Una chica nada sola en el mar. Es una noche de verano. Vive en Amity, una ciudad de turismo estival en la costa de Long Island, una isla del estado de Manhattan, Nueva York. Un tiburón blanco la sorprende y la ataca. La joven muere. La policía decide clausurar el acceso a la playa. Las autoridades no autorizan la restricción: la economía del pueblo depende de la promoción turística. Las playas quedan abiertas, el tiburón sigue al acecho y mata a otros dos jóvenes. Un valiente pescador sale a la caza del animal. Es el nudo de una novela escrita por Peter Benchley y publicada en febrero de 1974.
Al año siguiente, la trama fue adaptada al cine. La historia la dirigió Steven Spielberg, a sus 27 años. Tiburón, estrenada en junio de 1975, centra el relato en la figura de un pez depredador asesino y despiadado, obstinado en matar humanos. El film fue un éxito de taquilla y un verdadero hito en la industria de Hollywood. Su penetración cultural fue tal que tanto Spielberg como Benchley reconocieron, años después, su arrepentimiento. “Realmente y hasta el día de hoy lamento la aniquilación de la población de tiburones a causa del libro y la película. Realmente lo lamento”, dijo el director en 2022. “Sabiendo lo que sé ahora, no podría volver a escribir ese libro hoy. Los tiburones no atacan a los seres humanos y ciertamente no guardan rencor”, dijo el novelista en 2015.
En Argentina, dos décadas antes de que los tiburones devoraran gente en libros y películas, hubo un antecedente: hubo una agresión, hubo un sobreviviente, hubo testigos. La historia lo postula como el primer ataque de un tiburón en las costas argentinas. La excepcionalidad del episodio se nutre de otro suceso extraordinario que ocurrió el día anterior: un tsunami de causas meteorológicas asestó la misma zona de playas. Que dos fenómenos tan singulares hayan sucedido a poca distancia temporal y geográfica obliga a establecer una hipótesis de correlatividad. Los científicos, sin embargo, no acreditan el vínculo directo que el imaginario popular prefiere pensar.
El viernes 22 de enero de 1954 la tapa del diario La Capital de Mar del Plata recordaba lo acontecido la mañana del jueves: “Un oleaje de extraordinaria altura y violencia sorprendió ayer a los millares de bañistas que se hallaban en las playas”. Debajo de una frase destacada que dice “se registraron verdaderas escenas de pánico y se produjeron casos de principio de asfixia” y encima de la foto de la playa que recibió la feroz ola, emerge un recuadro titulado “Pescadores de parabienes”, donde consigna que luego de que la marea retrocediera se pescaron tiburones de más de dos metros de largo.
Ese mismo día, Luis Ángel Fulco interrumpió su servicio a la una del mediodía. Era guardavidas en las playas del centro de Miramar, a la altura del balneario Gallina, administrado por Mario Gallina, en continuación de la calle 15 de la ciudad. El sol estaba perpendicular al mar y ambientaba una jornada plena de verano. “Al mediodía el calor era insoportable. El viento se había calmado y el mar parecía un lago de aguas quietas y azules”, escribió Mariano Magnussen, director científico del laboratorio paleontológico del Museo de Ciencias Naturales de Miramar en diciembre de 2006.
El guardavidas bajó la bandera celeste, izó la roja y se fue a almorzar. El paréntesis le permitía regresar a sus funciones a las 15:30. Volvería antes, con la comida atragantada. Alfredo Aubone, un joven de 18 años, pasó por su casilla y le dijo: “Don Ángel, voy a nadar un rato”. El guardavida lo autorizó: lo conocía y sabía que era un nadador eximio. Estaba acompañado por dos amigos: Guillermo y José María. Se adentraron setenta metros en el mar: la profundidad no era mayor a los dos metros. Fulco hizo un relevamiento general y se tranquilizó. Los jóvenes estaban divirtiéndose y se mostraban confiados, respetuosos.
“Alfredo, que era el mejor nadador de los tres, se relajó y comenzó a hacer la plancha, mientras que Guillermo y José María seguían nadando a su alrededor y manteniendo el flote”, detalló Magnussen. Ninguno de los tres amigos imaginaba lo que estaba por ocurrir. José María regresó a la orilla, cansado. Guillermo fue el primero en advertir en la calma de un mar deshabitado que una criatura marina los estudiaba desde las profundidades. La sombra gris se aproximaba a gran velocidad y se dirigía a la superficie, hacia donde estaban él y Alfredo. No hubo tiempo para asimilar el peligro. Quedó paralizado. “Alfredo, en menos de un segundo, se sumergió abruptamente -relató Magnussen-. El pánico fue tremendo. Guillermo conmocionado no podía mover las piernas, a duras penas comenzó a nadar hacia la costa. Algo desconocido había atacado al joven”.
Alfredo Aubone flotaba acostado cuando un tiburón blanco lo atacó. El hombro derecho fue lo primero que mordió. El joven de 18 años desapareció. El animal lo había sumergido en el agua. Lo llevó hasta el fondo. Tragó agua, sintió un dolor intenso, no tenía control de su cuerpo, se ahogaba. Hasta que en un momento sintió cómo la presión cedía y él se liberaba. Rescató oxígeno desde la superficie. “Sus pulmones se llenaron de aire. Cuando trató de mover su brazo, no pudo. Estaba desgarrado, le faltaban pedazos y su sangre se volvía negra al entrar en contacto con el mar”, escribió el periodista Agustín Bottinelli en su crónica publicada en Gente, 21 años después del hecho. Usó el brazo izquierdo para nadar y escapar. No pudo. Esta vez sintió el desgarro en su pierna izquierda. Distinguió dientes hundiéndose en su piel y destrozándole los músculos. Nunca vio qué era lo que estaba comiéndolo. Pero descubrió que tenía una fuerza suficiente para que lo golpeara varias veces contra la arena del fondo del mar.
Lo que lo estaba agarrando lo soltó cuando pudo apoderarse de una parte de él. Alfredo logró desprenderse de esos dientes que lo desgarraban, ascendió, respiró oxígeno nuevamente para darle combustible a su desesperación: pudo gritar “socorro, ayuda”. Guillermo sí había adivinado lo que estaba desmembrando a su amigo: identificó la aleta erguida y reconocible. Cuando llegó corriendo a la orilla, fue a buscar a Fulco. “Es un tiburón… se lo está comiendo un tiburón”, le avisó, angustiado.
Fulco fue por inercia, por impulso, porque era su trabajo. Era un excelente nadador en aguas abiertas. Nadó con furia. Descubrió a Aubone envuelto en una extraña mancha negra. Su conciencia descartó la existencia de un tiburón y suposo que se había quedado atrapado en un banco de algas. Un nuevo ataque, esta vez en la pierna derecha de la víctima, contradijo la versión del guardavida. Fulco lo vio: era, efectivamente, un tiburón que intentaba llevarse al joven. Un nuevo grito de horror espabiló a la multitud que ya se concentraba en la orilla. La tercera agresión concluyó rápido: había sido la última. Fulco, temerario, tomó a Aubone que le dijo algo que ya sabía: “Es un tiburón”. Le respondió una frase que procuraba serenarlo: “El único tiburón acá soy yo”.
“El animal volvió a pasar cerca. Esta vez no atacó. Siguió de largo dejando una estela sobre la superficie hasta que desapareció. Fulco temía un ataque por debajo. Finalmente, tomó a Alfredo por la cintura, le colocó el salvavidas y poco a poco fue ganando la orilla”, recrea el artículo de la revista Gente. Su brazo derecho estaba literalmente colgando, su pierna derecha exhibía los huesos y la pierna izquierda no tenía músculos, aporta la crónica. La playa ya era un cúmulo de bañistas solidarios y curiosos.
“Pichi” Gaudini era el propietario de un balneario de la zona. En diálogo con El Diario de Miramar, relató: “Siento un silbato muy fuerte. Miro y veo que salen dos personas de un mar muy tranquilo. Cuando iba llegando, pedían la lona de los carritos de salvataje que teníamos, donación de una compañía petrolera. Entro al mar y ellos ya estaban con el agua a la rodilla. La lona era para no ponerlo en la arena por la cantidad de heridas que tenía. El chico estaba bien… shockeado”.
En la costa le hicieron las primeras curaciones. Había doctores en la zona. Edgardo Rapaná era uno. Lo trasladaron a su casa. “Tenía heridas en las piernas y en un brazo estaba sostenido virtualmente por la cápsula articular del brazo que estaba toda desgarrada. El chico estaba en un estado de coma traumático. Con él estaban los bañeros que lo habían rescatado y estaba el padre, con un estado de angustia tremenda”, recordó. Priorizó estabilizar el estado de shock e iniciar una campaña de donación de plasma en la comunidad dada la grave pérdida de sangre que había sufrido. Encontró clavado en la tibia derecha de Aubone un diente del tiburón que permitió identificar que se había tratado de un tiburón blanco (Carcharodon carcharias) que medía cinco metros de largo y tenía cerca de seis años de vida, según el veredicto del doctor Walter Follet, director de la Academia de Ciencias de California, a donde llegó la víctima para concluir su tratamiento.
Horas después del ataque, Aubone fue trasladado a un hospital de Mar del Plata para someterse a largas intervenciones quirúrgicas. Fulco no se movió de la sala de espera. El joven, finalmente, sobrevivió sin más compromisos que sus lesiones físicas. Las cicatrices le dibujaron el cuerpo. Las operaciones le dejaron 250 puntos de sutura, informan las crónicas de aquellos años. Esa semana nadie en Miramar quiso volver a entrar al mar. Había un tiburón al acecho. “Lo volvimos a ver más adentro, a unos cien metros de la orilla. Anduvo dando vueltas y después desapareció. Nunca más lo volvimos a ver”, expresó el guardavidas dos décadas después del hecho.
Al día siguiente, el 23 de enero, el diario Crítica tituló “En brava lucha con un tiburón, un bañista enfrentó la muerte” y La Razón publicó en su tapa “Impresionante episodio en Miramar: un bañista ha sido acometido por un tiburón”. Al año siguiente, el 22 de enero de 1955, Aubone regresó al balneario Gallina de Miramar. Fulco seguía siendo el guardavida. Se sacaron fotos y en horas del mediodía emprendieron una inmersión en el mar para honrar la gesta. Salieron y brindaron por el primer cumpleaños del sobreviviente.
Cada uno siguió su vida. Fulco, tras 25 años como guardavidas, cambió su profesión y se convirtió en taxista y albañil. En la nota que publicó la revista Gente en 1975 tenía 61 años. “Durante los primeros días nadie quería entrar al mar. La gente tenía miedo. Pero después, poco a poco, le fueron tomando confianza otra vez. Me acuerdo que en cuanto los rozaba algo, un papel, un pedazo de alga, salían corriendo del agua a los gritos”, evocó. Dijo también que no tuvo tiempo de tener miedo y que su arrebato de osadía estaba justificado por un manto de duda: “Hasta que lo vi nunca pensé que realmente hubiera un tiburón por acá. Después, cuando vi que el chico Aubone se hundía y se desplazaba como arrastrado por una gran correntada, lo único que pensé es que debía salvarlo”.
Conocía a Aubone de antes y siguió viéndolo en Miramar los veranos siguientes. Lo recordó como un nadador avezado y valiente, un hombre que conocía los secretos del mar. “Pero las cicatrices que tenía -rememoró-. Era como si lo hubieran hecho de nuevo. Cuando lo saqué del agua y lo vi bien yo creía que no podía salvarse. Se le veían hasta los huesos en las piernas y el brazo le colgaba de un tendón. La gente que se acercó para verlo, salió corriendo”.
La sobrevida de Aubone fue un acertijo. Razones personales lo obligaron a dejar el país. El trascendido común dice que murió en Bolivia en la década del noventa.
En Miramar, el balneario Gallina donde ocurrió el primer ataque de tiburón en el país -el segundo y último sucedió el 16 de enero de 2005 en las playas de Mar del Sud, tampoco fue mortal y lo sufrió María Alejandra Oliden- cambió su nombre. Se llama Tiburón. Pero no: sus dueños confirmaron que no obedece a ninguna vinculación con la historia que protagonizaron Aubone y Fulco en un apacible mediodía de enero de 1954.
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