Las vacaciones de antes. Desde diciembre hasta marzo, desde las fiestas hasta las fronteras de la escolaridad. El verano completo en Mar del Plata. Abuelos, mamá Zaira, hermanos mayores Ricardo y Liliana. Papá Roberto trabaja: llega desde Buenos Aires para pasar los fines de semana. La casa es de los abuelos: está en la calle Mendoza, entre Alberti y Gascón, en el sector de La Loma, cerca de la Torre Tanque, a pocas cuadras de la playa Varese. Es viernes 16 de enero de 1959 y Eduardo, el menor de la familia Servente, tiene cuatro años.
Lo va a esperar despierto. Su papá tiene que llegar esa noche. No lo hará, como de costumbre, en su convertible amarillo Mercury de 1949. Tiene otros planes: quedarse trabajando hasta tarde en la oficina de la empresa constructora, linaje familiar de una compañía fundada en 1890, y embarcarse en un viaje bautismal. Un amigo de su hermano también se anotó. Van a llegar más rápido en avión.
La compañía aérea Austral había sido fundada en 1957. Despegó por primera vez a las dos de la mañana del 23 de enero del año siguiente: el vuelo inaugural unió Aeroparque y Comodoro Rivadavia, con escalas previas en Bahía Blanca y Trelew. Había nacido con un propósito: establecer conexiones aéreas entre la ciudad de Buenos Aires y el sur del país. Su denominación no era casual y su logo, identitario a la naturaleza antártica, estaba representado por un pingüino. En los aviones, el pingüino decoraba la cola. “Un esfuerzo de iniciativa privada para el progreso de la Patagonia”, decía su lema de promoción.
Austral publicita, para su segundo año de vida, una nueva ruta aérea. El vuelo promete enlazar Aeroparque, Mar del Plata y Bahía Blanca. Designa la noche del 16 de enero de 1959 su vuelo de bautismo. La aeronave Curtiss C-46, un bimotor reacondicionado que había prestado servicio en la Segunda Guerra Mundial, despegó del aeropuerto porteño a las ocho de la noche con 46 pasajeros a bordo y cinco tripulantes. Lo hace casi una hora después del horario establecido. Una tormenta de verano, atronadora y cálida, agobia el primer destino. El viaje triangular de iniciación no debe suspenderse: sería un mal presagio. Parten: Roberto Servente, vestido con zapatos, traje y corbata, ocupa uno de los últimos asientos.
El avión se mueve. Y se mueve mucho. Los pasajeros, en los vuelos cócteles, se pueden dividir en dos grupos: los distendidos que destilan un semblante engreído de calma presuntuosa en alarde de sus horas de vuelo y los tensos, quienes dimensionan las irregularidades y proyectan hipotéticos fatalismos. Roberto -dirá su hijo menor años después- integraba esta segunda clase de viajero.
La última comunicación del avión se produce a las 21:40. El piloto sobrevuela el aeropuerto de Camet minutos después de las diez de la noche. Zaira y Ricardo distinguen el avión en el que viajaba su esposo y su papá desde tierra. Habían ido a recibirlo. Perciben, debajo de sus paraguas, un plan de aterrizaje. El cálculo del piloto es deficiente: debe volver a levantar vuelo porque al momento que toma la pista descubre que carece del largo suficiente para el aterrizaje. El temporal le había escondido el aeropuerto. Procura girar sobre la inmensidad del océano para emprender el regreso a Buenos Aires. La tempestad no contribuye. La altura no es la convenida. El ala derecha no tiene radio de giro. El Curtis C-46 se estrella contra las crestas del mar a una velocidad que convierte el agua en una armadura de hormigón. El reloj indica las 22:30.
La Junta de Investigación de Accidentes de Aviación Civil se expedirá, meses después, en el Informe Final de Accidente de Aviación Nº 1191. Concluirá que el piloto falló durante un procedimiento de aproximación por instrumentos, que no estaba familiarizado con el aeropuerto, que no contempló las adversidades que habían ocasionado las condiciones climáticas desfavorables y que la situación límite lo llevó a un “estado mental temporalmente confuso”, según la información que recabó el medio local 0223.
Zaira y Ricardo desconocen la tragedia. Se relacionan con la mamá de una azafata que espera como ellos novedades del vuelo de Austral. El personal de la aerolínea les indica que las restricciones meteorológicas obligaron al avión a retornar a Buenos Aires. Se despiden: cada uno vuelve a su hogar. La familia Servente, en su casa de verano, se duerme. Mar adentro, a 1.200 metros de la orilla de las playas de Camet, al norte de la ciudad balnearia, Roberto intenta no dormirse para no morir.
El ala derecha pega contra el mar de cemento y se parte. El avión rebota hacia la izquierda y se incrusta, se desploma. El impacto es feroz. Las autopsias dirán que 46 personas murieron sin darse cuenta: el movimiento intempestivo, seco los desnucó. El fuselaje ya es chatarra que devoran las olas y encierra a los cinco pasajeros que la colisión no mató. Roberto Servente es uno. Su presentimiento fatalista lo mantuvo alerta: su instinto de supervivencia, su atención al protocolo, su automatismo de ingeniero lo salva. Se hace chiquito, se encorva, se vuelve un ovillo, mete la cabeza entre sus piernas para asimilar el golpe.
Se fractura la clavícula derecha, varias costillas, la tibia y el peroné de una pierna, un tajo profundo penetra su frente, pero no muere. Tampoco siente dolor. No hay tiempo para esos sentimientos. La adrenalina lo inmuniza y el pavor lo activa. Vive una escena irreal: el techo se quiebra enfrente de él, hay cadáveres flotando a su alrededor, una ola fría y amenazante se le viene encima, y él debe en segundos desprenderse el cinturón de seguridad. Lo consigue: primer arrebato de templanza. Decide entregarse a la voluntad del mar. Las olas lo sacan del interior del fuselaje. Lo revuelven. Lo sumergen. Logra, de a ratos, asomar la cabeza. Rescata oxígeno sin permiso del oleaje. En la superficie recupera raciocinio: ve el pingüino de Austral hundiéndose lentamente y la imagen se le impregna en el anecdotario. Sabe que es un sobreviviente. Experimenta una felicidad que no puede discernir: no murió pero está envuelto en un mar violento sin saber qué hacer ni para dónde ir.
Lo único que ve es la inmensidad oscura de un mar que lo abraza y golpea. Escucha el grito de una mujer. Viene desde lejos y se apaga. Está solo y lo acompaña el murmullo de la marejada. Las autopsias dirán que los otros cuatro sobrevivientes del impacto murieron ahogados: había agua en sus pulmones. Está decidido a sobrevivir. Se quita el saco y el pantalón para nadar ligero: otro arrebato de lucidez. Ensaya un plan lógico: nadar hacia tierra firme. El problema es que no sabe precisamente hacia dónde. Da vueltas buscando esbozos de humanidad. Distingue una luz a lo lejos. No está seguro.
El periodista Jorge Fernández Díaz lo entrevistará en 2009 para La Nación, 51 años después de ese umbral de vida. Le relatará lo que su consciencia pensó: “¿Qué hago? ¿Me quedo en el lugar para que sepan dónde rescatarme? ¿Voy hacia la luz o me dejo llevar por el oleaje?”. Le contará que, mientras las inclemencias de la naturaleza lo sacuden, recordó la historia que leyó en el libro Corazón de Edmundo De Amicis. La novela relata la odisea de unos náufragos como él que nadan desesperadamente como él para alejarse de un barco que se hunde e intenta succionarlos.
Huye de los restos del Curtis pero debe tomar una decisión crucial, de vida o muerte. Una luz en el horizonte, que no sabe si es una alucinación, lo confunde. “La marea viaja hacia la playa; eso es seguro -razona-. Las olas me tienen que llevar a tierra firme”. Otra resolución acertada: la luz es el faro de una escollera emplazada a kilómetros de su naufragio. Se hubiese ahogado en el intento. Es ingeniero por vocación. Reflexiona como tal aún en las desgracias. Piensa que si el avión estuvo cerca de aterrizar, no puede estar muy lejos de la costa. La marea será quien lo salve. Se rinde a la dinámica del oleaje. Practica el aikido en el mar: emplea la fuerza de su oponente para provecho personal. Apuesta a un nado de bajo gasto energético, el over, de brazada lateral. Sabe que debe administrar el esfuerzo.
“Nunca pensó durante esa larga noche en tiburones, ni en más desgracias, ni en abismos. No se enredó en pensamientos oscuros. Mantuvo la fe en sí mismo y en el hecho de que había salido indemne de una catástrofe total”, escribirá el periodista, después de charlar con él, a sus 88 años. Se concentra en nadar y en mantenerse despierto. Las horas y el cansancio lo adormecen. El agua salada que saborean sus papilas lo despierta. En la madrugada de ese sábado de enero de 1959, lucha por no dormirse, por no ahogarse. Se pregunta si su familia supone algo. Si sus hijos de 9, 8 y 4 años duermen con la serenidad que da la ignorancia. Vuelve al mar y al optimismo. Ve en los confines líneas blancas que desaparecen. Oye un ruido que reconoce familiar: son olas rompiéndose. La cercanía con la tierra lo estimula.
Encalla en una roca. Se encuentra a salvo. Pero descubre, increíblemente, que en el mar estaba mejor. El frío impetuoso y sus ropas mojadas lo lastiman. El agua templada le curaba la hipotermia. El viento de la tormenta no había autorizado su sobrevida. Vuelve a nadar: la arena está cerca. Se arrastra. Llega a la orilla: el naufragio había terminado en la cuarta hora. La playa tiene acantilados. La temperatura de su cuerpo desciende peligrosamente. El efecto de la adrenalina se desvanece y aparecen los huesos rotos, las heridas profundas. Se esconde a reparo del barranco. Es alto y está exhausto. No encoge las piernas. Ese acto inocente significará su rescate.
En medio del conticinio, cuando la noche solo devuelve paz, suena el teléfono en la casa de la familia. “¿Señora de Servente?, soy la mamá de la azafata que nos encontramos en el aeropuerto, la llamaba para avisarle que el avión se cayó al mar y no hay sobrevivientes”, le dice y le corta. Eduardo, de cuatro años, conserva solo flashes de esa noche bisagra. Sabe que su mamá llama a su cuñado Alberto y a su concuñado Francisco. Salen a buscar información. Recorren radios, hospitales, comisarías. Visitan la morgue. Como ellos hay otros familiares desesperados exigiendo respuestas. La noticia de una catástrofe aérea se esparce rápido. Mar del Plata -comprenderá y definirá Eduardo- no duerme esa noche.
Carlos Gardella tampoco. Es el capellán de la policía. Tiene un vaticinio: el aeropuerto está en Camet, Camet está en las playas del norte, lo que el mar escupa lo depositará ahí. Agarra su jeep, a un acompañante, a un perro y a un reflector. El asfalto, hacia finales de la década del cincuenta, se detiene en la avenida Constitución. El resto de la ruta es de tierra. La tormenta hace del camino hacia Santa Clara un barro intransitable. El padre no se amedrenta. Repite una secuencia: frena a la vera de un barranco, ilumina las playas, grita, le pide al perro que investigue, vuelve al jeep. Lo hace varias veces. Hasta que escucha ladridos promisorios.
Roberto está ido. Abre los ojos. Hay un perro ladrando enfrente de él. Segundos después llegan el capellán y el muchacho. Habían visto sus largas piernas desde arriba del acantilado. Lo cubren de mantas. Lo suben al jeep. Avisan a la policía. Les indican que vayan al cruce con la avenida Independencia. El hombre del avión entra en coma, con un grado de hipotermia avanzado. El padre confesará, años después, que le dio la extremaunción: no creía que pudiera sobrevivir.
La ambulancia lleva a un sobreviviente. La radio difunde la noticia. Es de madrugada. Familiares, curiosos, periodistas, turistas, buena parte de la población estival de Mar del Plata inunda las calles. Los familiares de Roberto también. Los accesos al hospital se abarrotan de gente. Cincuenta médicos se preparan para recibir a los heridos. Ni las sirenas de la ambulancia logran abrirse paso entre la muchedumbre. La identidad de ese milagro se vuelve una obsesión de todos. Zaira consigue un resquicio y mira por las ventanas del vehículo. Aunque cubierto de arena, ensangrentado y descolorido, logra reconocerlo. El sobreviviente es Roberto Servente.
“Me acuerdo pocas cosas, salteadas. Me acuerdo la mañana siguiente que mamá nos avisó lo que había pasado. Fuimos al hospital a verlo. Me impresionó verlo conectado, lleno de ondas, de cables, en terapia intensiva. Me acuerdo de haber ido a verlo varias veces al hospital. Fue una larga recuperación, estaba todo enyesado. Me acuerdo de la época en que daba reportajes a las revistas. Me acuerdo de acompañarlo a la playa y que la gente se acercara a verlo, a hablarle, a tocarlo. Era el héroe del momento, como si ahora apareciera Messi en la playa”, narra Eduardo, a sus 68 años, las memorias de ese niño que miraba con admiración a su padre.
Roberto se recuperó. Jamás se le adhirió el trauma. Volvió a la vida pública, a la playa, volvió a volar en avión. Hablaba en la intimidad y en la calle con quien se parara a preguntarle cómo había sido esa noche. Abundaba en detalles y no omitía los sentimientos personales. Dormía bien y recordaba todo. Decía que no había sido un milagro, “porque un milagro no alcanza, fue una sucesión de milagros”. “Lo tomó con naturalidad, con gracia. Lo llevaba bien. Para él fue un golpe que modificó su forma de ver la vida. Después de estar al borde de la muerte, cambió su visión de las cosas”, valida su hijo. La tragedia le alteró el orden de prioridades: “Dejó de darle importancia a las cosas materiales y empezaron a importarle más otros principios fundamentales de la vida”, distingue Eduardo.
“Mi papá era un tipo bastante parco. Aparentaba frialdad, ser un gruñón, pero era tierno. Te acercabas y era pura dulzura, pero por su timidez parecía ser un tipo duro, que marcaba una distancia. Lo veía como una persona muy inteligente. Ingeniero: analizaba todas las cosas y era muy curioso”. Su curiosidad lo incentivaba. Era un hombre dedicado, imparable. Su constructora obtuvo la licitación de la autopista Buenos Aires-La Plata, trabajó en la edificación de los centros de esquí del cerro Catedral, fue dirigente de la Cámara Argentina de la Construcción, firmó contratos de obra pública en las presidencias de Arturo Frondizi y José María Guido, levantó el edificio de la Biblioteca Nacional y fue presidente de Alas, una empresa de aviación.
No fue lo único que hizo. El destino ironizó su desgracia. En Bariloche conoció a Billy Reinal, fundador y dueño de Austral, la compañía aérea que lo tiró al mar. Entablaron una relación especial. Le propuso ser el director de la compañía. Aceptó. No guardaba ningún rencor, ningún reparo. Nunca quiso una indemnización, nunca se embarcó en un juicio. “Tenía una relación casi sentimental con Austral -aporta Eduardo-. Le dieron esa oportunidad y le gustó”.
Su vida siguió. La muerte de Ricardo, su primer hijo, a los 48 años producto de un cáncer tampoco lo detuvo. La congoja lo dominó un tiempo. El duelo duró poco: había naturalizado eso de vivir y morir. Tenía 93 años cuando, a las dos de la mañana del viernes 7 de marzo de 2014, le llegó su hora. Era el final del único sobreviviente de la tragedia de Camet. Hubo una sola cosa que no pudo resolver en vida: nunca pudo hablar o mirar a los ojos a un familiar de una víctima. Evitaba ese trance. Los psicólogos le diagnosticaron “síndrome del sobreviviente”. Tenía una culpa guardada por no haber muerto esa noche.
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