La aventura de diez amigos que compraron un balneario para jugar a la pelota: raíz y auge de “la casa de verano del fútbol argentino”

Punta Mogotes es el complejo balneario más importante de la costa argentina con casi 7.900 carpas en 24 paradores. Eligió inaugurar su temporada de verano 2023 en el Balneario 12. ¿Cómo y por qué el B12 se convirtió en una referencia turística? La historia del modesto plan de unos amigos que habían sido echados de la playa por jugar mucho al fútbol

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Augusto y Buby, padre e
Augusto y Buby, padre e hijo, los rostros del Balneario 12, el más importante de todo el complejo de Punta Mogotes (Fotos Christian Heit)

Sus manos aprietan fotos y cuadros. Los brazos van extendidos delante del cuerpo, a la altura del pecho. Camina con la fascinación desnuda en la cara: el entusiasmo de estar por enseñar un tesoro lo desborda. “Y esto es apenas el 10% de lo que tengo abajo”, advierte. En una de las mesas del restaurante, apoya el pilón de imágenes. Son quince, veinte. Tal vez más. Elige ese lugar no íntimo porque no tiene oficina. “Abajo” es un depósito de cosas. Es un dueño sin guarida que ahora, encima de platos, cubiertos y servilletas, despliega sus memorias. Las fotos no están clasificadas ni conservadas en folios. Algunas son apaisadas, otras horizontales. Algunas son recortes de diarios pegados sobre hojas blancas de papel, otras impresas en los tiempos en los que los rollos se revelaban. Su estado de preservación tampoco es homogéneo. El álbum es variopinto. “Mirá, Gandolfi”, dice y se interrumpe: “Mirá, el cabezón D’Alessandro”. Seguirá nombrando apellidos del fútbol argentino: Milito, Gracián, Griguol, Burruchaga, Garrafa Sánchez, Artime. La lista es interminable y su memoria, prodigiosa.

Pero el principio está en otra foto. “Éstas eran las canchitas”, dice y apunta el índice en un recorte amarillento por la decoloración y por el tono que gobierna la escena: la arena se confunde con el hormigón pintado y los techos de las carpas. La distancia a ese presente cumple cuarenta años. Son postales del balneario en la década del ochenta. “Nací en abril del ‘79″, dice y es el preámbulo de la historia. Sus padres, los Di Giovanni, ya iban a Mar del Plata desde que él era apenas un proyecto de familia. Buby, su padre, es un uruguayo argentinizado de 82 años que debe su apodo a la castellanización de “baby”, dado que era el menor de su grupo de amigos de la infancia.

Tenía un año y medio cuando, en las playas de la rambla Bristol, enfrente al Hotel Provincial, se perdió entre la multitud. Apareció al rato sobre los hombres de un guardavidas que recuerda le decían Tata, era una eminencia del salvataje y se parecía a He-man. “Acá no vengo más”, ordenó su mamá, inflexible. Al día siguiente, la familia marchó rumbo sur. Era el verano de 1981. El 11 de enero el presidente de entonces, el de facto Jorge Rafael Videla, inauguró el complejo Punta Mogotes, una playa de cuatro mil metros de extensión y de quinientos mil metros cuadrados de arena marplatense. La construcción de balnearios con carpas distribuidas perpendicular al mar adulteró el paisaje natural, urbanizó zonas agrestes y respetó los espejos de agua.

Buby clavó la sombrilla y se recostó en una reposera en la playa pública. Lo descubrió un conocido, dueño de El Carmen, administrador de los balnearios 9 y 10. “Venite para adentro”, le pidió. Luego se arrepentiría. El lugar destilaba modernismo: vestuarios, cafetería, ¡teléfono! Y presumía de una innovación vanguardista: la primera cancha de tierra compactada a la vera del mar. Fútbol cinco en una playa: Buby quedó obnubilado. Fue con el chisme a oídos de sus amigos. Al verano siguiente, diez porteños futboleros invadieron la única cancha de Punta Mogotes. Eran balnearios de quinientas carpas que habían intervenido playas kilométricas y vírgenes. El Carmen no era el único motor de progreso: “Estaba Mar y Tennis, con canchas de polvo de ladrillo al lado del mar. Esto era Monte Carlo”, compara.

