El Congreso, que había comenzado a reunirse en 1824 con el objetivo de sancionar una constitución, había votado la ley de creación del poder ejecutivo nacional. Aprobada el 6 de febrero de 1826, al día siguiente se procedió a elegir presidente: Rivadavia obtuvo 35 sufragios; los restantes candidatos, Alvear, Lavalleja y Alvarez de Arenales, uno cada uno.
Te puede interesar: El primer golpe militar: el papel de San Martín, Rivadavia entre las cuerdas y un gobierno desprestigiado
En las provincias, la noticia no cayó bien.
La ceremonia de asunción fue el martes 7 de febrero. Comenzó cuando los diputados Garmendia, González, Pinto y Mansilla fueron al encuentro de Bernardino Rivadavia. Ese personaje que era por demás conocido en la ciudad por su baja estatura, brazos cortos, piel cetrina y abultado vientre, entró al recinto donde sesionaba desde diciembre de 1824 el Congreso Constituyente. Tomó asiento a la derecha del presidente del cuerpo y escuchó a uno de los secretarios leer la norma de rigor. Luego tomó juramento: “Yo, Bernardino Rivadavia, juro por Dios Nuestro Señor, y estos Santos Evangelios que desempeñaré fielmente y con arreglo a las leyes el cargo de Presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata que se me confía, que cumpliré y haré cumplir la constitución que se sancionare para el gobierno de la Nación; que protegeré la religión católica y que defenderé y conservaré la integridad e independencia del territorio de la Unión bajo la forma representativa republicana”.
En el discurso de rigor manifestó su propósito de darle a la república una capital “que regle a todos y sobre el que todos se apoyen: sin ella no hay organización…”
De ahí, lo acompañaron al Fuerte, donde lo esperaba el gobernador Juan Gregorio de Las Heras junto a sus ministros, los jefes militares y la gente que se había agolpado en la puerta. Las Heras leyó el decreto de asunción, lo proclamó presidente y le alcanzó el bastón de mando. Se le fijó un sueldo de 20 mil pesos anuales.
Junto a la ley de creación de un poder ejecutivo, una ley de ministerios determinó que fueran cinco, y no tres como algún diputado había propuesto. Ese mismo día dio a conocer su gabinete: Julián Segundo de Agüero en Gobierno; Manuel José García, en Relaciones Exteriores; Carlos de Alvear, en Guerra y Marina y Salvador María del Carril, en Hacienda. García renunció y fue reemplazado por el general Francisco Fernández de la Cruz. El sueldo de cada ministro era de seis mil pesos.
Te puede interesar: 210 años del Motín de las Trenzas: 10 ahorcados, el misterio de una conspiración y el “muera Belgrano”
Tanto el presidente como los ministros debían recibir el tratamiento de “excelencia”.
Eran las dos de la tarde cuando quedó en funciones el primer presidente que tuvo el país. Hubo una salva general de los cañones del fuerte, de la escuadra y de las baterías norte y sur. Quisieron demostrar que era un día de fiesta, pero la decisión no había agradado a todos.
Bernardino de la Trinidad González de Ribadavia nació en Buenos Aires el 20 de mayo de 1780. Recién entre 1813 y 1814 modificaría su apellido, reemplazando la b larga por la corta y llamándose Bernardino, a secas.
De carácter retraído y callado, sufrió por mucho tiempo el dolor por la muerte de su mamá María Josefa, a los seis años, y por la atención familiar concentrada en Tomasa, su hermana mayor, ciega. Su papá Benito, un gallego nacido en el pueblo de Monforte, no tardó en volver a casarse; cuando su hijo ya era funcionario, debió morder su orgullo y debió optar por la ciudadanía argentina para poder permanecer en estas tierras.
Bernardino abandonó tempranamente sus estudios para dedicarse al comercio. En las invasiones inglesas se enroló en el Tercio de Voluntarios de Galicia, y dicen que peleó bien.
Luego de seis años de noviazgo, se casó con Juana Josefa Joaquina, una muchacha de grandes ojos negros, nada hermosa ni agraciada, que era una de las hijas de Joaquín del Pino, quien había sido virrey entre 1801 y 1804.
