César Omar Pérez tiene 56 años, es oriundo de Ezeiza, y todos los días se esfuerza por alcanzar una meta que le parece cada vez más lejana: una oportunidad laboral. La mayor parte de su vida fue chofer de colectivos, pero todo cambió cuando un diagnóstico errado en un lunar debajo del ojo izquierdo hizo que perdiera la mitad del rostro. Su lucha comenzó en 2002, cuando visitó varios hospitales, le hicieron dos biopsias, y le recomendaron un tratamiento que no era el indicado. Recién en 2008 descubrieron que se trataba de un carcinoma epidermoide, y para ese entonces la enfermedad ya se había ramificado de forma irremediable: una operación realizada por tres equipos de cirujanos en simultáneo le permitió seguir viviendo, pero la lucha que sobrevino persiste hasta hoy.
El primer revés llegó mucho antes, cuando la vida de su hijo recién nacido, de apenas 20 días, pendía de un hilo. En diálogo con Infobae, César cuenta que se aferró a la fe en ese entonces, y cuando el bebé se recuperó se dispuso a cumplir las promesas que hizo. Sin embargo, nunca se imaginó que en el mismo lugar donde recibió las buenas noticias que tanto esperaba, tiempo más tarde viviría una pesadilla donde su propia salud iba a estar en juego. “En el mismo hospital donde a mi hijo le salvaron la vida, a mí me la arruinaron, y ese es el motivo por el que no le hice un juicio por mala praxis al hospital en sí mismo, sino a los profesionales que actuaron mal en mi caso”, revela, y aclara que todavía no concluyó el proceso judicial.
Cuando inició la cuenta regresiva al diagnóstico que cambió el curso de su existencia, atravesaba una situación personal dolorosa. “Me separé en 2001, cuando vivía en la provincia de Formosa, y mi hijo tenía 4 años. Poco después me vine a Buenos Aires y al mismo tiempo arrancó mi lucha”, explica. Y detalla: “Me empezó a crecer la lastimadura del lunar que tenía debajo el ojo, me hicieron dos biopsias seguidas y me empezaron a mandar un tratamiento que no era el indicado”. Lo que siguió fueron cinco años recorriendo hospitales en búsqueda de respuestas a un cuadro que no presentaba ninguna mejoría y cada vez le causaba más preocupación.
“Llegó un momento que yo tenía el hueso expuesto, y para cuando se dieron cuenta del error, ya estaba todo tomado por dentro y había que retirar todo”, expresa. Según revelaron los estudios médicos, al principio su ojo izquierdo no había sido afectado por el tumor maligno que invadía cada vez más la dermis de su rostro. “Ya no había forma de salvarlo, así que me sometí a una cirugía de ocho horas, muy compleja, donde me extrajeron el ojo, un cornete nasal, el músculo del labio superior izquierdo, y me hicieron vaciamiento parcial del cuello”, enumera.
“Fue muy complicado, perdí muchas cosas, además de media cara”, reflexiona sobre el alto costo personal que significó el abrupto cambio de vida. Agradece que su presente es diferente a ese entonces en cuanto al plano familiar, porque se había distanciado de su hijo, que ahora ya es padre de una nena de cinco años. “Lamentablemente mientras yo iba rebotando por los hospitales, pasó a tener más prioridad mi enfermedad, y me fui perdiendo muchos momentos de la niñez de mi hijo; ya no le podía mandar ni siquiera lo que correspondía por mes, y cada vez teníamos menos contacto”, se lamenta.
“Gracias a Dios, ahora de grande reconectamos. Él mismo buscó el lazo de vuelta conmigo, pudo comprender mi situación y dejar atrás el pasado. Es un genio, y a pesar de todo, estudió, se recibió, formó su familia y se desvive por ella”, dice con orgullo. César tiene tres hermanas, y asegura que creció en un hogar muy humilde donde faltaba todo, menos los valores. “Soy el único varón de la familia; mi viejo se fue cuando yo tenía 9 años y perdí a mi mamá cuando tenía 14, así que me terminó de criar mi hermana mayor, y tanto ella como mi vieja fueron las que me enseñaron que siempre hay que intentar salir adelante”, destaca.
A los 40 años tuvo que instruirse sobre las leyes y los derechos de las personas con discapacidad, y considera que su edad fue un factor determinante para que todo fuese cuesta arriba. “Si a los 35 ya me quedé sin trabajo, estando sano, y me decían que ya era viejo para ser chofer, sabía que iba a ser muy difícil que alguien me contratara teniendo en cuenta mi situación”, reconoce. Y no se equivocó. Desde que perdió la mitad del rostro, no volvió a tener trabajo estable, pero como la rendición no está en su diccionario, buscó reinventarse.
“Yo vivo estudiando porque me encanta, y cuánto más complicado es, más pila le pongo. Siempre me gustó, pero como de chico no pude terminar mis estudios, ahora trato de cumplir sueños anteriores, porque nunca es tarde si hay voluntad”, sostiene. Realizó un curso de auxiliar administrativo y contable, otro de electricidad domiciliaria, instalador y montador matriculado, y desde hace poco está adentrándose en el mundo de la programación. “Al año de operarme yo ya estaba buscando trabajo, y hubo muchas desilusiones en el camino”, manifiesta.
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“Me cansé de presentarme en lugares que me hicieron entrevistas telefónicas, sin dar la cara, que me dijeron que estaba todo bien, que avanzaba a otra entrevista presencial, y cuando me veían personalmente, y mi situación de discapacidad, me daban todas las excusas para no tomarme”, cuenta con indignación. “Duele mucho saber que estás capacitado para algo y que no te valoren”, resalta. El panorama no mejoró con el paso del tiempo, y no tiene dudas de que lo más difícil de afrontar al principio fue “la mirada insistente del otro”, la estigmatización en la vía pública, hasta que optó por darle la menor atención posible a la repudiable desaprobación ajena.
“Resulta que todos te cierran la puerta, que ninguna empresa te toma, y con todo el sacrificio que se hace cada día, entiendo por qué muchos terminan colgando los guantes, porque les afecta emocionalmente y psicológicamente”, sentencia. En este sentido, analiza la ley de discapacidad en base a la experiencia que fue acumulando, y asegura que resta mucho por mejorar en determinados aspectos. “Se supone que una ley no puede ser cambiada por otra cuando el beneficio de la nueva ley sea menor; tiene que ser igual o mayor, y lamentablemente hay cosas que están mal porque están dejando de lado a un montón de gente que como yo, a los 40 años quedé discapacitado, y en vez de darnos derechos nos los están sacando”, señala.
Para ejemplificar las fallas que advierte, cuenta lo que le pasó cuando intentó renovar el certificado de discapacidad. “Me lo dieron en 2008, y es obvio que lo mío es permanente, porque perdí media cara, y es algo que no voy a recuperar nunca”, indica, y agrega en tono de humorada: “Lo único que cambia es que estoy más viejo, porque otra cosa no va a cambiar”. Luego explica que no comprende la razón por la que la última vez que solicitó la renovación, se la negaron. “Desde que cambiaron la ley de discapacidad en 2015, me dicen que no me corresponde”.
“¿Cómo puede ser que no me quieran renovar un certificado de discapacidad, si me lo dieron dos años seguidos? Cambian las leyes y en vez de estar mejor, hay grupos que quedamos ignorados”, cuestiona. Aclara que uno de los puntos a favor de la legislación es el cupo laboral para favorecer la inclusión, pero lamenta que no alcance el 4% a nivel nacional que exige la ley. “Una persona que nace con discapacidad o que en plena juventud tiene alguna discapacidad, quizás tiene más tiempo para buscar alguna alternativa de trabajo, pero para personas como yo, que nos pasó de grandes, es muy difícil”, describe.
Cuando tenía el certificado podía viajar en colectivo de manera gratuita, y eso lo ayudaba a reducir los gastos, entre otros derechos que adquiría. “Se habla mucho de igualdad, de inclusión, y se hace mucho hincapié en la parte recreativa, te invitan a maratones, a actividades deportivas, pero no se habla de lo que a nosotros realmente nos facilitaría la vida. Si yo tengo la capacidad, actualmente no tengo necesidad ni de tomar medicación, si tengo la fuerza y la voluntad para seguir trabajando, ¿por qué no me dejan? Eso es lo que me da impotencia”, enfatiza. Sobre su situación económica actual, cuenta que percibe una pensión no contributiva, y que trata de sobrevivir con ese ingreso de dinero y algunas changas de electricidad muy esporádicas.
“Tengo una beca del municipio que me permite trabajar en el juzgado de faltas de Ezeiza, pero trabajo cuatro horas solamente, o sea 20 horas por semana. No tengo un trabajo por contrato, es decir que un trabajo estable, concreto y real, no tengo”, explica. Por momentos, lo invade cierta resignación producto de la sensación de injusticia por cada “no” que recibió. “Por mi edad quizás ya no me den trabajo efectivo nunca, pero por lo menos quisiera abrir una puerta para los que están atrás, para las generaciones que en algún momento también se van a enfrentar con esta problemática”, proyecta.
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“Ya no sé cómo encarar”, confiesa sobre el final de la charla, y cuenta que en noviembre último se presentó en Los 8 Escalones del Millón -el programa que conduce Guido Kaczka por la pantalla de El Trece-, con el anhelo de ganar el premio para iniciar un emprendimiento con el que sueña para recuperar su independencia. “Vivo en un barrio popular de viviendas, que tiene poco tiempo y recién se está armando; entonces mi idea es volver al rubro del que entiendo y trabajé toda la vida, el transporte”, anticipa. Le gustaría abrir una remisería que pueda administrar, pero el obstáculo es la inversión que implica el alquiler de un local, una línea telefónica fija, los vehículos y los empleados.
“Los autos, por más que sean usados, tienen que estar en condiciones para poder iniciar. Si yo pudiera acceder a un crédito, pagar en cuotas, lo haría, porque tendría la continuidad para trabajar sin pedirle nada a nadie”, remarca. “Yo mismo daría de de baja la pensión, porque ya no la necesitaría más. Me encantaría no tener que mendigarle nada a nadie, cosa que no hice en toda mi vida, y ahora me veo en la obligación de estar viviendo de una pensión, de la lástima de los demás, y mi orgullo no me permite eso”, confiesa con la voz entrecortada del otro lado del teléfono.
Su sostén a lo largo de cada etapa fue el apoyo emocional de su familia, y después de estar 15 años soltero, conoció a su actual pareja. “Gracias a Dios encontré una muy buena mujer; algo me tenía que salir bien”, afirma con humor. A través de su cuenta de Instagram, @cesar_perez969, va informando sobre su situación, y sigue alzando la voz con un solo pedido: “Quisiera tener un trabajo, y sino se puede, que me ayuden a obtener los medios para emprender algo. Soy responsable y tengo una mente ágil que asimila cada recomendación y cada consejo. Denme la oportunidad de poder ser útil para la sociedad y mi familia”.
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