Las canchas de fútbol de
Las canchas de fútbol de cemento, arcos y redes. La pasarela en altura donde se podía ver desde una mejor vista los partidos de fútbol en el Balneario 12

El fulbito de Mogotes empezó a seducir al fútbol grande del país. La noticia de un balneario de avanzada en un espacio inexplorado con una cancha de cinco a metros de la orilla devino en un fervor de masas. Todos querían descubrir lo que Buby y sus amigos habían conquistado. El parador empezó a convocar a futbolistas y los futbolistas a hinchas curiosos. La gema que habían detectado los porteños futboleros colapsó. Lo puro se difuminó entre lo multitudinario. El dueño del parador, el que había invitado a Buby a pasar, les indicó que había otros turistas que también querían usar la canchita. “Se quejan de que están siempre ustedes”, les dijo. Empezaron a compartir el uso por exigencia del dueño. Les impuso requisitos. Primero la autorización fue el usufructo concedido día por medio, después cada dos días, después solo cuando estuviera libre.

Interpretaron el mensaje subliminal. Caminaron hacia la derecha buscando un horizonte. Llevaban una idea loca e impulsiva. Se taparon con lo primero que vieron: los balnearios Ulises, el 11 y 12. Preguntaron por el dueño. El diálogo fue conciso. Lo recuerda el propio Buby.

- ¿Qué tal señor?

- Buenas tardes.

- ¿Usted vende el balneario?

- ¿Cuál?

- Aquél.

- No, ¿por qué?

- ¿No quiere venderlo?

- Pero, ¿cuánto vale?

- No sé, dígame usted.

- Diez pesos.

- Tengo cinco.

- Trato.

Aquél era el 12 y los valores son figurativos. El hecho es que diez amigos, con Buby a la cabeza, compraron un balneario para que nadie les dijera cuánto tiempo podían jugar a la pelota durante sus vacaciones. El parador solo ofrecía un servicio: carpas. Uno de los nuevos propietarios era arquitecto. En un relevamiento veloz, proyectó: “Sacamos todas estas carpas de acá y metemos tres canchas de fútbol”. Se les ocurrió también instalar un carpón para hacer sus asados. Cada uno de los diez dueños convocó a familias amigas. El balneario se empezó a llenar. Lo inauguraron en el verano de 1986 con un propósito medular: jugar al fútbol sin restricciones. “Nos hicimos un club de amigos. No era un negocio. Era algo para divertirse”, cuenta Buby.

"Cambiamos todos los años para
"Cambiamos todos los años para seguir siendo los mismos. No es un balneario: tiene más de 70 empleados, 150 cubiertos, una pantalla de Led de treinta metros, dos piscinas climatizadas, spa, sauna, baño a vapor, hidromasaje, dos salas de masajes", expresa

Victorio Codarini asumió la gerencia. Era el encargado de la recreación del balneario El Carmen: los flamantes propietarios lo convencieron de emigrar al parador vecino. El 12 adoptó una denominación sugerente: se convirtió en el Polideportivo Victorio. La figura del administrador era convocante y las prestaciones ofrecidas justificaban lo de polideportivo. Había canchas de todo tipo: además de canchas de fútbol que se transformaban en canchas de tenis había canchas de bochas y clases de aerobics. Un designio divino les iluminó el porvenir: el mismo año en que abrieron “la casa de verano del fútbol argentino” Argentina salió campeón del mundo.

Y el autor del gol decisivo de la final de México ‘86 ante Alemania fue uno de los primeros futbolistas en darle el beneplácito. “No solo Burruchaga. El Checho Batista, el Negro Enrique, Pato Fillol, Aimar, los Artime, los Onega, los Solari”. Rescata de su memoria apellidos ilustres del fútbol argentino que fueron clientes pioneros. Concluye su enumeración y retoma la charla, pero vuelve al catálogo de visitantes con una disrupción: se había olvidado evocar a uno entrañable. “Griguol”, dice y empieza a hurgar entre las fotos sobre la mesa. La encuentra. Otra vez la súplica para que miren. Lo que hay que mirar es a Carlos Timoteo sirviendo tres ensaladas en una bandeja.

