La Vida de Brian fue una de las películas más relevantes para la cofradía rocker, la misma que unos años más tarde tomaría por asalto la vida misma de toda una sociedad. La de Brian es una película de los Monty Python, un brillante quinteto de comediantes británicos que a fines de los 70´s consiguió el halago mundial con esta comedia. Solo con decir que el Beatle George Harrison hipotecó su castillo londinense para pagar el film entero, de onda, es suficiente para fundamentar su genial argumento.
Brian nació en Belén hace 2023 años aproximadamente, vivía al lado de la casa de otro niño nacido en esos días, al que llamaron Jesús. Esta circunstancia fue suficiente para que siempre confundieran a Brian con su vecino. Hasta a los reyes magos confundieron la situación, tanto que llegaron al punto de dejar sus carísimos presentes por el nacimiento del mesías en el pesebre de Brian. Igual después le sacaron los regalos para dejarlos en el pesebre adecuado.
Hay una escena de esa película que sin fallar me recurre a una línea de pensamiento que me sujeta hace años. Algo que tiene que ver con la percepción artística que nos genera una banda de rock tocando para la multitud en un estadio repleto de fans. Con la banda rodeada de pantallas gigantes mostrando retazos del escenario, gestos y rastros de sudor en el rostro del cantante que a más de 70 metros de uno, llegan a conmover.
De lejos, eso sí.
La escena de La Vida de Brian a la que aludo es la que sucede cuando llevado por la curiosidad de ver en qué andaba metido su vecino, hecho que a Brian no dejaba de llamarle la atención por la cantidad de veces que era confundido con el tipo, cuando le gritaban Salvador, Mesías, Tenme a tu lado y demás exageraciones.
La escena nos sitúa en el monte más elevado de Galilea, cerca de Belén digamos, durante el famoso sermón de la montaña. Hasta ahí mismo llega Brian buscando sus respuestas. Llega tarde, obvio, así que se ubica al final de la ladera, como a media cuadra de Jesús, que estaba arriba de todo. De repente, la cámara se aleja, mientras la voz del mesías se va perdiendo junto a su imagen a medida que aumenta la distancia. Brian, está junto a su madre, que se quiere ir porque no escucha. Hay una discusión y alguien pregunta por las palabras de Jesús:
-”¿Qué dijo?...”
A lo que el tipo de al lado le responde que no oyó nada porque estaba discutiendo. Para hacer todo más desopilante, dos que están apenas más adelante -que tampoco escuchan- traducen mal lo que dice Jesús.
Más allá de humoradas, Monty Python nos explica, como nadie podría hacerlo mejor, el significado de pertenencia. Ser parte de la cosa, haber estado es algo que queda para siempre en la vida. Sentirse embebido en la magia del evento, estar vinculado a la movida del momento. Sentirse parte de la historia, reconocimiento u olvido aparte. El ritual de la tribu no me es ajeno, se piensa.
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Ahora, ni Brian ni el que estaba al lado oyeron absolutamente nada de boca del heredero. No se, al otro día habrán leído los diarios, o deconstruyeron fragmentos del sermón con comentarios oídos por ahí. Pero escucharlo, no lo escucharon. En La Vida de Brian terminan todos mal.
Inevitablemente, las últimas veces que fui a ver una banda de rock a un estadio colmado, no he dejado de sentirme Brian por un rato.
Ser parte del show, transpirar, llorar o gritar mirando por una pantalla enorme como el guitarrista y el cantante se abrazan sonriendo ganadores al final del hit de la jornada vale. Abrazar a tu pareja del momento para después encarar de la mano un traslado al otro lateral de la cancha, no deja de tener su encanto. Aunque ahora veas un poco menos de lo ya poco que te quedaba del lejano escenario. No importa, nada de eso importa, sos parte de la gran despedida número 3 del idolatrado grupo. Hasta podés comprarte la remera autografiada bien impresa del merchandising oficial esa misma noche, mirar el show ya con la t-shirt bien colocada sobre tus hombros. En fin, podes participar integralmente del evento.
Ahora, musicalmente, de ver a la banda tocando nada. En todo caso vivimos la ilusión de estar ahí cerca de ellos, que te tocan los temas para vos y muchos otros como vos. Mirando embelesados como cuatro pequeñas siluetas tocan sus canciones sin lograr adivinarles los gestos, sin notar si hay esfuerzo, haciendo lo suyo de lejos, en una actitud artística de entrega para su público. Para vos y 55.000 personas más.
Es genial el evento, la empatía generada. Una noche de paz, amor y música, el sueño hippie hecho realidad. Y a la salida, miles y más miles de personas cantando y bailando en las calles, algo único en serio. Aunque lejos está de ser un estadio el ámbito natural para escuchar una banda de rock. Me atrevería a afirmar que nada hay más alejado de su origen.
Pero también he escuchado tocar bossa nova en una playa carioca para más de 100.000 almas en una noche de Reveillon, más allá de que la bossa nova se inventó para tocar en departamentos, para esconderse de la autoridad municipal. Como te explican los disc jockeys brasileños, la bossa nova se toca despacio y se disfruta en intimidad. Pero bueno, observar una multitud coreando “Corcovado” de Jobim no puede no emocionarte hasta hacerte llorar disimuladamente delante de quien sea.
Lo del show en estadio para una banda de rock nació en el cerebro sagaz de Ed Sullivan, quien en 1966, después de notar el récord de audiencia que tuvo su programa de tele cuando invitó a The Beatles, se apersonó en las oficinas de la EMI de New york con el proyecto de montar el recital de The Beatles en el Shea Stadium. Sería un show filmado para su canal con el cuarteto inglés, tocando en medio del campo de juego, filmados por 16 cámaras colocadas estratégicamente por todo el lugar. Eso en esa época dejaba de ser una exageración para convertirse en una locura.
Y todo, efectivamente, fue una gran locura al final. 50.000 chicas gritando y dando alabanzas hasta el paroxismo, lo que impidió poder grabar las canciones desde el audio, los camarógrafos eran arrastrados por la multitud que chocaba con los policías apostados en las vallas. Todo ese pandemónium derivó en una peliculita simpática de 50′ con los temas regrabados en un estudio para agregarlos al film como si fueran los que de verdad tocaron en ese escenario casi ridículo, visto desde hoy claro.
El resultado fue un desaguisado artístico, pero una clara muestra de lo que generaba la Beatlemanía.
Claro que en su alegato hay que aclarar que todavía no se había inventado el sonido manejado desde una consola, así que lo que escuchaba el público era el sonido de la banda desde los parlantes que tenían a su alrededor en escena.
Desde acá, la primera vez que un artista diseñó su show para un estadio fue Charly García, cuando no, en la presentación de Yendo de la Cama al Living/Pubis Angelical. Se presentó en el estadio de Ferrocarril Oeste a fines de diciembre de 1982. Una época dolorosísima para todos en este pintoresco lugar del mundo. La guerra de las Islas Malvinas, el descalabro de los dictadores que ya boqueaban su infame huida del poder, ese año ni pudimos figurar en el mundial de España. En medio de la palidez Charly debuta como solista en un show inolvidable con escenografía de Renata Schusseim, efectos especiales de Trentuno, con una banda integrada por los Abuelos de la Nada Andrés Calamaro, Cachorro López y Gustavo Bazterrica más Willy Iturri -ex Banana- en la batería. Con Los Abuelos de la Nada y Suéter abriendo la velada. Desde la llegada de Garcia y los demás a escena en un Rolls Royce rosa, hasta el derrumbe de los edificios de cartón simulando bombas y misiles FX, inolvidable.
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Cualquiera se da cuenta que eran shows muy fuera de los catálogos del momento, que ameritaban el esfuerzo de todos, de la producción, de los músicos, de los medios que transmitieron y del público que por primera vez veía a The Beatles filmados en directo y a Charly García de lejos.
Hasta ahí, quitando algunas fechas en el Luna Park, o algunos recitales en teatros del centro porteño, a los músicos locales los veías en pubs, locales especialmente adecuados para el consumo de músicas en vivo y en directo. Eso era otra cosa. Como ver una pelea de box desde el ring side o por televisión.
En los años 80´s, tan pródigos en bandas y solistas, nada hubiese sucedido sin el medular apoyo de algunos antros de diversión intelectualmente elevada, como fueron los pubs. Hay muchos nombres, lugares y personajes que le dieron al rock argentino las alas para volar tan lejos, permitiéndoles la expresión desde lugares que hoy serían clausurados con una veintena de razones para hacerlo.
Quizás consciente de ello, la turba tenía límites. No diría que los cuidaba, en todo caso sabían que allí no los cuidaba nadie. Siempre creí que dios no sabía que la Nave Jungla existía. O Paladium, mismo Prix D’ami o Cemento.
Cómo explayarse en las bondades de una noche en Shams, un hermoso local que funcionaba en Federico Lacroze al fondo, gozando un show de Luis Alberto Spinetta con el Mono Fontana, ellos dos nomás, en plan semi entrecasa, para no más de 40 parroquianos que ni avisados estaban en algunos casos.
Es menester dejar constancia que grandiosas bandas argentinas que marcaron a varias generaciones el toda latinoamérica, desde el estadio Nacional de Chile, el Estadio Azteca o River Plate , se hicieron grandes transitando los escenarios de la Esquina del Sol, el Stud Free Pub, El Dorado, Morocco, Halley y demás.
Recuerdo para siempre en mi vida , la noche que con Gustavo DeRosa salimos de la Esquina del Sol ya algo cansados de ver a Sumo y Los Abuelos de la Nada, y encaramos para el Stud Free Pub, un par de cuadras de distancia, donde tocaba Fricción. Los Ratones Paranoicos, en el Bambalinas, compartían el público de San Telmo con Virus y Los Redondos, que venían desde La Plata en micro para tocar en El Depósito de Toti Glusman. Todos éramos brothers in arms, estábamos en la misma tropa, saltábamos a las mismas trincheras.
Además, estaban vivos Luca, Federico, Luis, Pappo, Otero, Gustavo, Palo, Marciano, Willy, Abuelo, líderes artísticamente positivos. Tocando y creando los sonidos que fueron la BSO de tantas vidas, la música de fondo de nuestra fiesta animada. Todos eran de recorrer el lugar antes de subir a tocar, así con espontánea actitud, sin selfies ni communities managers por medio, de onda. Todo se hacía de onda en esas noches de pub porteño.
Cumpliendo la premisa fundamental del aporte del rock a la cultura de masas, que era postular por primera vez el que estaba arriba del escenario era igual al que estaba abajo.
En la primera Esquina del Sol, Charly tocaba en un costado con 4 sillas marcando los límites de lo que sería un escenario. En Jazz & Pop, para que toque Jorge Navarro corrieron una mesa, lo mismo le pasó a Chick Korea unas noches después.
A eso llamo yo música en vivo y en directo.
Lo demás es un negocio fructífero para un montón de gente, incluso parte de ese gran público.
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