Se instaló en la calle más concurrida de Mar del Plata a vender lo que nadie, hasta el momento, vendía: corbatas. No era peatonal pero era como si lo fuera. Era la década de 1930, años de transición. La ciudad elitista, distinguida, reservada a las clases aristocráticas cambiaba su fisonomía y rejuvenecía sus políticas turísticas: la ruta 2 se pavimentó, la refinada rambla Bristol se demolió para construir una megaobra con edificios hermanos, esculturas de lobos marinos, una gran explanada que acerque el mar y se promocionaron los encantos de una villa balnearia de ensueño. Ya no solo llegaron porteños ilustres y señoriales, también extranjeros en busca de la heroica.
Demetrio Elíades había nacido en la isla de Creta, en Grecia, a comienzos del siglo XX. Su biografía tiene vacíos, puntos inciertos. Sus primeros años esconden verosimilitudes y destapan interrogantes. Las reseñas periodísticas de la ciudad y Víctor Sueiro en su libro Crónica loca: maravillas, rarezas, curiosidades y misterios de los argentinos atestiguan una teoría de su desembarco en Argentina: su amistad temprana con Aristóteles Onassis, a la postre empresario, magnate y acreedor del título “hombre más rico del mundo”. Sus historias de vida -contemporáneas- comparten la consigna: adolescentes que parten Grecia hacia el otro lado del Atlántico para comerse el mundo. Uno con tabaco, otro con corbatas.
A Aristóteles le fue bien. A Demetrio, instalado en una próspera ciudad balnearia, también. Las corbatas, su puesto ambulante en la atiborrada calle San Martín y su sed de progreso lo integró a un grupo de mozos que se independizaron y compraron un pequeño bar. No abundan precisiones de sus inversiones. Pero el grueso de la curva de su línea biográfica dibuja un crecimiento constante. Del bar de múltiples dueños a un restaurante con menos socios. Hay versiones también de la adquisición de una farmacia, mitos de una figura que creció al compás de una ciudad.
Su trajinar en bares y restaurantes lo habían convertido en un comerciante experto en bombonería. Uno de sus cafeterías se llamaba Havanna: la conjetura no validada sugiere que el nombre era una inspiración declarada de la capital de Cuba -otro ítem incontrastable-. Uno de los productos que vendía eran alfajores Santa Mónica, importados desde Buenos Aires. Los fabricaba la empresa Gran Casino, una sociedad fundada en 1939 por Luis Sbaraglini y Benjamín Sisterna, un pastelero santafesino que había iniciado su carrera profesional a los 18 años en la confitería Los Dos Chinos del barrio de San Telmo.
Se asociaron. Elaboraron una fórmula para concebir un nuevo alfajor: ellos mismos testearon el producto hasta encontrar el punto exacto. En la esquina donde estaba la confitería, en la intersección de las calles Buenos Aires y Rivadavia, frente al Casino Central, el 6 de enero de 1948 inauguraron la primera cocina Havanna: disponía de un salón de ventas con elaboración a la vista. Disponían de un maestro pastelero y un ayudante además de Sbaraglini y Cisterna que realizaban la venta y el empaquetado. Las ventas colmaron las expectativas: más de 1.100 alfajores se vendieron el primer día.
“El griego advirtió que por fuera de los caracoles decorados con los que los artesanos fabricaban cajitas, ceniceros y una considerable cantidad de cosas inútiles, los turistas no tenían demasiado que llevar de regreso a sus lugares de origen, nada que fuera decididamente identificatorio de Mar del Plata”, escribió Víctor Sueiro. Los alfajores se convirtieron en un obsequio, la comprobación de haber visitado la ciudad balnearia más visitada por los argentinos. “Se va hoy, se va mañana, no olvide llevar alfajores Havanna” fue el slogan que consolidó la marca. Los productos autóctonos que más recorren el país son hijos de la visión comercial de Demetrio Elíades.
Pero su ambición empresaria no se detuvo. Decidió reinvertir los ingresos que cosechaba de la fábrica de alfajores. Lo ayudó la visión demográfica, el tiempo de bonanza. Para entonces, Mar del Plata ya no era un lujo de pocos. Hacia la década del cincuenta, había terreno fértil para los planes del griego: se amalgamaron las políticas peronistas, la popularización de las clases sociales, la conquista de derechos como el aguinaldo, la proliferación de hoteles gremiales, el surgimiento de turismo de masas, la democratización de la cultura de las vacaciones. La ciudad se volvió objeto de deseo para la sociedad argentina.
Había dejado de ser un destino boutique, virgen, pintoresco. La demanda era otra: poblacional, de expansión demográfica. Había que construir para los costados y para arriba. Demetrio lo entendió. Fundó DELCO S.A., el acrónimo de Demetrio Elíades Constructora. La empresa se dedicó a levantar edificios que miraran al mar. Clases altas y medias conseguían créditos con los que comprar sus departamentos en la costa balnearia. En 1960 emergió una época de desarrollo arquitectónico: Mar del Plata era la ciudad con más metros cuadrados construidos en todo el mundo en un corto período de tiempo. La mitad del parque habitacional que aún dispone la ciudad se construyó desde 1950 hacia 1970. Si en los albores del siglo, por ser hogar de la burguesía y los ciudadanos ilustres, hubo quienes la llamaron la “Biarritz argentina”, desde la década del sesenta adoptó una fisonomía neoyorquina: la “Nueva York argentina”, por instaurar la era de los rascacielos.
