En el preciso instante en que se produjo el más terrible terremoto que recuerde Argentina, que destruyó la mayor parte de los edificios de San Juan y dejó un saldo de 10 mil muertos, Dolores Carrión, “Lola”, que tenía 11 años, terminaba de ayudar a poner la mesa. Eran casi las 21 del sábado 15 de enero de 1944 y, aunque en verano los Carrión-Abarca, que eran 11, solían cenar más tarde, aquella noche los hijos varones apuraban la comida para salir a bailar.
A las 20.52 la tierra comenzó a temblar durante eternos 25 segundos, suficientes para tirar abajo la mayoría de las construcciones de adobe, incluida la que habitaban Lola y su familia en La Cañada, departamento de Albardón. De repente, todo se oscureció y el hogar se convirtió en una nube de polvo. En medio de los gritos y del pánico, “Lolita” y sus hermanos José, Antonio, María Josefa, Enriqueta y Amelia, se abrazaban. Adelina, de 9 años, estaba en casa de una tía. Y Nélida, “Chiqui”, la menor, de solo seis meses, permanecía en brazos de su mamá.
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El recuerdo del terremoto
A pesar de su fortaleza -a lo largo de su vida sufrió varios embates, como la pérdida de una hija, y, aún así, continúa firme y entera como un roble- Lola (91), se quiebra en medio del relato. Se emociona cuando habla de sus padres, Alejandro y María, inmigrantes españoles que llegaron a América, ya casados, en busca de horizontes de progreso. Recalaron en San Juan, una región montañosa parecida a su Granada natal, y se dedicaron a la agricultura. El terremoto los sorprendió con nueve hijos y uno (Manuel) fallecido trágicamente tiempo antes al caer de un árbol.
“Atinamos a correr, asustados, hacia un patio enorme que teníamos atrás. Llorando, veíamos derrumbarse las paredes de la casa y desplomarse entero un galpón recién construido. En medio de la confusión y el espanto, mis padres pensaban en Adelina, que estaba fuera de casa. Chiqui, la bebé, no dejaba de llorar. Poco después, aunque la casa estaba destruida, uno de mis hermanos se animó a ingresar y le preparó el biberón”, evoca Lola, en una tarde de recuerdos junto a sus hermanas Adelina (88), y “Chiqui” (79). Aunque era bebé, ella creció escuchando los relatos de la familia por décadas.
Lo cierto es que lo poco que habían podido construir en esos años de lucha y esfuerzo había quedado en la nada. El sismo fue de 7,4 grados en la escala Richter. Nadie de San Juan recuerda otro episodio igual.
“Chiqui” dice que su padre había finalizado la casa de adobe a fines de 1942, después de muchísimo esfuerzo. Y repite el cuento que escuchó desde siempre: que el espacio entre la vivienda y el galpón, ambos derrumbados, quedó totalmente repleto de escombros.
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En medio del dolor, el milagro: “Nuestra familia se salvó por completo y, aunque estábamos cerca del epicentro, todos logramos sobrevivir. Mi inocencia de niña no me permitía comprender la cantidad de muertes que finalmente se registraron. La tranquilidad demoró en llegar porque el terremoto dio paso a una feroz tormenta que duró días enteros. Todavía tengo el recuerdo de mi hermano montando una mula dirigiéndose a la casa de mi tía ya que nada sabíamos de Adelina. Poco después apareció con la novedad de que estaba a salvo, pero también nos contaba de todos los que, según se enteraba en el camino, habían muerto”, relata Lola.
“La gente buscaba a sus seres queridos como podía, organizándose y brindando auxilio sobre la marcha y con voluntad. Cada vez aparecían nuevas víctimas, muertas o mutiladas, algo desgarrador. Nosotros seguíamos con mucho miedo por las réplicas, por eso no nos desprendíamos de nuestros padres. Las familias que vivíamos en la misma zona nos refugiábamos en carpas o precarias construcciones que hacíamos con lo que había quedado, puertas, maderas, cañas… allí ubicábamos acolchados y colchones”, rememora la mujer.
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El día después del sismo
Casi tan feroces como resultó el propio sismo y sus réplicas resultaban las tormentas de los días posteriores. Lola y Adelina lo evocan con asombrosa nitidez. “El agua solía desatarse por las tardes y caían piedras más grandes que los huevos de gallinas. Ya no sabíamos cómo hacer para resguardarnos en esas carpas provisorias donde nos acurrucábamos con temor a que vuelva el terremoto. Recuerdo a mi mamá siempre pegada a la bebé”, repasa, para evocar los relatos que llegaban del centro de San Juan, todos terribles. Ellas casi nunca salían de Albardón, por eso siempre estaban atentas a las novedades que traían de la ciudad.
Adelina conserva en su retina las enormes grietas que dejó en las calles la apertura de la tierra. “Feas, enormes”, describe, mientras relata la angustia de enterarse a cada paso de nuevas víctimas fatales, como su amiga Isabel.
Y vuelve a los minutos previos al desastre de aquella noche del 15 de enero, cuando su tía renegaba con un perro desobediente que se negaba a salir de la casa. Poco después supo que los perros, unas horas antes de que se produzca un sísmo, se comportan diferente, se muestran inquietos, empiezan a moverse de forma nerviosa y ladran desconsolados.
“La tierra empezó a moverse y con mis primos entramos en pánico, sentíamos terror. El perro finalmente entró corriendo y se metió debajo de la mesa. Los techos se caían y mi miedo era aún más grande porque no estaba con mis padres. Más tarde supe que todos estaban vivos, pero el panorama era tristísimo. Familias enteras buscando a sus seres queridos y todo yacía en ruinas. Llegué a casa y recién allí me sentí a salvo…”, evoca.
La reconstrucción fue un proceso largo e igual de doloroso, remarcan las hermanas. Durante el tiempo que duró levantar las viviendas se utilizaron las mismas paredes que habían quedado en pie y todo material que se encontró en el camino.
“El resto se edificaba con caña y barro hacia arriba. Mis padres decidieron levantar dos habitaciones y luego otras dos para los vecinos”, acota la mayor de las sobrevivientes.
El temor nunca se fue del todo. “Cada vez que tiembla recuerdo aquella noche, pero ojo, llevo tres terremotos más después del de 1944, aunque jamás de semejante magnitud. El último lo pasé con dos de mis nietas dentro de mi casa tratando de mantener la calma”, advierte. Adelina acota: “Yo también quedé con miedo. Hoy, apenas siento un movimiento estoy en la calle”.
La historia de los novios atrapados en la iglesia
“Chiqui” dice que más allá del antes y el después que generó aquel episodio, quedó impresionada con el relato todavía vigente de los novios que quedaron atrapados dentro de la iglesia de Concepción, en la capital de San Juan, poco antes de dar el “Sí”. Se trataba de Miguel Serrano, de 24 años, y de Francisca Sánchez, de 20. También apareció el cuerpo del sacerdote, de los testigos y de algunos concurrentes.
Durante el último movimiento fuerte en San Juan, el 18 de enero de 2021, “Chiqui” no sólo actuó con serenidad, sino que asistió a una vecina de su edificio, mayor de edad.
Lo cierto es que siete años después de aquel terremoto del ‘44 la familia Carrión vivió otro duro golpe al fallecer María, su madre. Sin embargo, las tres hermanas recuerdan su niñez y juventud como “muy feliz”, siempre en un entorno de armonía y amor.
Las tres hermanas, hoy
Como casi todas las chicas de esa época, estudiaron corte y confección, se casaron y tuvieron hijos. Hoy, las tres son viudas.
Las vueltas de la vida: Lola y Adelina se unieron en matrimonio con dos hermanos sanjuaninos de pura cepa, Salvador y Cristóbal Sánchez, respectivamente. Por eso sus cinco descendientes comparten el apellido Sánchez-Carrión.
Chiqui se casó con otro nativo de Albardón, Jaime Rodríguez, que también solía recordar el terremoto como el episodio más dramático de su vida.
Nacida el 4 de junio de 1931, Lola, que hoy vive en pleno centro de San Juan, tuvo dos hijas: Susana (fallecida) y Stella Maris. Es abuela de ocho nietos y 19 bisnietos.
Adelina, que el próximo 8 de marzo cumplirá 89 años, vive en el departamento de Chimbas y es madre de tres varones: Miguel Angel, Cristóbal y Gustavo. También es abuela de 10 nietos y 4 bisnietos.
“Chiqui”, que llegó mucho después que el resto de sus hermanos --el 17 de junio de 1943-- es madre de Jaime, Alejandro y Analía y abuela de cinco nietos. No hay reunión donde no evoquen los viejos relatos que involucran a sus queridos padres y a su gran puñado de hermanos. Historias felices y también de las otras.
Dónde y cómo ocurrió el peor sismo de la Argentina
El sismo ocurrió a las 20.52 y en pocos segundos las construcciones de la ciudad quedaron en el piso y salieron de servicio los sistemas de energía eléctrica, agua potable y telefonía.
El movimiento sísmico tuvo una magnitud de 7,4 en la escala de Richter y una intensidad de IX en la escala de Mercalli. El epicentro se situó a 20 kilómetros al norte de la capital sanjuanina, en la zona de La Laja, departamento Albardón.
Además de causar la muerte de unas 10 mil personas y lesiones de distinta consideración a miles de habitantes, provocó cuantiosas pérdidas materiales.
El inusitado movimiento de la tierra ocasionó daños de consideración en rutas y caminos, vías férreas, edificios públicos y establecimientos fabriles, especialmente bodegas. En las zonas más próximas al epicentro del terremoto, Albardón y Angaco, se produjo la licuación o licuefacción del terreno, fenómeno que consiste en un cambio de estado de una sustancia cuando pasa del estado sólido al líquido. A través de distintas grietas el agua afloró en la superficie. Igualmente se formaron volcanes y cráteres de arena.
El terremoto de 1944 es considerado como la mayor catástrofe natural de la historia argentina. El drama no finalizó allí: pocas horas después se veían a familias que, en improvisadas capillas ardientes a la intemperie, velaban a sus muertos. Los que tuvieron más suerte conseguían un féretro.
Tres días después, el 18 de enero, se declaró duelo nacional y se suspendieron todos los espectáculos. El gobierno envió al Ejército y a médicos, ya que en la ciudad quedaban muy pocos. Como los muertos comenzaron a descomponerse y aumentaba el riesgo de enfermedades, a la entrada del cementerio los soldados cavaron una fosa de cuatro metros de ancho por cien de largo y de tres metros de profundidad. Los fallecidos eran llevados en camiones y arrojados en esa fosa, donde el fondo había sido cubierto con leña. Hombres, mujeres, niños, todos eran incinerados. Un grupo de hombres se ocupaban de alimentar el fuego con combustible.
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