Tiene siete anillos. En la mano derecha, símbolos de paz, de amor y una ola. Los tres son dorados. En la izquierda, otros conceptos: un sol mapuche, la alianza de boda de su mamá Norma, su hija representada con un perla roja y sus tres hijos entrelazados en aros. Tiene sombrero de paja, obvio. También tiene collares: son largos, pesados y estridentes. Camina y suenan. El tránsito inconfundible de Fernando Aguerre. Se abre paso con una campera roja que brilla desde su fileteado plateado, su camisa blanca y floreada -¿cómo si no?-, su jean intervenido con pintura blanca, dibujos del mar y palmeras, sus sandalias, claro.
Es una cena en su honor. Hay 220 invitados que lo saludan y lo cortejan. Se proyectará un documental La ola imposible que habla, básicamente, de él y de su causa, que también habla de él. A los diez segundos aparecerá en pantalla. Tendrá el mismo sombrero, dos anillos más en los dedos índice de cada mano, collares, pulseras, otra camisa floreada y dirá que era algo “imposible”, que su hermano y sus amigos le habían preguntado si de verdad iba a invertir sus energías en esto. “Vamos a surfear”, les contestará.
Surfeó la ola imposible durante 22 años. En 1994 había asumido la presidencia de la Asociación Internacional de Surf, fundada tres décadas atrás. Duke Kahanamoku había muerto hace 26 años cuando él retomó su idea. Oriundo de Honolulu, Hawái, había participado de tres Juegos Olímpicos (Estocolmo 1912, Amberes 1920 y París 1924) con una performance destacada: consiguió tres medallas de oro y dos de plata para la natación hawaiana. En los juegos de Amberes, Bélgica, había implantado la semilla: hacer del surf, su invento, un deporte olímpico. Sin recursos, sin infraestructura, sin acompañamiento, sin una obsesión voraz, sin un olimpismo dispuesto a cuestionar innovaciones, el plan se disolvió.
“Alguien, algún día, llevará al surf a los Juegos Olímpicos”, predijo el denominado padre del surf moderno. Fernando pensó que le estaba hablando a él. Había un campo fértil, un legado, una brújula, un norte común, un deseo anestesiado, un eventual sostén homogéneo. Faltaba dedicación, tiempo, un máster plan y un loco con ideas rupturistas. “Muchos me dijeron que no me metiera ahí. ‘¿Te parece, estás seguro?’, me preguntaban”. Les respondía con una sonrisa. “Yo puedo ser esa persona que lleve el surf a los Juegos Olímpicos”, le dijo al espejo.
Alguna vez contó las horas que le dedicó. El cálculo le dio doce mil. A seis olas que surfeara por hora, la ecuación le da 84 mil olas que no pudo barrenar hasta que el surf fuese olímpico. Lo que no pudo cuantificar fue el dinero que gastó (invirtió). Viajaba a las reuniones de los dirigentes del Comité Olímpico Internacional, a los congresos de las federaciones deportivas. Se hospedaba en los mismos hoteles. Aparecía en el lobby o en los bares. Interrumpía charlas y almuerzos. Invitaba cervezas y cafés. Vestía lo mismo que luce hoy: anillos, collares, sombrero de paja, camisas floreadas, sandalias. Desplegaba tablas de surf en el piso. Se infiltraba en salones privados. Montaba un show. Personalizaba un espíritu distendido y vivaz. Apelaba a un speech comprador e sagaz. Debía ser perspicaz y confrontativo. En 2008, sin haber sido invitado a una asamblea en Lausana, Suiza, el argentino con moño y look descontracturado le dijo a hombres de corbata y gesto adusto: “¿Ustedes conocen los X Games, donde están los deportes jóvenes? Se los perdieron porque se durmieron. Ahora tienen una nueva oportunidad. Hay muchos deportes tradicionales que ya no le interesan a la gente, es necesario un cambio”.
Sabía que lo iban a mirar como lo miraron: con perplejidad y un dejo de aversión. Un loco vestido de hawaiano, un ignoto que no habían invitado, les estaba enseñando cómo el olimpismo estaba desperdiciando su porvenir. “Pensé ‘a estos tipos no les interesa’. Pero de repente uno me dice ‘espera, necesito presentarte a alguien’ y vuelve con uno más joven, vestido con onda y nos dice ‘ustedes tienen que hablar…’. Era Christophe Dubi, el nuevo Director de Deportes del COI. Me escuchó con atención durante una hora y así empezó la nueva ola”, recuerda.
La semilla ya había sido instaurada. Luego de advertir que el proceso de incorporación de nuevas disciplinas al olimpismo iba a ser complejo y debía seguir convenciendo a dirigentes conservadores, contrató a un asesor olímpico, Bob Fasulo, para que lo ayudara a agilizar contactos y mover influencias. Era 2011, un año antes de los Juegos Olímpicos de Londres y cinco antes de los de Río de Janeiro. Las proyecciones se separaban en el calendario. Para entonces, ya era un personaje simpático en el universo olímpico.
Una vez, en una reunión del COI, se vistió con un saco que tenía los anillos estampados en la espalda. Las autoridades del comité le pidieron una foto. Otra vez, se puso un traje estampado con algas que inspiró la admiración del príncipe Luis, duque de Luxemburgo. En una entrevista a La Nación, reconoció que su marca es ser “exótico”, que sus modos libres de protocolo contribuyeron a su empresa. “Llego y se ríen, se cagan de risa. Y si se ríen, ya entraste. Todos usan corbata, yo moño. Y a la noche me saco la camisa blanca, me pongo la hawaiana y el saco, colgantes de caracol, un tiki de ballena azul que me hizo un jefe maorí…”.
En 2014, se vinculó a una compañía inglesa de relaciones públicas y comunicaciones para que accionaran su persuasión. El 10 de septiembre de 2013, en una sesión celebrada en Buenos Aires, Thomas Bach había sido elegido nuevo presidente del Comité Olímpico Internacional. Fue el factor determinante para que la insistencia de Fernando tuviera eco. El 8 de diciembre de 2014, en la 127° asamblea de la Comisión Ejecutiva del COI en el Forum Grimaldi del Principado de Mónaco, se aprobó un paquete de cuarenta reformas que contempla la modernización del programa de deportes. “Hoy es el día de las decisiones. ¿Queremos cambiar o queremos que nos cambien?”, dijo Bach en una sesión histórica.
En 2016, Fernando terminó de barrenar su utopía. El 3 de agosto, el COI aprobó la incorporación de cinco nuevos deportes a los Juegos Olímpicos de Tokio 2020: el surf, el béisbol, el karate, la escalada y el skateboard. Significó la irrupción de un nuevo paradigma, el cambio más audaz en la historia de los Juegos Olímpicos modernos.
Lo que Duke Kahanamoku había vaticinado en 1920 se materializó un siglo y un año después. La pandemia de covid-19 postergó la realización de los JJOO. La incorporación del surf había sido pasajera, excepcional, relativa solo a Tokio. Los números respaldaron la osadía de Bach y la causa de Aguerre: el surf ingresó al top 10 de los deportes más consumidos y al top 5 de los que más interacción tuvo en las redes sociales. Decidieron mantenerlo en las próximas dos citas olímpicas, a tal punto que en París 2024 será el segundo deporte en la historia del olimpismo que se disputará en otro continente: el surf hará sede en Tahití, en la polinesia francesa. “La mejor cancha posible”, jura.
La primera cancha fue su Mar del Plata natal. Nacido en 1959, hijo de un padre del que heredó su templanza y serenidad y de una madre que le transfirió el don del emprendedurismo, dice que desde chico, todo lo que veía lo interpretaba como una oportunidad. No era bueno en los deportes. Sus dotes eran otros. A los nueve años juntaba diarios y se lo vendía a un vecino que juntaba papel, armaba frascos para hacer burbujas de jabón, comercializaba rabanitos que plantaba en un baldío, fabricaba payanas de mármol, coleccionaba estampillas y se encerraba en una personalidad introvertida. Dice que el surf lo “rescató” y lo convirtió en un personaje exótico: “Era tímido. Exploté a los 16 años y me fui para el otro lado”.
Ya reparaba tablas, fabricaba las tobilleras y su hermano había creado una fórmula química para que no se resbalaran los pies de las tablas. El surf lo transportó al otro extremo. Se volvió un personaje popular, locuaz, entrador. Ingresó al centro de estudiantes del Colegio Nacional Mariano Moreno, se convirtió en DJ rupturista: pasaba vinilos inéditos, importados de Brasil. “Fui el primer DJ de Argentina que pasó Génesis, me preguntaban qué era Kiss”, apunta. Lo conocían como “el rata”. Organizaba fiestas y campeonatos de surf.
El primero, en 1978, años inoportunos para iniciar prácticas progresistas, con visión de futuro. Eran tiempos oscuros: la dictadura militar argentina optimizaba su maquinaria diabólica de horror, censura y restricciones a la vida recreativa, social y cultural. Fernando no podía controlar su genio. Para expresar su repudio a la prohibición del deporte, organizó un torneo de surf en las playas de Mar del Plata, enfrente al Torreón del Monje. La noche que durmió en una comisaría a causa de sus actos de rebeldía sirvieron de plataforma para la asimilación. Reconoce haber tenido suerte: una desobediencia vestida de travesura. “Nos quitaban y confiscaban las tablas. Muchas veces nos sacaron del agua tirando tiros al aire. Nos sentíamos perseguidos, obviamente por tener el pelo largo y por surfear. En comparación con otra gente perseguida no era nada”, expresó.
Tampoco había ninguna ordenanza municipal que ordenara su prohibición. Eran demasiado felices, desprolijos e insurrectos para los cánones de entonces. Del veto pasaron al desplazamiento: en las playas del centro no, donde nadie los viera sí. Los persiguieron y los corrieron. Ya en las playas de los acantilados nadie los molestaba. Así nació la Asociación Argentina de Surf, fundada en 1978, su estreno como dirigente del surf. Al año siguiente, un intendente más flexible le entregó un marco normativo a la actividad.
En simultáneo, despuntaba sus estudios en derecho y su visión comercial. Fundó con su hermano Santiago y su mamá Norma una marca surfer: Ala Moana, una playa y una palabra hawaiana que significa “el camino que te lleva al mar”. Tenía apenas 21 años y había concebido, en verdad, un lugar para congregarse y sentir el surf de cerca. Se volvió un éxito inédito. Habían seguido una intuición, habían obedecido a un impulso. Las casas de surf en la ciudad eran dos y no habían prosperado. Ellos se lanzaron por valentía y percepción, sin haber investigado el mercado. Tuvieron tanta suerte como éxito. Viajaban con frecuencia al Once porteño para comprar telas, reconstruye el artículo publicado en La Nación. Volvían con todos los rollos posibles que entraran en el auto de Norma. Los clientes hacían cola en el local 11 de la galería Sao del centro marplatense. Los productos que no había se encargaban y se señaban.
En una acertada percepción, registraron la marca antes de que Santiago apostar a hacer la América. Partió rumbo norte, solo con el secundario completo, hacia las playas de California en busca de veranos eternos. Abrió un surf shop y cuando su hermano se recibió de abogado lo convocó. Tenía miedo de perderlo. “Vas a trabajar de abogado y nunca más nos vamos a ver”, le dijo. Fernando no quería ir a Estados Unidos y Santiago no quería volver al invierno marplatense. Acordaron un punto medio. Se reencontraron en Río de Janeiro: buscaban mercadería para exportar a Estados Unidos. La consiguieron en San Pablo, el último día de su embarco comercial. Era un material antiderrapante para las tablas. Invirtieron cuatro mil dólares. Se establecieron en un departamento de veinte metros cuadrados. En un año vendieron 250 mil piezas: habían entrado al mercado estadounidense sin saber el idioma.
Tenía 26 años y más ideas. De su padecimiento, parió un negocio. No podía caminar con las ojotas que todos los surfistas usaban. Necesitaba algo más ergonómico. Sus pies no tenían arco, su suela era plana. Crearon sandalias livianas, cómodas, ergonómicas y con arco. Las fabricaron. Las ofrecieron. No había nada similar en el mercado. Tocaron las puertas de distintas marcas del universo surf con una pregunta “¿venden sandalias?”. Así nació Reef, en sus pies planos. Después vinieron el boom, la publicidad, los desfiles, las chicas, las colas.
La administraron durante dos décadas. En 2005 la vendieron a VF Corp por 188 millones de dólares. Los hermanos tenían el 20% de las acciones y la operación incluyó una deuda. Reef había sobrepasado sus aspiraciones, le había quedado demasiado grande. Fernando era el encargado de la dirección general, el marketing y las ventas. Santiago era el responsable del producto, la producción y las operaciones. Se habían convertido en más socios que hermanos. La dinámica comercial de una compañía con presencia en más de cien países degradó el vínculo. La venta les devolvió el cariño, el tiempo y la posibilidad de perseguir otros sueños.
Fernando fue en busca de otra quimera. Un abogado inquieto, ambicioso, argentino, marplatense, outsider, deportista modesto, nacido lejos de los países potencia, tradicionales o referentes del surf, hizo en un siglo lo que nadie se había animado siquiera a proyectar. Alguien le sopló al oído que se postulara a la presidencia de la Asociación Internacional de Surf. En 1994 lo votaron 16 de 31 representantes. Los 15 que no lo eligieron no sabían los planes de ese “loco” del cono sur que estaba dispuesto a cambiar la historia del surf y del olimpismo. Lo reeligieron nueve veces. Lleva 28 años como presidente.
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