Todo tiene una anécdota adosada. El que habla con devoción es Augusto Di Giovanni, hijo de Buby, administrador del balneario desde 1998, cuando tenía apenas 18 años. “Timoteo le cocinaba a Solari, a Aimar, a todos, y después se encargaba de llevar los platos a la mesa. Un genio”, cuenta, antes de aclarar que no obedecía a una gentileza del balneario: los comensales hacían una vaquita y todos pagaban. Era una comunidad de verano: una cofradía receptiva que concebía una atmósfera de camaradería y hermandad, un aura que aún sobrevuela el balneario. “Nunca se trató de la plata. Se trata de respeto, de amor, de pasarla bien, del sentido de pertenencia”, enseña.

El Polideportivo Victorio consolidó su simbiosis con el fútbol. El balneario se convirtió paulatinamente en el Disney futbolero, la Meca del universo fútbol. Jugadores vigentes, jugadores retirados, árbitros, técnicos, dirigentes, periodistas encontrándose por los pasillos, compartiendo situaciones, y disponibles para interactuar con hinchas como en ningún otro momento del calendario. Un tiempo de oportunidad para conseguir una foto, un autógrafo o simplemente la ocasión propicia para conocer al ídolo. Una convivencia distendida y agradable en el punto neurálgico y geográfico de Punta Mogotes que prometía, además, un espectáculo sin precedentes: partidos de seis contra seis, periódicos, gratuitos, entre futbolistas que, tal vez, nunca habían jugado juntos.

Uno de los espectáculos que
Uno de los espectáculos que llevó el partido más cerca de playa: Augusto tenía 18 años cuando entreó: restaría saber mi dirección

Hasta las dos de la tarde las canchas estaban reservadas al tenis. Después las monopolizaba la práctica de fútbol al aire libre a orillas del mar hasta que el sol dispusiera. Canchas de cemento, con paredes de concreto, arcos de caños metálicos y altas redes laterales para que la pelota no golpee a nadie ni se vaya lejos. “Había dos turnos: la previa eran los jugadores del ascenso, que se jugaba media hora antes del horario central, el de las cinco de la tarde, que estaba reservado para los de Primera. Siempre se jugaba media hora porque eran canchas donde la pelota nunca salía”, cuenta. Pero los partidos empezaban una hora antes en el vestuario. A los autoconvocados los recibía Buby. “Entraban todos al vestuario como si fuera el vestuario de un club y se empezaba a preguntar: ‘¿quién juega?’. ‘Yo juego, anotame’, decía Burruchaga, campeón del mundo, que venía con las topper en la mano y los cortos”.

El fútbol era un programa habitual. Los futbolistas se preparaban. Cambiaban las mallas por los shorts, se ponían medias cortas, zapatillas o botines y entraban al vestuario con las ganas de un amateur. Buby se creía Marcelo Bielsa. Repartía las pecheras a su antojo y nadie osaba cuestionar su criterio. No había árbitros ni publicidades. Tampoco arqueros, los más codiciados. Como a ningún futbolista le gustaba atajar, cuando conseguían a uno que honrara el oficio de impedir los goles lo mimaban, le compraban guantes y ropa. Los días de calor extremo o los días en los que alguien se olvidaba las pecheras, jugaban en cuero sin la necesidad de lucir un color representativo.

Una pasarela en altura que unía a los balnearios rebalsaba desde las cuatro y cuarto de la tarde. Era la primera bandeja de la tribuna. En la planta baja, en la línea de la cancha, tres caras daban al balneario y una cuarta al estacionamiento: no era necesario entrar o ser socio del balneario para ver el partido. “Era un show nunca antes visto. La única forma de ver a los ídolos. Incluso mucha gente del interior que veraneaba en la ciudad se agolpaba porque era la única forma para ver a los futbolistas gratis y en malla”, distingue Augusto.

