Una quimera es monstruo femenino que lanzaba fuego por la boca, con la parte delantera de un león, el centro de una cabra y la trasera de un dragón. Es también una creación imaginaria o improbable. Aquello que se cree verdadero o posible pero que en realidad no lo es. Es lo que sienten los buscadores de oro de la actualidad que se esparcen a los pies de la cordillera de norte a sur de Argentina.
No lo viven como una fiebre, como lo fue en Estados Unidos a mediados del siglo XIX con la conquista del lejano oeste. Al contrario los actuales hombres que van en busca de la quimera del oro lo hacen como un hobbie, un esparcimiento que a la vez le permita encontrar “una aguja en un pajar”. Porque de eso se trata. De colar litros y litros de agua de arroyos que nacen del deshielo de la cordillera o hacer pasar el detector de metales por las orillas hasta que un sonido les permita creer que están frente una veta de oro.
Perfil de los buscadores
Uno de los buscadores que recorre la zona de San Martín de los Andes es Mariano Calderón, de 41 años. Trabaja de recolector de basura y en su tiempo libre sale a recorrer las afueras de su ciudad en busca de su propia quimera. “Me sirve como esparcimiento, conexión con la naturaleza y también tengo la esperanza de encontrar algo grande que me dé una ayudita en la economía”, se sonríe Calderón en diálogo con Infobae.
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Otro de los que se dedican a la búsqueda de oro y quue charló con Infobae es Sergio Zubarán, de 54 años. Este barbero de Federación, Entre Ríos, comenzó con la actividad hace 4 años. Se fue metiendo de a poco también en forma autodidacta con videos que se encadenaban uno atrás del otro en Youtube. “La primera vez fue un fracaso total –recuerda Zubarán-. La batea solo colaba agua y piedras. Y el detector sonaba, metía la pala y apenas sacaba una cuchara vieja o una bombilla que alguien había tirado.
El barbero entrerriano no se desanimó y lo volvió a intentar. “Fui con mi hijo al mismo río en Uruguay a un pueblo que se llama Mina de los Corrales, en Tacuarembó. En la zona había una vieja mina y trabajamos en los arroyos que la rodean. Encontramos una chispita pequeña y lo gritamos como el campeonato del mundo de Qatar. Nos abrazamos y saltamos con los pies en el agua”, rememora Sergio.
Además del trabajo en la municipalidad de la ciudad patagónica, Calderón tiene una pequeña verdulería en la parte delantera de su casa. Recuerda que la primera vez que salió fue hace unos dos años. “Desde chico siempre me gustó el tema de los dinosaurios y la arqueología. Era fanático de las películas de Indiana Jones”, recuerda Mariano.
Buscadores autodidactas
Primero empezó a ver videos en Youtube y se unió al grupo de buscadores de oro de Facebook. Compró su primera batea (una especie de colador de agua) que filtra la arena y un detector de metales rudimentario que “sonaba hasta por una cucharita enterrada”.
Entonces, Calderón metió los pies en el agua helada de los arroyos de San Martín de los andes y empezó a mover la batea. “Hay toda una técnica para eso que se va aprendiendo con el tiempo. Cómo balancear el plato para lograr ver entre la arenilla y las piedras esas hermosas vetas doradas”, se entusiasma Mariano.
Durante las primeras salidas, Mariano colaba agua cristalina y piedras en una zona al pie de la cordillera. De fondo, los picos nevados y un par de nubes que colgaban de un cielo celeste limpio, pintado. Calderón respiraba fuerte y el aire frío patagónico le llegaba hasta los pulmones. Sentía que ese día, iba a ser su día. Su primera vez.
Descansó unos minutos. Era un domingo que había tenido franco en el trabajo y había decidido hacer la primera salida. Le corría por el cuerpo adrenalina ante cada agua que se escurría por su batea.
La emoción de encontrar oro
Y sucedió lo que tanto esperaba. Lo que había visto muchas veces en videos de Youtube, cuando aprendía para vivir este momento. Escurrió unas piedrillas en una parte más profunda del arroyo y hubo magia. “¡Oro!”, gritó Mariano y miró hacia los picos nevados. Estaba solo y su grito rompió el silencio del bosque e hizo volar a un par de pájaros que estaban posados en la rama de un árbol.
Acercó la batea a sus ojos y era oro, no tuvo dudas. Lo guardó envuelto en un papel y se lo llevó a su casa. Allí lo peso. Eran dos gramos. “Dos pequeñas chispitas, pero que es tan preciado y buscado en todo el mundo que le largué a llorar como un nene”, se vuelve a emocionar el hombre ante el recuerdo.
En varias salidas más y entusiasmado por los hallazgos, Calderón llegó a juntar unos 5 gramos. “Lo tenía guardado envuelto en una bolsita en un cajón perdido –recuerda Mariano-. Voy a buscarlo después de un tiempo y mi mujer me lo había tirado sin darse cuenta”, relata sin rencores el buscador de tesoros. Esos 5 gramos equivaldrían a precio de mercado a unos 50 mil pesos.
Con el paso del tiempo, Mariano fue perfeccionando sus técnicas y sumó nuevas herramientas. “Tengo una batea más liviana que me permite manejarla mejor en el agua –explica-. Y un detector más especializado que por onda de frecuencias detecta el oro”.
Ver oro en todos lados
En otro momento, Calderón volvía por la ruta hacia su casa y todas las tardes veía un resplandor en el mismo lugar. En una curva, junto a un puñado de piedras que habían quedado de algún desmoronamiento, en una curva de montaña de la precordillera.
Mariano pasaba todos los días y siempre ese reflejo lo hacía pensar que era oro. Otras veces pensaba que, quizás, se había fanatizado. Recordaba las palabras de su pareja: “Vos ves oro en todos lados”.
En secreto, Calderón guardó el detector en el baúl del auto. Y la tarde siguiente, volvió a ver el reflejo pero esta vez detuvo el auto a unos metros de la curva en la banquina. Entonces, se puso los auriculares y pasó la herramienta al ras de la tierra, muy cerca de las rocas y el precipicio. Enseguida el detector hizo el sonido que él ya conocía, el del oro.
“Agarré mi palita y con un pozo de apenas 20 centímetros aparecieron esas hermosas chispitas doradas, el oro – relata Calderón feliz como si le estuviera pasando lo mismo en el momento de la entrevista-. Me las guardé en un papelito, me subí al auto y me fui contento a mi casa”.
Mariano lleva juntados unos 5 gramos más de oro de sus últimas búsquedas. Su pareja ya sabe que no puede tirarlo, que es su tesoro más preciado. “Lo hago como un hobbie, pero también tengo la esperanza encontrar algo pesado. Sería como sacarme el quini 6, pero en este caso no todo es azar hay que saber en qué lugar buscar y tener las mejores herramientas”, se esperanza Calderón.
En tanto, Zubarán tiene en su memoria la vez que encontró una chispa de 10 gramos. “Fue lo más grande que encontré. Lo hice con un detector de metales que empezó a sonar muy fuerte –recuerda el barbero-. Hice un pequeño hoyo y apareció la chispa más grande que me deslumbró. Viste cuando dicen ‘brilla como oro’. Bueno fue exactamente así. Una emoción muy fuerte. Encontrar algo tan deseado y tan escaso en el mundo”.
Amistades que valen oro
Sergio se entusiasmó y fue mejorando las herramientas de búsqueda. Además, se hizo de amigos dentro del grupo de Facebook que los núclea. Es así que se interna un par de veces al año 10 o 15 días en la montaña para hacer sus expediciones. Va detrás de oro, como hacían los viejos habitantes que conquistaron el oeste estadounidense a mediados del siglo XIX.
“Estuve en la nieve, con varios grados bajo cero y también en búsquedas con calor extremo o tormentas de granizo en mi espalda -cuenta Zubarán-. Me gusta lo que es la búsqueda en sí. Toda la ceremonia con amigos, las charlas con los pies en los arroyos mientras colamos agua. Y ese momento mágico en el que aparece la chispita dorada y todo es alegría compartida”.
Ahora, Sergio encontró un lugar en San Luis que dice que es “una mina de oro”, literal. Es un campo privado al que viaja junto a un compañero de Córdoba. “Son chispitas aseguradas en cada una de las búsquedas que iniciamos”, se entusiasma Zubarán.
El buscador entrerriano no quiere revelar la ubicación del campo puntano. “Me lo guardo, porque hay mucha gente envidiosa y muchas avivadas”, se sonríe con picardía.
Tanto Buzarán como Calderón toman la actividad como un hobbie, un desafío y una forma de conectarse con la naturaleza. Pese a eso, ambos sueñan con la quimera del oro. Mariano quiere juntar la cantidad necesaria para los anillos de casamiento con su pareja. Y Sergio se arma la jubilación con las chispitas que encuentra en el campo secreto de San Luis.
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