Cuando Fernando Araujo planeó asaltar el banco Río de Acassuso tuvo una tarea difícil: convencer a los cuatro pistoleros de la banda, hampones de raza que sentían a la metralla y al fusil como una extensión de su cuerpo, de algo impensado en ese momento.
-Muchachos, por primera vez van a robar con armas de juguete.
Los cuatro lo miraron pensando que era una broma.
Eran hombres rudos con más de 20 años de experiencia en el delito. Entre los cuatro sumaban más de cien robos a bancos y blindados. No le temían a los tiroteos y hasta dos de ellos tenían alojadas balas en el cuerpo.
-¿Es joda no? O nos llamaste para un fiesta con cotillón. ¿De juguete?
-Hablo en serio. En realidad son réplicas.
Estaban reunidos en el atelier de Araujo, en San Isidro, donde pintaba, fumaba marihuana, y vivía obsesionado con lo que él apuntaba a crear una obra de arte, no cometer un asalto.
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El tiempo le dio la razón: el 13 de enero de 2006, hace 17 años, los siete ladrones protagonizaron el robo del siglo, un episodio criminal que quedó en la historia porque no hubo un asalto de ese tipo.
Pero en ese momento les faltaba recorrer un camino. ¿Cómo lograr que los cañeros, como se los llama en la jerga tumbera, empuñaran un objeto inservible?
Araujo siguió con sus argumentos:
-Ustedes me conocen. Saben lo que pienso. Odio las armas. Me parece de cobardes ir a robar armados -les dijo.
-Cobarde es temerle a las armas. Nunca estuviste rodeado por cinco canas armados, ni te balearon -dijo el más experimentado de la banda, que nunca fue detenido.
Araujo le dijo que no hacían falta. Porque no iba a ver riesgo de enfrentarse a los policías. Se iban a escapar por un boquete, hacia un túnel que los iba a conectar hasta una alcantarilla. Desde ahí subirían por un agujero de la camioneta en la que iban a fugar.
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Iban a simular una toma de rehenes en la planta baja y en el primer piso mientras lo real ocurría en las bóvedas. Al final vaciaron 147 cajas de seguridad y huyeron en dos gomones con unos 19 millones de dólares.
Cuando los más de 300 policías entraron en el banco, los rufianes se habían esfumado. Y dejaron una nota que decía: “En barrio de ricachones, sin armas ni rencores, es sólo plata y sin amores”.
Rubén Alberto de la Torre, que aprendió a usar pistolas a los 13 años, apoyó a su viejo colega.
-Fer, mirá si en el banco entre los clientes hay uno que se quiere hacer el héroe, o un policía. Vamos jugadísimos.
–Fer, me parece genial lo de entrar sin armas, pero sabés que por otro lado eso nos deja indefensos.
Araujo le volvió a servir café a su compañero, pensó la respuesta, y dijo:
–No nos vamos a tener que defender de nada, ya que vamos a estar rindiéndonos desde siempre. Esa es nuestra estrategia. En todo caso, nuestra defensa es la sorpresa.
– ¿Y si nos plantan los fierros?
–Puede pasar, pero ese va a ser un tema de la investigación. Nuestra conciencia va a estar limpia. Te repito: vamos a entrar en ese banco el día que tengamos todo listo para irnos sin que nadie salga lastimado. Si el plan sale al pie de la letra, no habrá posibilidad de enfrentamiento.
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–No sólo lo digo por nuestras vidas. También lo digo por la calificación del delito. Con armas de fuego es una pena mucho más grande.
–Lo sé, lo sé. Todo va a salir bien.
Beto de la Torre, el primero que entró en el banco, dudaba:
-Robar sin armas es como jugar al fútbol sin pelota. Es como que me amputen. Me da adrenalina. Es parte del ritual.
-Beto, vos intimidás con tu vos, tus movimientos, hasta podrías entrar a puño limpio, entrás primero y el que entra primero es el que sabe -trató de alentarlo Araujo.
-Bueno, como quieras.
Julián Zalloechevarria, otro hombre de armas, que no entró en el banco porque justo lo baleó la Policía cuando intentó salvar a un cómplice durante una fuga de un robo, tenía una herida en el estómago. Reconoció que él al menos llevaría una. Pero luego se convenció de la idea del desarme propuesta por el líder.
“Era tan seguro el plan que nada podía fallar. Era un simulación. Y con la masacre de Ramallo, cuando la policía armó una masacre, cambiaron los protocolos Y ahora los ratis tienen que esperar y pueden actuar sin poner en riesgo la vida de las víctimas. Fue un robo psicológico”, le dijo Zalloechevarría, flamante abogado, a Infobae.
En cambio, Luis Mario Vitette Sellanes, el negociador que actuó su rol como si fuera una obra de teatro exhibida una única vex, estaba de acuerdo en no usar armas. No iba con su esencia de Hombre araña, treparse y robar edificios, y de escruchante o boquetero.
El “séptimo” ladrón, que nunca cayó, tiene seis balas alojadas en el cuerpo y cree haber disparado más de 500 balas en 30 años de ladrón.
-No es lo mismo tener en la mano una réplica que un bufoso de verdad. Mirá si uno se aviva. Estoy de acuerdo en la no violencia, pero tenemos que convencernos de que tenemos un revólver de verdad.
Araujo retrucó:
-No vamos a llevar pistolas de agua. Estas réplicas parecen más verdaderas que las verdaderas.
De la Torre dio su versión de cómo se inició el debate. “Yo pensaba que íbamos a usar armas. Cuando caí en la reunión anterior en lo de Marito, llegué con un bolso. Estaban Fer y otros muchachos. Comimos una pizza, tomamos gaseosa, y de repente apoyo el bolso en la mesa y saco una recortada 12.70, silenciadores, armas de distintos calibres. Saqué balas. Todo quedó en la mesa. Hubo uno, que no nombré, que se asustó. Me dijo que sacara eso”, dijo a Infobae.
La historia del debate armas sí, armas no, terminó con una pregunta de Araujo:
-¿Todos de acuerdo en no usar pistolas reales?
Todos dijeron que sí. Algunos no tan de acuerdo. Pero confiaban en el cerebro del golpe.
Araujo se salió con la suya. Y no se equivocó. Para él, un arma era convocar a la muerte, la plata manchada con sangre no sirve, y además le fascinaban los desafíos en los que había que usar el ingenio, como si el delito se convirtiera en un tablero de ajedrez y el ladrón fuera una de las piezas. Lo tentaba eso de poder quebrar algo estructurado y aparentemente seguro.
–Ser vanguardista en algo es lo que te garantiza el éxito. Es hacer una jugada que no existe, novedosa y audaz –pensaba.
Siempre reconoció que el golpe que planeaba dar hubiese sido difícil cometerlo hace veinte años. Internet y la posibilidad de responderse las dudas en un solo clic, hicieron que su proyecto fuese viable. Estudió todas las boqueteadas de la Argentina y del mundo, también las tomas de rehenes. Y nunca había pasado algo como lo que quería hacer. Confirmó que tenía un diamante en bruto y estaba seguro que lo podría convertir en un brillante. Pero esta nueva idea traía, soslayadamente, un nuevo condimento: no sólo tenía que pensar lo “técnico” de hacer un túnel, sino que también debía sumar lo “psicológico”, que era engañar a los cientos de policías que estarían afuera, ansiosos de ponerles una mano encima o lo que es peor: una bala.
–Si vas por un camino y te encontrás con una gran piedra, es para que te subas a ella y así poder ver más lejos. A los problemas hay que transformarlos en desafíos –afirmaba.
Araujo había encontrado la fórmula. No admitía un fracaso. “El robo tiene que ser el mejor de la historia”, decía. Incluso mejor que cualquiera de los asaltos que aparecen en las películas.
Araujo no sólo logró que los pistoleros no recurran, por primera vez, al asalto de caño.
En el juicio, los fiscales trataron de probar que eran armas reales. Se basaron en un culatazo que da Vitette en el ventanal. “Sonó a arma real”, decían los acusados. Pero al final los jueces concluyeron que no fue un robo armado. Y bajaron la calificación del delito y las penas.
Tras el asalto, y después de las detenciones y las liberaciones, pasó algo también “milagroso”: los delincuentes pesados no sólo dejaron las balas. Dejaron de robar. Hasta ahora. Sin armas ni rencores.
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