“Se jugaba fuerte, se jugaba en serio. Había buenas patadas pero entre ellos, nunca con otros que no fuera del ambiente”, valida. La única patada que recuerda antológica es una que Oscar Ruggeri le propinó al relator Walter Nelson. Pero el semblante genérico era de lealtad. No se levantaban apuestas, tensiones ni cargadas. “Era más bravo jugar al truco que al fútbol. En las cartas se mataba”, rememora. “Se llevaban todos bárbaro, compartían el pasillo con sus esposas, sus hijos, sus familias. Y no era solo compartir la playa: de acá se juntaban a cenar, al teatro, al casino. Eso era lo normal. Todo el día juntos: 24/7. Era un lugar de encuentro”. Una hora antes, en la mesa de atrás, almorzó el Gallego González, quien el viernes 14 de enero cumplirá 61 años otra vez en el Balneario 12. Sus cumpleaños eran un símbolo del espíritu: los tachos cambiaban la basura por los hielos y las latas de cerveza, alguien se encargaba de comprar cincuenta docenas de sándwiches de miga, se juntaban siete mesas en fila, se desplegaban manteles de plástico y se distribuían la comida y los vasos. Todo el pasillo comía en el festejo de cumpleaños del ex delantero de San Lorenzo.

"No voy a armar un
"No voy a armar un museo. Voy a devolver las remeras. porque en serio hay jugadores que no tienen ni siquiera para mostrar. No voy a dejar que me pidan nada: lo voy a hacer yo", dice

Nunca hubo que aplicar ningún apercibimiento, ningún reparo, ninguna corrección. Futbolistas de todos los clubes, de todas las épocas, de todas las categorías, mezclados entre comunes. “La moneda de cambio siempre fue el respeto. Nunca se toleró la falta de respeto. Ayer se fue J.J. López de acá. Tengo una camiseta de Vinos Maravilla de él, la única que tenía me la dio a mí. Es íntimo amigo de la familia, una excelente persona, puro amor. Nadie se le animó a decir algo de lo que le ocurrió siendo técnico de River. No lo hubiese permitido tampoco”, advierte.

Augusto se levanta. La baraja de fotos desperdigadas por la mesa ahí queda. Ninguna tiene marco. Hay dos que sí. Pero no están enredadas encima del mantel. Están de pie, destacadas en un largo mobiliario. En una está él abrazado a Charly García, después de haber ganado un Lobo de Mar. En otra están Buby y Augusto, de espalda al mar, de frente a su balneario: los padres de la criatura. Una postal que sirve de registro histórico para saber lo que antes era y lo ahora que es.

La transición fue rauda y precoz, tanto como la incursión del hijo en la empresa familiar. A los quince años, era el pseudo relacionista público del balneario. Tenía una tarjeta de presentación que le imprimían en el taller gráfico de Ricardo Calabria, el árbitro. Detrás decía “la presente es una invitación para el señor...”. Completaba el espacio en blanco con un marcador, el nombre del agasajado, incluía un versito obsecuente y un número de teléfono: el de su casa. “A veces llamaban y atendía mi vieja: ‘¿Quién habla?’, le decía. ‘Guillermo Barros Schelotto’, respondían del otro lado. ‘¿Y este quién es?’, contestaba mi vieja”. Su trabajo comprendía una vasta recorrida por los campos de entrenamiento de los clubes: “A las prácticas iba cualquiera. Mejor dicho, no iba nadie. En La Plata, por ejemplo, me esperaban con asado. Entré al vestuario de River a repartir tarjetas gracias a que tenía buena onda con el masajista. Era otro mundo. No había vallas, no había seguridad privada, no había vidrios polarizados. Después llegaron las restricciones del mundo moderno. Eso es lo más lindo de este lugar: la vinculación de los turistas con los futbolistas”.

Tres años después, a los 18 se sentía un playboy. Terminó la escuela secundaria y descubrió que lo que más le gustaba hacer era relacionarse con futbolistas. “Me di cuenta de que quería vivir de esto. Bien de vago. Crecí en Mardel, mis amigos eran de Mardel, venía al balneario, me cagaba de la risa, jugaba al fútbol, estaba con los jugadores, me ponía yo en el equipo, a la noche salíamos a bailar, no pagaba nada. Era Messi”, sintetiza. Le pidió a Buby asumir los destinos del parador. El padre se abrió, le creyó, lo respaldó. Por entonces, Victorio Codarini ya no era más el gerente: el nombre había quedado impertinente. Era menester renovarlo. Por entonces, década del noventa, los balnearios se compraban y se vendían con asiduidad. Los nuevos acreedores cambiaban los nombres que al año siguiente, otro eventual propietario iba a volver a modificarlo. Resultaba trabajoso recordar los nombres actualizados de los 24 balnearios. Ante tanto vértigo, los turistas lo reducían al número. Así quedó formalizado el nombre del Balneario 12, sin programas creativos ni departamentos de marketing que lo crearan y lo impulsaran.

La de Garrafa, la del
La de Garrafa, la del Luifa Artime, la de Santiago Ladino, la de Gracián, a su derecha la de Messi con el 22 en la Selección y en el medio la de Maraonda con la 10 en la espalda y firmada de 1985

El nombre se presta a confusiones. “Obviamente en casa somos recontra de Boca. Pero no fue pensado desde ese lugar. No es el balneario de Boca, es la casa de verano del fútbol argentino”, resume. Tiene otras fotos históricas para enseñar sus dichos. Ya no digitalizadas sino digitales. Explora en su teléfono y designa tres fotos: una en Venezuela, en un partido a beneficio, él en el banco de suplentes al lado de Martín Palermo, Radamel Falcao García, Andrés D’Alessandro, Roberto Acuña y Lionel Messi; una en el estadio Único de La Plata con el bombo de la 12; otra en el casamiento de Rafael Di Zeo, capo de la barra brava de Boca, abrazado a él y a Diego Armando Maradona.

Durante ocho años tocó el bombo en el corazón de la tribuna. No reniega de su amistad con la cúpula de la hinchada número 12. Tenía diez años cuando Buby lo empezó a llevar a la Bombonera y a cada estadio en el que jugara Boca. Y antes, dice, no era lo mismo que ahora. No había tanto fervor ni tanta pasión desbordante, ni socios remanentes, ni entradas agotadas, no se había hecho masiva la cultura del aguante, al menos desde su versión de los hechos. Los que iban de visitante eran pocos y la hinchada era el escudo de los hinchas comunes. Ese trance generó una interacción que viró en una amistad sentida y que aún hoy perdura.

Augusto baja las escaleras. El sol de la tarde empieza a caer. Lo entretiene un segunda línea de la vieja barra brava de River comandada por Adrián Rousseau y los hermanos Schlenker. Saluda a Mariano Antico, periodista deportivo. Se ríe con la ex esposa del Turco Mohamed. El paso hacia el museo de remeras que decora una esquina del balneario es lento. Entra a una sala vidriada que presume más de sesenta camisetas originales en exhibición, firmadas por futbolistas o planteles completos. Cada una tiene su historia. Augusto recuerda los orígenes de todas: relanza su ponencia de apellidos e historias. Cavenaghi, Erviti, Gago, Cafú Espínola, Pedro Catalano, Wanchope Ábila, Lucho González, Rolfi Montenegro, Scaloni, Crespo, Nicolás Navarro. Cuelga, en una esquina, una reliquia: la titular de la selección argentina con la 10 en la espalda de 1985, el año en que Maradona regresó a jugar con la celeste y blanca.

Dice que en esa exposición permanente hay, en verdad, menos de la mitad de remeras de fútbol que tiene. Antes, de hecho, ese museo visual disponía de más metros cuadrados. El plan de Augusto es desprenderse de todas estas camisetas. No las quiere vender ni conservar, se las quiere devolver a sus dueños originales. Precisa que estas piezas históricas de tela son más valiosas para los futbolistas y exfutbolistas que para ofrendérselas al turista. El perfil de abnegación y altruismo armoniza con sus renuncias a asistir en los últimos cuatro mundiales, cuando recursos y contactos no le faltaban. Ya había descubierto las misceláneas de los mundiales que se sucedieron desde Estados Unidos ‘94 hasta Alemania 2006. Dejó de ir -dice- para que las experiencias no sean siempre las suyas. Las entradas que conseguía las repartía entre sus amigos: en Brasil 2014 distribuyó más de sesenta tickets. “No voy a mundiales pero hago que otros vayan. No quiero ser siempre parte de lo mismo. Hay que darle espacio a los jóvenes: siempre soy yo los que cuentan las anécdotas”, grafica.

Augusto y Charly en el
Augusto y Charly en el Balneario 12. Las celebridades que visitaron su espacio le generan sumo orgullo. Le falta uno solo: Lionel Messi ( Fotos Christian Heit)

Augusto tuvo el mismo sueño de todo pibe argentino: ser profesional de fútbol. Jugaba de ocho. Se probó en Argentinos Juniors, en Lanús y en River. Llegó a debutar en la primera de Platense con Ricardo Caruso Lombardi como entrenador, hoy el único personaje que tiene vedado el ingreso al complejo: razones personas, esgrime. “¿Si era bueno? Para salir era bueno. Soy el famoso caso del ‘hizo todo mal y al final se arrepiente’. Después la vida me pagó y me hizo jugar con todos. Yo entregaba las pecheras y me anotaba primero para jugar”. Su descaro no lo llevó simplemente a compartir un fútbol cinco con estrellas del fútbol argentino, sino que apeló al ingenio para convencer al técnico César Farías de que lo incluyera en el partido que se disputó en la ciudad venezolana de Maturín entre los amigos de Messi y los amigos de Ronaldinho. Él, con la camiseta número 3 en la espalda, jugó los primeros diez minutos del partido con la camiseta blanca de los amigos de Messi. El éxtasis duró poco: alguien notó que era un outsider y ordenó sacarlo. “Estaba jugando el mejor partido de mi vida”.

Las anécdotas articulan el relato. Hay una en cada oración. Dice que lo mejor que vio en las canchitas del balneario es a Walter “Pescadito” Paz, a Sergio Zanetti -hermano de Javier-, a César La Paglia y a un pibe que jugaba futsal cuando el futsal no tenía la trascendencia actual: “Diego Maradey, una bestia, ni se la podían sacar ni sus propios compañeros”. Para verlos, los elegía a ellos. Para jugar, se inclinaba por el equipo que conformaba con Santiago Solari, Nahuel Martínez -dos categoría ‘76- y Julio Rossi -nacido en el ‘77-, una próspera camada de las inferiores de River.

Buby, en cambio, dice que nadie supera el talento de Gustavo Grondona, sobrino del ex presidente de la Asociación del Fútbol Argentino, y destaca lo sorprendido que estaba cuando un grupo de pibes de las inferiores de Argentinos Juniors insistían para que los metiera en un torneo extendido: el formato era ganador queda en cancha, en duelos a dos goles o diez minutos. Debió intervenir el colorado Carlos Mac Allister para inducirlo que los dejara jugar. Era un cuarteto: recuerda a tres. Silvio Rudman y Fernando Redondo, categoría ‘69, y Diego Cagna, nacido en el ‘70. “No les ganó nadie hasta que cayó el sol y lo terminamos. Increíble, no recuerdo nada igual”, rememora.

El hilo de anécdotas parece infinito. Dos más. “Las últimas”, jura. El propio Fernando Redondo conoció a su pareja entre las carpas del balneario: con Natalia Solari, hija de Jorge “Indio” Solari y prima hermana de Santiago Solari, tuvieron a Fernando, Luciana y Federico. Un Germán Adrián Ramón Burgos más joven e igual de inquieto se infiltró al parador para encarar a Carlos Timoteo Griguol. El “Mono” lo encontró y le dijo “soy arquero, quiero que me haga una prueba”. “Preséntese el lunes en Pontevedra”, le contestó. El domingo 3 de septiembre de 1989, Burgos debutó en el fútbol profesional en el duelo en el que Newell’s venció 1 a 0 a Ferro en Rosario. Griguol era el técnico. El mismo Griguol que, como se distingue en la maraña de fotos que quedó arriba de la mesa, reparte ensaladas en el salón del balneario 12 en medio de sus comensales. Pero esa es otra anécdota. Cree que ya la contó.

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