Tendrían cuatro hijos: José Joaquín Benito Egidio; Constancia, que fallecería a los cuatro años; Bernardino Donato y Martín.
Vivieron en una amplia casona de Defensa 453, en el antiguo barrio de Santo Domingo que aún, parcialmente reformada, se mantiene en pie.
Don Bernardino se fue transformando en un hombre público. En mayo de 1810 votó para que el poder recayese interinamente en el Cabildo. Y cuando asumió el poder el Primer Triunvirato, junto a Chiclana, Paso y Sarratea, él se desempeñó como secretario de guerra y de hacienda.
Combatió la inseguridad en la ciudad; tuvo la atinada idea de hacer un censo, prohibió la introducción de esclavos, inauguró la biblioteca pública, iniciativa de Moreno, y les solicitó a los cabildos del interior que enviasen muestras de la flora, fauna y mineral de cada lugar para armar un museo de historia natural. Abrió dos escuelas; “no hay libertad ni riqueza sin ilustración”, decía; organizó el ejército y realizó un ajuste en la administración pública: a los empleados se recortó a la mitad sus sueldos, él mismo encabezó la lista y lo mismo hizo con jefes militares que no estaban en servicio activo. Aplicó un impuesto extraordinario a comerciantes, excluyéndose a aquellos de bajos recursos e implementó una lotería nacional, abrió aduanas en Mendoza y Corrientes y liberó de impuestos la compra de insumos para la agricultura y la minería. Y fue implacable en la represión del motín de las Trenzas y firmó la treintena de fusilamientos que llevó a la muerte a los conspiradores liderados por Alzaga.
El gobierno que integró fue víctima del primer golpe militar en la historia argentina. Fue el 8 de octubre de 1812, cuando José de San Martín sacó a la calle a sus Granaderos y provocó la caída del Primer Triunvirato. El secretario alimentó un profundo rencor hacia el Libertador.
“El mulato”, como le decían, pronto encontraría ocupación. En 1814 integró, junto a Manuel Belgrano, una misión a Europa. Fueron con un encargo casi imposible: “la independencia política de este continente o a lo menos la libertad civil de estas provincias”.
Belgrano volvió solo a Buenos Aires, a tiempo para contarle a los congresistas de Tucumán las tendencias políticas predominantes en el Viejo Continente. A pesar de las insistentes cartas de su esposa, que no respondía, Rivadavia permaneció en Europa hasta 1820, y se haría amigo de algunos intelectuales, entre ellos del filósofo y economista Jeremy Bentham.
Era un aficionado al ajedrez, y no le gustaba perder. Jugaba con frecuencia con Florencio Varela y las partidas lo ponían nervioso y llegaba a violentarse. Cuando perdía, buscaba excusas que dejaran a salvo su inteligencia. Solía echarle la culpa a Justa Cané, la esposa de Varela, que solía presenciar las partidas. “Lo que ocurre es que su presencia me cohíbe”, se justificaba.
El gobernador Martín Rodríguez lo nombró ministro de Gobierno y de Relaciones Exteriores. Sería el protagonista de lo pasaría a la historia como “la feliz experiencia”.
Fue el impulsor de la primera ley electoral, que habilitaba a votar a la gente decente que se presente vestida de traje y levita”, excluía a peones y empleados domésticos. Clausuró los cabildos y aplicó una profunda reforma administrativa de justicia, creando el Tribunal Supremo. Refundó el Colegio de San Carlos, llamándolo de Ciencias Morales; creó la Universidad de Buenos Aires, las academias de Medicina, de Música y las Sociedades de Ciencias Físicas y Matemáticas y de Jurisprudencia.
Su sistema de escuela pública contemplaba que el alumno que cumplía su ciclo elemental, pasaba a ser maestro en otra escuela, generando un efecto multiplicador. Bajo su gestión vio la luz el Archivo General, el Departamento Topográfico y Estadístico, el Museo de Ciencias Naturales y vio la luz la Sociedad de Beneficencia, y se negó que su esposa figurase en la comisión, a pesar de lo mucho que había trabajado.
