les daba propina a los acomodadores y les pedía el programa del jueves que ya le habían entregado. Sabía que había un camión de una sola imprenta que repartía los programas y que siempre hacía el mismo recorrido”, relata. Había estudiado hasta la logística de la renovación de la cartelera. Intuye qué películas se caen y cuáles cambian de sala. No necesita visitar cada miércoles los 42 cines.
Y la propina que solventa su vicio es dinero propio. Desde los seis años, Carlos percibe ingresos independientes de cualquier dádiva paterna. Vendió bolsas con lavandina, jabón en polvo y detergente: timbre por timbre en los barrios de Mataderos y Lomas del Mirador. En las calles también comercializaba plumeros de piel que confeccionaba su abuela y bijouterie, que le valió una detención policial por “mendicidad y vagancia”. En la antesala de cada inicio lectivo, aún cambia libros que adquiere en la librería El estudiante de Junín y Bartolomé Mitre y ofrece los domingos en los puestos del Parque Rivadavia.
Los programas los clasifica de la A a la Z. En sus cajones del armario donde elige no guardar la ropa ordena los cines, sus cines. Cuando llega a mil programas recogidos, sopla las velitas. “¿Qué vamos a hacer en casa con tantos papeles?”, se pregunta su abuela, en medio de los festejos. Y los administra con respeto por las obras en curso y los espectadores en butacas: “La última función era a las 23 horas. Había trasnoche viernes y sábados. Algún cine de Lavalle tenía súper trasnoche a las tres de la mañana. Pero en ese momento, en días hábiles, comenzaban a las 23 ó 23:10. Yo tenía los programas que había conseguido del día siguiente y esperaba que la película empezara para bajar el programa, esperaba la última función para guardarlo, y ponía el del día siguiente”.
Los jueves al mediodía le pide a sus padres que anoten sus pronósticos. Se asigna un puntaje por cada acierto. “Tenía que adivinar: esta película va a durar tres semanas, esta va a durar seis semanas, esta va a fracasar, esta va a pasar al cine Lavalle... Mis viejos tenían que escribir todo. Cuando acertaba era pito y matraca. Pero hubo un día que no acerté ninguno. Fue jodida esa semana. Lo único que me interesaba en el mundo era eso”, dice, para resumir su psicosis juvenil. Luego advertirá que eso que hacía en séptimo grado es lo que hará durante 48 años ininterrumpidamente en los teatros. “Conocí el negocio sin que existiera una facultad. Los programas para mí eran la facultad”, define.
“Cuando me llevan al psiquiatra es porque decía que yo era el dueño de los 42 cines. Estaba convencido. Yo era el dueño. Yo programaba los 42 cines, si eran míos”. Carlos tiene doce años cuando conoce al doctor Kusnir. El diagnóstico es automático: el psiquiatra les dice a los padres del paciente que no se preocupen, que el chico no padece ningún trastorno, que lo único que tiene es una vocación. La respuesta les inyecta paz y serenidad a los adultos, y libera la pulsión del niño por los cines.
A los doce años, Carlos empieza una relación de amigovios con Gisella, que apaña y promueve su perfil cinéfilo. Ya no quiere vender lavandina ni libros. Quiere trabajar del espectáculo. Por recomendación del psiquiatra, se alquila un proyector de 16 milímetros en la distribuidora de cine de Lavalle y Ayacucho. Descubre que puede generar dividendos propios y concibe el embrión de las animaciones infantiles: se dedica a pasar películas en cumpleaños. Ofrece El festival de Tom y Jerry o una película de contenido estilo Un globo rojo, a libre elección de los padres. Y completa el servicio con una asesoría pedagógica, que infla el cachet y no es más que un mero recurso comercial para incluir a Gisella en su plan: “Era la que me acompañaba y decía ‘chicos, pórtense bien’. Era nuestra salida de novios. Nos veíamos solo los fines de semana. Vivíamos de cumpleaños en cumpleaños y siempre comíamos panchos”.
A los 17 años, los mismos que hasta los doce dudaron de su naturaleza psiquiátrica lo emancipan. Miguel recuerda cuándo es que toma la decisión. Es 1974. Van en el auto por avenida Corrientes. Su hijo tiene 16 años y viaja en el asiento del acompañante. Pasan por la puesta del cine Astor (Carlos no puede con su genio: “Corrientes 746″). Tiene un cartel de venta y un teléfono. Miguel interrumpe el silencio: “A ver… si sabés tanto de cine, ¿cuánto vale ese cine? Decime y cuando llegamos a casa llamo a la inmobiliaria”, lo desafía. “Vale 300 mil dólares”, le dice Carlos, seguro. Llama y el empleado de la inmobiliaria dice el mismo monto que minutos antes había arriesgado su hijo. “Mi viejo se lo contaba a todos sus amigos. ‘No discuto más: yo sigo haciendo cueros, que él haga eso que no sé qué es’, les decía”, repasa.
Recién ahí Carlos les puede explicar qué quiso decir cuando llorando y mirando a Julie Andrews cantar en La novicia rebelde dijo “yo quiero ser eso”. “¿Qué querés ser entonces?”, lo presiona Miguel. “Exhibidor de cine”, le responde su hijo, con sencillez. “Yo conozco al director, al actor, al músico, al coreógrafo, ¿qué es un exhibidor?”, inquiere el padre. “El que pasa películas”, le informa. Miguel nunca más se lo volverá a preguntar. “Terminé la secundaria y fui empresario. Cuando Tomás cumplió 17 años, me pregunté si tendría la valentía de emanciparlo. No entiendo cómo pudieron hacerlo mis viejos en el 74″, se cuestionará décadas después.
Carlos ya puede ejercer el comercio y abrir la cuenta en un banco. Le servirá pronto. Su raid de miércoles, su colección de programas, su devoción por el cine activa la curiosidad de un hombre alto y gentil que un día cualquiera lo para y le pregunta: “Te veo todas las semanas viniendo a alquilar películas. ¿Qué querés?”. “Lo que quiero es que alguien de cine me dé bolilla”, le responde. Juan Pelish, así se llama el hombre alto y gentil, regentea un cine en avenida Pueyrredón 230, barrio del Once. “Cine Majestic, hoy es un Mc Donalds”, aporta Carlos. “Los lunes yo programo el cine, los martes a la tarde ¿podés venir a verme? Yo te voy a enseñar”, lo invita. Y así, el primer martes se puso saco y corbata y lo fue a visitar en una oficina ínfima. El primer encuentro gestiona un segundo cónclave: lo cita a la distribuidora Cinetel sobre Ayacucho, entre Corrientes y Lavalle, donde alquilaba las películas que después proyecta en su cine. “En los cines se daba la película base, la más nueva, y la segunda era un complemento, una más usada. En la distribuidora, Juan Pelish dijo -no me olvido más- ‘vamos a poner Cama con música, el complemento lo va a elegir él’”. Él es Carlos Rottemberg y Cama con música es una película para valijeros, el eufemismo con el que se conocía a los filmes eróticos. Cuando vuelve a su casa después de haber sido premiado con su primer trabajo de exhibidor, cuenta: “Además de los 42 cines del centro ya tengo uno en el Once”.
La rueda no se detendrá nunca.
Suena el teléfono en la casa de una familia que los Rottemberg apenas conocen. Es un sábado a la tarde de 1974 y Carlos está animando un cumpleaños infantil. “Te está buscando el señor Juan Pelish”, le avisa su abuela que sabe que Pelish es algo así como su maestro, su gurú. Carlos no puede esperar. Pide el teléfono y devuelve el llamado. Del otro lado del tubo, atiende una propuesta: “Escuchame, hay un cine que queda en Paraguay y Suipacha, cerrado hace cuatro años y donde corren las lauchas, con lo que juntaste de plata… ¿te interesaría alquilarlo para dar cine infantil?”. Cine Baby se llamó cuando lo inauguraron en 1936 y teatro Ateneo se llamó hasta 1972, cuando cerró sus puertas. “Pero, ¿cómo hago para dar cine?”, le pregunta aunque intuye la respuesta: “Lo mismo que hacés en los cumpleaños”.
Dice que sí. Abre una cuenta corriente en el Banco Nación y paga monedas por una sala con 700 butacas y pullman, 400 personas abajo, 300 arriba. Una mujer vive adentro: Luisa Santoro. “Siempre en las salas de espectáculos, no sé por qué, queda alguien adentro. Cuando llegué, la mujer ya tenía como 100 años. Tardé como dos semanas en preguntarle algo que me intrigaba: ¿por qué en la botamanga tenía elásticos? ‘Porque dos veces se me metieron lauchas por las piernas’, me respondió”. En las vacaciones de invierno de 1975, a dos meses de haber cumplido 17 años, inaugura el primer día de julio su cine Ateneo en una sala de teatro. No hay misterios: en la baranda del pullman instala el reflector, en el escenario cuelga una tela blanca que compró en el mismo Once. La primera película que pasa es la misma que lleva a los cumpleaños infantiles: El festival de Tom y Jerry.
Rottemberg ya es un hombre del espectáculo. Aunque no lo sepa. Da cine infantil de dos de la tarde a ocho de la noche en 1975. Maneja un proyector y una sala de teatro reconvertida. Es cuando Luisa le informa que hay dos personas que lo quieren ver. Son dos actores: Beatriz Bonnet y Juan Carlos Dual. “Perdón pibe, pero queremos hablar con el empresario”, le dicen, confundidos con la precocidad del adolescente que los saluda, al empresario. Curado el malentendido, se presentan: “Estamos en gira haciendo una comedia que se llama Mi amiga la gorda. Nos gustaría venir a Buenos Aires y como vos acá das cine y esto fue un teatro, a la ocho de la noche cuando terminás el cine, podemos hacer teatro”.
Ignora todo lo relacionado al teatro. Su aproximación más cercana a ese universo data de sus cinco años. Su recuerdo se le proyecta en la memoria: está de vacaciones en Mar del Plata, se hospeda en el hotel Lima sobre la calle Sarmiento, a una cuadra y media de la vieja terminal. Miguel alquila una habitación para cuatro personas, pensión completa. La dinámica se respeta: “Desayuno en el hotel, playa Bristol, almuerzo en el hotel, playa Bristol. Después el parque Primavesi, dar la vuelta en pony y volver para cenar en el hotel”, rememora. Entenderá, de adulto, que a veces la vida es una repetición: “30 años después llevé a mi hijo que hoy tiene 36 a dar la misma vueltita. 60 años después sigo llevando a mis hijos a dar la misma vueltita. Y sigue todo igual”.
En 1940, Manuel De Sabattini había llevado a su compañía a ofrecer teatro a un balneario bonaerense. Veinte años después, el actor y humorista Darío Víttori empieza a trasladar el público de la televisión al teatro. Se populariza. A la familia Rottemberg el presupuesto de las vacaciones no incluye la entrada. “Si no tenés plata, ¿qué hacés después de comer? Salir a dar la vuelta por el centro y por inercia llegás a los teatros. No hay secreto: la vuelta nocturna”, relata. A los seis años, esperaba en la puerta de los teatros cruzarse a Darío Víttori. Tal vez por eso, en honor a sus sueños de infancia, le quedó un toc: “Nunca apago las marquesinas cuando terminan las obras y me enojo con el que lo hace para que se vaya la gente. Porque esa gente era yo. Sufríamos mucho cuando apagaban las luces para que nos fuéramos”.
Ignora, entonces y a sus 17 años, todo lo relacionado al teatro. “Les agradezco -les contesta a Beatriz Bonnet y Juan Carlos Dual-, pero yo a los actores los prefiero enlatados”. No le parece agresiva ni impetuosa la respuesta. Los actores se van enajenados con la insolencia de ese adolescente petulante. Juan Carlos Dual tardará treinta años en perdonarlo y Beatriz Bonnet le comentará, alguna vez, a Mirtha Legrand “no sabés lo que me dijo tu amigo cuando lo conocí”.
Pasan seis meses. El cine y su carrera como empresario prosperan. Lo llama Jorge Blutrach, un empresario textil de Villa Lynch y padre de Sebastián, un futuro productor teatral, para comentarle que tiene ganas de hacer teatro, pero que de teatro no sabe nada. Un hombre de la industria textil como su papá, el barrio contiguo a la General Paz como su Lomas del Mirador y la incompetencia total por la actividad los empata. Eso le da confianza. En la reunión tiran el nombre de Pepe Soriano. Eso ya refuerza su interés. La obra sería Parra y narraría la vida de Florencio Parravicini. No sabe ni a qué precio poner las entradas. Le pregunta a Miguel, su padre, que tampoco sabe. Llama a otros teatros para tener estándares de referencia. Es abril de 1976, la dictadura militar estrena su mes de gobierno de facto. “Arranqué con Parra y no paré más”.
Es literal: no paró más. Sobrevivió a la dictadura, soportó la acusación de ser “un apañador de subversivos” y de realizar espectáculos artísticos que hacen a la “apología marxista”, debió esconderse en la casa de un amigo, sufrió amenazas de bomba, controles de gente, se sostuvo en la hiperinflación y el plan bonex, tuvo que aumentar siete veces la entrada el mismo día, temporadas sin energía eléctrica donde no podía encender las marquesinas, aguantó el corralito, los patacones, las levac, usar el posnet de la mercería lindera al Teatro Corrientes para cobrar las entradas, atravesó la pandemia y la pospandemia. Y sigue: ya programa la temporada de verano 2024. Lleva 48 años siendo empresario de teatro, 45 años ininterrumpidos presentando obras de teatro en Mar del Plata. En 2018 le otorgaron una distinción en el Concejo Deliberante de la ciudad balnearia: es el único caso de alguien no marplatense que cumple tantos años en cualquiera de las actividades sin faltar a ninguna temporada: ni actor, ni director, ni escenógrafo, ni coreógrafa. “Lejos de cansarme, yo lo disfruto mucho. Ya lo aprendí hace muchos años: hago una mezcla de trabajo y vacaciones. De hecho estamos charlando en short y ojotas. A la mañana voy en short y ojotas a la oficina. Solo me pongo el pantalón y los zapatos para hacer una recorrida por la noche”.
Es dueño de más de nueve mil butacas y 16 salas de teatro en siete edificios pero no se preocupa en ostentarlo. Mientras saca billetes cubiertos por una servilleta húmeda para pagar su lágrima en jarrito, recuerda un axioma de su padre: “Mi viejo siempre dijo que no le gustan los empresarios ricos con empresas pobres. Él armó su empresa para sacar lo que necesita para vivir y el resto para reinvertirlo en la empresa. Ese es el manual. Yo llevo vendidos 22 millones de boletos de teatro. Los 22 millones están a la vista: las 16 salas, todas en propiedad, las compró el público, yo no compré nada. Lo único que hice fue seguir usando la misma remera, viniendo al mismo balneario. No me van a encontrar el yate, el departamento en Miami o la casa en el country”.
Dice que cree en la industria nacional, en la fuente de trabajo, en la ética empresarial, en la reinversión y tiene un principio que no tuerce: “El riesgo es la justificación moral del empresario”. “No me vas a encontrar nunca vendiéndole una entrada al Estado, a ningún gobierno, a ningún sindicato. Lo digo para que me busquen. Yo le vendo al menudeo, vendo en boleterías. En mis teatros no vas a encontrar un edificio, un garage, un chocolatinero. Vendo entradas de teatro puras. Soy rígido”. Sostiene que hace 25 años firma papeles con el dedo y enseña que los éxitos (Brujas, Salsa criolla, Toc toc, Juan Carlos Calabró, Alfredo Alcón, Alberto Olmedo) solventan los fracasos, que los fracasos tienen poco testigos y se esconden debajo de la alfombra. “No puedo ser capitalista en el éxito para convertirme socialista en el fracaso”, acuñó una vez.
Ya son casi las ocho de la noche. El cielo sigue cubierto por una gruesa lámina de nubes. El pronóstico meteorológico que prometió lluvias por la noche puede presumir su lectura. En ojotas que ya no se consiguen, en una malla que vuelve a mojarse y en una remera azul que va llenándose de manchas oscuras por las pesadas gotas que caen, Carlos Rottemberg se retira del balneario. Esta noche se hará la rata: no irá a visitar los teatros. Será una cena en familia. La rueda sigue girando.
Seguir leyendo: