La primera edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata que incorporó al lobo de mar en su logo fue la de 2007. Era la edición número 22 de un encuentro de intercambio de la industria cinematográfica y audiovisual, único en Latinoamérica de categoría “A”, que fuera concebido en 1954. Desde 2011 hasta la fecha, la promoción del concurso enseña un lobo de mar en sus afiches de difusión y en sus spot oficiales. La escultura de José Fioravanti que decora la rambla desde 1946 integra la identidad de la ciudad. Lo declara y evidencia el distintivo del festival.
En 2009 no hubo solo un lobo de mar, naranja y chiquito, en el emblema. Incluyeron, en la edición número 24, otro rasgo de pertenencia de Mar del Plata. Era la silueta de un objeto, modesto, invisible en la repetición y naturalizado en la cotidianeidad de su uso, que ese mismo año alcanzó un reconocimiento postergado: el 4 de junio fue proclamado Patrimonio Histórico, Simbólico, Social, Artístico y Cultural por el expediente 2290 de la ordenanza municipal. Como el lobo, como el faro, como la rambla, es también un ícono. Tan Mar del Plata es que se la conoce así: silla Mar del Plata.
La distinción está dirigida “al sillón fabricado de modo artesanal y totalmente en mimbre, con asiento redondo y tejido, con respaldo curvo, utilizado principal y tradicionalmente en balnearios locales”. Tal vez no haya otras sillas que remitan tanto a una ciudad como ella. Habrá sillas que representan algo: una época, un escenario, un propósito. No ciudades. Al menos con un arraigo tan sólido, una raíz tan identitaria. La silla participa de su historia, contribuyó a su progreso y quedó aferrada a su nostalgia. Un objeto de uso que el tiempo convirtió en un objeto de culto. Nació, como suelen gestarse todos los instrumentos, fruto de una necesidad.
La aristocracia porteña conoció la playa -y Mar del Plata- en los albores del siglo XX. El encuentro del océano con el continente suponía un espectáculo casi solemne, de contemplación. No había ojotas, se llegaba en zapatos. Ellos no tenían mallas, asistían en traje. Ellas no usaban bikinis, iban en vestidos largos. “¿Meterse al mar? -preguntó Gustavo Visciarelli, periodista e historiador local en el diario local La Capital- Esa práctica, más terapéutica que recreativa, tardaría en extenderse y en superar sus engorros originales. Severos reglamentos. Casillas de baño para cambiarse cerca de la orilla. Pesados trajes de baño. Batas y capas para salir del agua”.
Reportó que los turistas necesitaban cubrirse del sol. La piel blanca los enaltecía. La tez pálida les retribuía distinción social. Bajo los cánones socioculturales de entonces, cuando el racismo y la xenofobia eran anestesiados por un signo de época, no podían permitirse el bronceado. Los que tenían la piel bronceada eran otros: los trabajadores, no ellos. Por eso las carpas, o lo que eran en aquellos años grandes tinglados con techo de lona sin unidades segmentadas: lugares de descanso al reparo del sol y del prejuicio.
Por eso las sillas: lugares donde ejecutar ese remanso. Su origen está teñido de un halo de misterio. No hay documentos que atestiguan fechas ni autores. Solo se tejen presunciones. La teoría más exhaustiva la condujo el periodista Pablo Junco a cargo del portal Fotos viejas de Mar del Plata. Buceó en la hemeroteca, convocó a testigos, entrevistó protagonistas, clasificó datos y elaboró una hipótesis: “Es posible por la fechas de las fotos, que dicha silla fuera construida en el año 1912 por mimbreros franceses que residían en el Uruguay y que vinieran a Mar del Plata contratados para la construcción del puerto marplatense y que como changa realizaran estas sillas en su tiempo libre”.
El puerto de Mar del Plata fue construido por la compañía francesa Société Nationale des Travaux Publics de París. Las obras comenzaron en 1909 y demoraron tres años. En ese período es que aparecen las primeras fotos de las sillas en las playas de la escollera Sur, en Cabo Corrientes, y en la rambla Lasalle, la predecesora de la rambla Bristol, curiosamente también denominada “francesa”, que se inauguró en 1913. Para entonces, pleno auge de la “belle époque”, Mar del Plata asumía orgullosa el seudónimo de la “Biarritz argentina”, una versión sudamericana de la elegante playa del suroeste francés donde veraneaba la nobleza europea.