Dictó una “ley de olvido” que favoreció a varios políticos que sufrían destierro, abolió el fuero eclesiástico, suprimió el diezmo y legisló sobre la edad para la consagración eclesiástica y la cantidad de integrantes de cada convento y confiscó propiedades de la iglesia. Lo que era la residencia del obispo, pegada al Cabildo, pasó a ser sede de la Policía, popularmente llamada “el hotel del gallo”, por el animal que su primer jefe, Joaquín de Achával, había incorporado al logo de la institución.
Cuando el 21 de agosto de 1820 una violenta sudestada destruyó el muelle del puerto, tuvo la idea de gestionar, ante la banca Baring Brothers un préstamo de un millón de libras que sería destinado a la construcción de un puerto, a la fundación de pueblos costeros en la provincia de Buenos Aires y a obra pública. Sin embargo, cuando se descontaron las comisiones de intermediarios, llegaron a Buenos Aires solo 570 mil, la mayor parte en letras de cambio. El préstamo fue al 6% anual, pagado semestralmente, con una amortización del 1% anual. Como garantía, el gobierno puso a la tierra pública. Entonces, como la tierra hipotecada tenía prohibida su enajenación, lanzó la Ley de Enfiteusis, que establecía un arrendamiento contra el pago de un canon. La deuda recién sería cancelada por Roca en 1904.
Su corta gestión presidencial estuvo marcada por la guerra con el Brasil, en que tuvo que destinar la mayoría de los recursos. Su ley de Capitalización de Buenos Aires, votada el 4 de marzo de 1826, generó fuertes rechazos, así como la Constitución unitaria de 1826. Un pésimo arreglo diplomático del ministro Manuel García con los brasileños, cuando teníamos la guerra ganada, sumado al rechazo al sistema presidencialista en el interior, hicieron que Rivadavia renunciase el 7 de julio de 1827.
Nunca más ocuparía un cargo público.
Partió solo a Europa, y vivió en París. Regresó en 1834, pero no pudo desembarcar porque el gobernador Viamonte se lo prohibió. En el muelle, lo esperaban su esposa y su hijo Martín; todos debieron irse a Uruguay. Sus otros dos hijos se habían volcado a la causa rosista. Vivió primero en Mercedes y luego en Colonia, donde se ganaba la vida con la ganadería. Cuando su nombre figuró en una lista de un supuesto complot, el presidente Oribe lo desterró a la isla de Santa Catarina en 1836 y luego decidió vivir en Río de Janeiro. En esa ciudad, en diciembre de 1841 falleció su esposa, luego de quebrarse una pierna, y su hijo Martín se volvió a Buenos Aires a enrolarse en la causa federal.
Se radicó en Cádiz, en un primer piso de la calle Murgía 147, donde vivía solo y olvidado. De ese caserón de habitaciones interminables que había sido levantado en 1815, que poseía un bello patio andaluz, ya había echado a sus dos sobrinas, Clara y Gertrudis, cuando se dio cuenta que le estaban robando lo poco de valor que había podido rescatar de sus exilios. Conservaba varias propiedades en la ciudad de Buenos Aires y acciones de diferentes bancos.
En su testamento dejó expresamente indicado que no quería que sus restos fueran llevados ni a Buenos Aires ni a Montevideo. Murió de una apoplejía fulminante el martes 2 de septiembre de 1845. No recibió ninguna honra fúnebre porque el padre de las sobrinas dijo que había sido el responsable de que España perdiese las colonias en América.
El 12 de agosto de 1857, contra su voluntad, Bernardino regresó al país. En el vapor General Pinto, anclado en aguas del Río de la Plata, fue velado por sus hijos y las principales personalidades del gobierno y del país. Lo depositaron en la bóveda familiar en la Recoleta. Desde 1932 en el mausoleo de la Plaza Once descansan los restos de aquel cuyos sueños presidenciales fueron demasiados cortos.
Seguir leyendo: