El domingo 19 de enero de 1913 el servicio meteorológico prometía lluvias aisladas en Mar del Plata. El clima era inestable y los pronósticos, confusos. Nubes cargadas de tormentas amenazaban desde el techo del cielo entorpecer la celebración que comenzaría cerca de las cinco de la tarde. Iba a decretarse la inauguración de una obra que había comenzado el 2 de marzo de 1911, proyectada por el arquitecto Luis Jamin, dirigida por el ingeniero Carlos Agote y ejecutada por la firma Castelló y Picqueres. La apertura de la rambla Bristol coronaba una época: en el epílogo de la “belle époque” europea, Mar del Plata aún presumía del esplendor de un tiempo majestuoso reservado para la élite porteña, la clase pudiente.
Estaban el gobernador de la provincia don Ezequiel de la Serna, voz del discurso de apertura, y la más alta alcurnia. Había elegantes carruajes y había automóviles en serie -tecnología de avanzada-. La “Biarritz argentina” estrenaba su paseo afrancesado: una rambla de mampostería con diseño belga, dotada de un estilo parisino con embellecimiento a cargo de balaustradas, terrazas, estatuas y ornamentos, cubierta por una inversión estatal. Sus vitrinas, sus cúpulas, sus 400 metros de extensión, sus escalinatas y sus balnearios lucían detalles con sentido artístico. Todo a tono de la gesta.
La rambla Bristol, denominada así por el hotel homónimo que había abierto sus puertas el 8 de enero de 1888 para hospedar a la aristocracia argentina en una villa balnearia virgen, tendrá un destino cruel. Su vida útil durará menos de treinta años y su demolición inspirará la melancolía de la comunidad. En el resplandor de su primer día se sucedieron dos acontecimientos magros: un mal presagio que atañe también a la abrupta muerte del gobernador, huésped ilustre, apenas dos meses después de la inauguración y a la corta vida de la rambla. En su estreno se desató una tragedia, la primera víctima fatal de la aviación argentina, y un éxito efímero, el emprendimiento exótico de un español que cruzó el Atlántico con camellos.
La fiesta debía ser fastuosa y grandilocuente. Había que enseñar cosas que no se habían visto antes: exclusivas, exuberantes, excéntricas. Los vuelos de cuatro aviones planeando por encima de la multitud y doce camellos de una sola joroba importados desde Marruecos contribuyeron a una ceremonia pomposa. Las autoridades le pidieron al Aero Club Argentina un despliegue aéreo sobre la rambla. No todos los presentes habían visto alguna vez en el cielo un baile de aeronaves: la espectacularidad al servicio de la cita histórica.
La crónica indica que a las 16:38 los pilotos levantaron vuelo. El periodista e historiador marplatense Gustavo Visciarelli aporta que los aviadores eran Pablo Teodoro Fels, de 21 años y el piloto matriculado más joven del mundo, el francés Paul Castaibert, de treinta y pionero autodidacta de la fabricación de aviones en Argentina, Enrich Lübbe, de 27 y primer piloto alemán que había recibido la licencia de aviador en su país, y el teniente del Ejército José Félix Origone, de 22 y quien había obtenido su licencia dos meses antes.
El alemán Lübbe partió desde el aeropuerto de El Palomar en un Rumpler Taube. Media hora después lo siguieron el teniente Origone y el cabo Feis en aviones Bleriot, y el francés Castaibert despegó en un monoplano de su autoría desde Villa Lugano. Ninguno llegó a la inauguración. El mal clima de la tarde del domingo y el vuelo de aviones de comienzos de siglo eran elementos incompatibles. Tres pilotos lo advirtieron cuando adivinaron la furia de la tormenta. José Feliz Origone no: se precipitó desde 250 metros de altura sobre un campo de Domselaar, en el partido bonaerense de San Vicente. La primera víctima fatal de la aviación argentina no significó motivo suficiente para la suspensión del acto. El show no debía interrumpirse. El diario La Capital consignó en su artículo “la cruel impresión que predominaba en los ánimos con motivo del doloroso accidente” y describió que “fue una temeridad de los aviadores el lanzarse al espacio con una tarde tan ventosa y tempestuosa”.
La rambla Bristol fue demolida en 1938: su belleza y distinción no toleraron la erosión del oleaje y el desarrollo inmobiliario de Alejandro Bustillos con su obra titánica del hotel Provincial y el Casino Central. Cuatro años después de que dejara de existir lo que Origone había ido a inaugurar, se instauró que cada 19 de enero se conmemore en el país el “Día de los Muertos por la Aviación” en honor a su memoria.
No hubo aviones en el cielo pero sí camellos en la arena. Hay fotos y documentos que atestiguan la excentricidad de un inmigrante español que había tenido dos ideas: la primera fracasó estrepitosamente, la segunda experimentó un ascenso fugaz antes de que también fracasara. Francisco Medina era un comerciante nacido en las Islas Canarias, una porción de España al noroeste de África. Viudo y padre de dos hijas, se embarcó con rumbo sur blandeando una promesa: juntar dinero para prover futuro a su familia en una incipiente ciudad balnearia de Buenos Aires.
Tenía 37 años. Desembarcó en 1912. No viajó solo. Transportó a doce camellos que había adquirido en Marruecos. Estaba confiado de que podían ambientarse al servicio agropecuario dada sus condiciones para soportar peso sobre su lomo. Imaginó que competiría con los caballos y los bueyes en las tareas del campo. Sobreestimó su período de utilidad -viven más- y el linaje de la familia de los camélidos -llamas, guanacos, vicuñas y alpacas ya habían contribuido en faenas rurales en tiempos precolombinos-. Obtuvo el debido permiso de las autoridades gubernamentales y notó, rápidamente, que la docilidad de los dromedarios iba a ser un impedimento. El periodista Fernando Delaiti rescató en una nota de la agencia DIB que los ejemplares eran “toscos y desobedientes”. El plan no prosperó.
Medina entendió que la tierra no era lo mismo que la arena. Así que devolvió a los animales al confort de su hábitat: o algo así. No los llevó al desierto africano sino a la playa Bristol. Podrán no ser tan mansos como los caballos ni tan útiles como los bueyes, pero no abundan por estos lares. Ese simple componente de inverosimilitud supuso un atractivo especial. Los presentó en sociedad en la inauguración de la rambla, aquella tarde gris del domingo 19 de enero de 1913.
Los doce camellos machos y adultos se contorneaban entre los curiosos cubiertos por túnicas y los jinetes lucían como beduinos: tenían su piel pintada de negro y vestían turbantes. Medina lo había pensado todo. Las reseñas locales hablan de apuestas y de una carrera de turistas como jinetes de los dromedarios. Gustavo Visciarelli acredita la veracidad de esta justa, no así la fecha: precisa que el ganador de la corrida fue el periodista y escritor Josué Quesada, a la postre un destacado novelista que adquirió fama en el círculo literario femenino con piezas como “La vendedora de Harrods” o “La costurerita que dio aquel mal paso”.
Las imágenes resultan evidentes: fotos de niños sentados en estructuras de madera emplazadas sobre la joroba de camellos en las playas de una Mar del Plata próspera, en franca expansión. Tampoco la identificación que los herederos de Francisco Medina donaron al Museo Histórico Municipal Roberto Barili de Mar del Plata: una identificación del inmigrante canario en la que declaraba su residencia en la intersección de General Paz y playa Bristol y reconocía la profesión de “comerciante”.
Los camellos de Medina -los que paseaban niños y los que competían- fueron un atractivo turístico efímero, solo de 1913, año en que en tren desde Constitución arribaron 32.573 pasajeros de acuerdo con la investigación de Santos Suárez Menéndez en Historia de Mar del Plata. Para el verano siguiente, el permiso de ofrecer camellos en la playa Bristol no le fue concedido. Medina había pensado en todo menos en una cosa: las necesidades fisiológicas de los dromedarios. Sus aromas no se armonizaban con el ocio de la aristocracia porteña.
El comerciante debió reconfigurar de nuevo su estrategia. Se desplazó a las playas del sur sin mayor fortuna. Los camellos, al ser todos machos, no se reproducían y empezaron de a poco a morir. Medina, a su vez, nunca pudo domesticar su temperamento: los ejemplares eran insubordinados y debían usar bozales porque, según reza la leyenda balnearia, hubo uno que le arrancó de un tarascón cuatro dedos de una mano a un cuidador caracterizado como un africano de piel negra y turbante blanco.
Pero Medina era un emprendedor ducho, sagaz, preparado para los imprevistos. Con las ganancias de sus atracciones, compró vacas lecheras, montó un tambo modelo y, al lado, instaló canchas de tenis en el Paseo General Paz, inauguradas en 1921. Creó, en definitiva, un espacio donde jóvenes de clases altas vestidos solo de blanco tomaban leche recién ordeñada entre un set y otro. El negocio prosperó y en 1935 se convirtió en un exitoso empresario hotelero. Murió a los 72 años, en 1947. Había formado una familia en Mar del Plata. Había podido traer a sus hijas de las Islas Canarias.
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