No se conservan registros de que sea una imitación. No hay una silla idéntica a la “Mar del Plata” que se haya documentado en las costas francesas o en las playas uruguayas de comienzos de siglo: solo esbozos de alguna influencia. Su ideólogo es anónimo y su obra es autóctona: y así, al parecer, quedará firmado en la historia. La silla nació a comienzos de la década de 1910 por alguien que fabricó un mobiliario playero en mimbre para satisfacer la demanda del elitismo porteño.
El mimbre es una fibra vegetal que se extrae de un arbusto de la familia de los sauces. Es flexible, maleable, resistente, duradero, sostenible, no contamina, no se estropea fácil con la intemperie y la exposición al sol, al viento, a la arena, a la sal del mar. Es un material noble, económico, liviano, modesto, artesanal que se adapta a las curvas de una estructura medular y refuerza puntos de apoyo. La silla tiene un diseño anatómico, es confortable y apilable: reduce espacio y sobrevive días y noches de verano en la orilla. Se confecciona en cinco pasos: un primer baño orgánico del mimbre para su preparación; el armado del esqueleto; la confección del asiento; el tejido, la ornamentación y el ensamblado; y un barnizado final para multiplicar su vida útil.
Jaime Ortells era un inmigrante español nacido en 1906 que había recalado en Mar del Plata en la década del veinte. Lo primero que hizo al llegar a la incipiente villa balnearia fue abrir una frutería. No prosperó el negocio de las frutas: lo que floreció fue la venta de los envoltorios de los clientes. Hubo alguien -le contó Jorge, nieto de Jaime, a Visciarelli- que le propuso vender canastos de mimbre, un artefacto multiuso que rápidamente empezó a generar dividendos comerciales. En 1926 inauguró en la avenida Independencia 2034 “La Valenciana”, un nombre que rinde honor a sus orígenes. Era una canastería donde fabricaba artículos de mimbre y plumeros. “Se hacen composturas y encargues”, anunciaba un afiche de 1936.
Trascendió las cuatro generaciones de Ortells la conjetura de que habían sido unos franceses -los mismos que arribaron para construir el puerto- quienes habían iniciado el desarrollo de sillas de mimbre inspiradas en diseños de las costas de su país. Jaime Roberto Ortells, hijo del inmigrante, orquestó la mudanza de la fábrica: en 1965 se trasladaron a la avenida de los Trabajadores 1501, en Punta Mogotes. El traslado trajo aparentado un cambio de nombre: pasaron a llamarse “El Canastero de la Costa”.
Las décadas de explosión coincidieron con la época de popularización de Mar del Plata como destino turístico de masas. Llegaron los trabajadores, los sindicatos, las familias de clase media: la ciudad ya recibía a todo aquel que quisiera deleitarse con los encantos del lugar. Entre 1950 y 1970, la demanda de sillas alcanzó un pico productivo: seis mil unidades por año. “En esa época, en los veranos venían canasteros de Europa a trabajar en el taller de mi abuelo. La vida útil de las sillas era de cinco años y la demanda de los balnearios significaba una producción permanente”, recordó Jorge.
Eran los pioneros, no los únicos. El mercado de las sillas Mar del Plata se lo repartieron los Ortells y los Cano. Reynaldo Cano es otro inmigrante español. Se radicó primero en Río Negro y trabajó para una compañía hasta que quedó desempleado y sin norte. Los vientos del porvenir lo transportaron al Delta del Tigre, cuna histórica del comercio del mimbre en el país. Compró una canasta, la estudió, la desarmó delicadamente y la volvió a tejer de memoria. Aprendió el oficio. Fue un autodidacta. Trasladó sus conocimientos a Lincoln y a Balcarce antes de instalarse en Mar del Plata, en un domicilio de la intersección Rivadavia y España. Allí mismo, en su casa, abrió en 1938 la canastería “La Obrera”, que tenía como logo a una abeja trabajadora.
Su crecimiento persiguió el desarrollo de una industria turística pujante. Hacían sillas, pero el catálogo también ofrecía canastos, paneras, lámparas, muebles varios. No solo eran contratados por los balnearios locales que les pedían sillas de distintos colores para diferenciarse de las del parador vecino -blancas, amarillas, verdes, rojas, celestes-, también abastecían a otras localidades de la costa atlántica: Villa Gesell, Pinamar, San Clemente, Santa Teresita. La democratización de las vacaciones exigía sus productos de ocio. Disponían de una planta de 18 empleados, de un depósito de acopio y, en pleno frenesí comercial, tuvieron que alquilar un taller extra en las calles Moreno y San Juan para cumplir con los tiempos de entrega. Por año llegaron a comercializar más de cuatro mil unidades.
Así como los tiempos de esplendor estimularon el progreso de la empresa familiar de los Ortells y de los Cano, de “El Canastero de la Costa” y de “La Obrera”, la era moderna, la dictadura de la productividad, la política de reducción de costos, la apertura de importaciones de los noventa y la colonización del plástico hirió de muerte a la producción artesanal. Los balnearios prescindieron de las sillas Mar del Plata. En 2005, las unidades de petróleo se habían impuesto en las playas. El ícono había dejado de ser negocio para transformarse en insignia cultural de una ciudad y de una época. Había dejado de ser masivo para ser exclusivo.
“El Canastero de la Costa” cerró sus puertas definitivamente en abril de 2021. Transitaron cuatro generaciones de Ortells desde su génesis en 1926. La decisión la tomó Félix, bisnieto del fundador, en honor al trajín de su padre, quien permaneció cuarenta años al frente del negocio, y en función al irreversible cambio de paradigma cultural. No se fundieron, simplemente culminaron un ciclo. El cesto gigante que adornaba la entrada del local era un detalle pintoresco de la ciudad, un signo de nostalgia. Que el último haya sido el único construido en plástico es la moraleja de un desenlace anunciado, previsible.
La culminación de “La Obrera” ocurrió antes. Pero su final tiene puntos suspensivos. Miguel Canó murió en 2015, a los 89 años. Siguió tejiendo mimbre aún en sus últimos días. Pero la casa que había fundado su padre cerró definitivamente sus puertas en 2014. En 2010, Paz, nieta de Miguel, bisnieta de Reynaldo, se recibió de diseñadora industrial a los 23 años. Había proyectado integrar a su abuelo en un plan de intervención de unas luminarias con tejido de mimbre. La idea se desvaneció pronto con el fallecimiento de Miguel. Quedó plantado, sin embargo, un concepto, una semilla.
Con su pareja, Santiago Rolón, fundaron el estudio Cano Rolón. Estaban fabricando mobiliario, sillas específicamente, cuando se le despertó una epifanía: realizar una reversión de la mítica silla que nacía en los talleres familiares y que escaló a construir la representación de una ciudad. “Es un objeto naturalizado. Con el tiempo le fui dando el valor icónico e histórico que merece. La historia de la silla no me la contaron, ya la viví en carne propia. Había todo un mundo alrededor de la cestería”, relata Paz.
Miguel -recuerda su nieta- se levantaba todos los días a las cinco de la mañana. Comía algo y se iba a trabajar al galpón de las calles Chile y Alberti. El taller vivía helado en los inviernos. Lo primero que hacía era encender la salamandra para que el ambiente estuviera templado cuando llegaran los empleados, dos horas después. En sus últimos años, con la edad advirtiéndole a sus huesos, seguía trabajando desde el quincho de su casa, a tres cuadras de la canastería. Compraba el mimbre chileno -el mejor-, era un perfeccionista obsesivo, apasionado. Le contagió su oficio y su devoción a sus herederos. Sus hijos asumieron, en las primaveras, los trabajos de compostura de las sillas de los balnearios. Dedicaban los meses previos al verano a tejer las unidades castigadas. La Mar del Plata era un asunto de familia.
Así lo entendió Paz. Quiso honrar su influencia con un diseño aggiornado. La pensó en 2018: el proyecto ganó la Beca de la Creación del Fondo Nacional de las Artes (FNA). La llamó “Rambla”. “Le tengo sumo respeto a la silla. No queríamos competir contra ella, sino homenajearla. Fue una decisión que costó tomarla”, explica. Para no alentar comparaciones incómodas, desistieron del mimbre. Emplearon el metal, un material que conocen. “Eso nos permitió llevar la silla a otro lugar, al interior de la casa y no a la playa. Y desarrollar una síntesis formal a partir de las capacidades del metal como material elegido”.
Deseaba que no fuese una réplica, sino un derivado, una suerte de desprendimiento. Debía respetar dos aspectos esenciales del diseño original: su capacidad de apilado y que en la lectura de la descomposición de sus curvaturas se dibujaran los cuatro arcos. El resto es diseño moderno: esqueleto de hierro, tecnología 3D y un asiento tapizado en pana con un sistema textil antimanchas con colores que simbolicen amaneceres y atardeceres.
La pieza de autor integra el acervo de la Fundación IDA (Investigación en Diseño Argentino) y es hija de una obra artesanal y copiosa que compone el patrimonio cultural de Mar del Plata. La silla Rambla son los puntos suspensivos de un legado familiar y la rememoración nostálgica de un contexto histórico. El arquitecto Héctor De Schant, investigador de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Mar del Plata, describió: “A pesar de su antigüedad sigue vigente y podría decirse que se ha transformado en un signo de distinción sociocultural”.
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