Irrumpieron en los proyectos del griego dos nuevos protagonistas: el arquitecto Juan Antonio Dompé, creador de los coquetos chalets marplatenses, y el ingeniero Jan Josef Ruszkowski, un polaco que escapó de la Segunda Guerra Mundial, recaló en el país en 1949 y al año siguiente fue contratado por la compañía francesa Société Nationale de Travaux Publics para la construcción del puerto de Mar del Plata. Los Sbaraglini y Sisterna -sus socios en la industria del alfajor- de la construcción.
Ruszkowski diseñaba con una regla de cálculo, un tablero y un ayudante. Dompé ejecutaba la obra. En 1958 comenzaron la construcción del Palacio Edén, en Bolívar 2118, a metros de la rambla que contiene al Casino Central y al Hotel Provincial. Erigieron un edificio de 26 pisos y 88 metros de altura: lo estrenaron en 1962. En 1964 ya habían terminado otra obra monumental: el Palacio Cosmos, en avenida Colón 1550, con 35 pisos, 117 metros de altura y un espacio de promoción en la terraza. Phillips y Pepsi publicitaron en la cima del gigante de hormigón. Dos rascacielos que presumían de una estética moderna, con formas rectangulares, ventanales grandes, interacción directa con el mar. Seguían una lógica de época: cuanto más alto, mejor.
Se embarcó en un tercer proyecto, una obra sin precedentes. Un terreno de 1458 metros cuadrados sobre el boulevard Marítimo Patricio Peralta Ramos 2865, de frente al mar, a la sombra del centro neurálgico de la ciudad. Otro palacio: el Belvedere. Planos de Ruszkowski, ejecución de Dompé. La obra comenzó el 10 de agosto de 1966. Se emplearon técnicas de vanguardia para sostener una estructura colosal a metros de la arena: se extrajeron 11.500 metros cúbicos de tierra, se rellenaron con setenta toneladas de acero de alta resistencia y se aplicó un sistema de construcción francés llamado “outinord” para establecer los cimientos, según detalló el arquitecto local Miguel Bartolucci al portal 0223.
Demetrio había ordenado que desde todos los departamentos se pudiera contemplar el mar. El Belvedere subió a 125 metros de altura, a través de 39 pisos, de siete departamentos por planta -cinco miran al frente y dos de reojo por la calle Olavarría-, 274 plazas, planta baja, dos subsuelos, estacionamiento integrado, dos salas de estar, un comercio, una terraza: el piso 40 que un lavadero, un baño de servicio, sala de máquinas, antenas y siete letras gigantes. El único departamento que no tiene vista al mar es el del personal de conserjería.
“Se trata de alcanzar el cielo -decía una publicidad-. Alcanzarlo mediante la fuerza que da el trabajo y las posibilidades que ofrece a toda empresa una ciudad de las características de Mar del Plata”. Un artículo de época presumía de “récord de ventas” y “récord de construcción”. Cada diez días se completaba un piso. Pensaban inaugurarlo el 31 de diciembre de 1969. Se adelantaron: el 4 de diciembre de 1969 la inmobiliaria Nannini-Barrera le entregó las llaves a los propietarios. Significó el estreno del segundo edificio más alto del país, siete metros más petiso que el Alas de la ciudad de Buenos Aires, inaugurado en 1950 sobre la calle Leandro N. Alem en el barrio de San Nicolás. Nació con una mención honorífica. No se llamó Palacio Belvedere tal como estaba proyectado: recibió la denominación de “edificio Demetrio Elíades”, en memoria de su pensador, quien murió -no hay registros exactos de su nacimiento ni de su fallecimiento- durante la obra.
Pero tampoco es conocido como tal. El origen de su seudónimo tiene una explicación más simple: en la terraza hay un cartel que en los días nublados suele esconderse en el cielo. Es una palabra con luces incrustadas en el techo que mide 32 metros de largo e incluye el dibujo de una corona. Cada letra se eleva casi seis metros. La gente identifica al rascacielo más alto de la ciudad con el mismo nombre de los populares alfajores. El nombre original solo figura en los carteles de la puerta del edificio.
Julián Santillán es su administrador. Tiene 53 años, la misma edad que la obra. Contó que el inmueble se compone por 335 unidades en total: además de los departamentos hay dos locales y 59 cocheras. Durante el año viven cerca de setenta familias y actualmente está siendo reacondicionado: hubo cambio de bombas y de luminarias, se pintó la fachada que da a la avenida Colón y está en proceso la cara que mira a la calle Alsina. La idea -dice el administrador- es rejuvenecer su fachada hacia los próximos tres años.
Aún hay quienes recuerdan la vez en la que un temporal provocó que el cartel pendiera al vacío, quienes conservan en su memoria el paso raudo de vecinos en piyamas refugiándose en la intemperie la noche del 16 de septiembre de 2015 cuando un terremoto sacudió Coquimbo, Chile, y los pisos altos del rascacielos, o la vez en que la hinchada de Chacarita descubrió a Carlitos Balá -socio honorífico del funebrero- en el hall del edificio y hubo que improvisar un operativo para controlar el fervor de los hinchas.
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