Jacobo Timerman fue una de las grandes figuras del periodismo argentino de la segunda mitad del Siglo XX. Creó dos medios, una revista y un diario, que trajeron un nuevo lenguaje, con una mirada más profunda, enfoques inéditos y una preocupación por la buena escritura. Por más que partiera de modelos extranjeros (en una época en que se conocía menos lo que sucedía afuera por las limitaciones tecnológicas), la visión para llevarlos adelante, la capacidad para elegir a los periodistas adecuados y la determinación por concretar su empresa lo distinguen.
Acaso su mayor mérito haya sido su confianza en el lector. Una búsqueda de un lector ideal, complejo. No había nada deglutido en sus contenidos. Ni en las experiencias exitosas ni en las fallidas (como en La Razón en la que mejoró el contenido del diario). No había condescendencia ni demagogia: cada edición venía con la ilusión de alimentar y desafiar al lector.
Nació en 1923 en Bar, un pequeño pueblo ucraniano. Llegó con su familia a Argentina cuando tenía 5 años. Los primeros tiempos fueron difíciles. Vivían en un conventillo, en esos que para identificar la vivienda debían dar la calle y los números del edificio, del patio y de la habitación. Estudió ingeniería un tiempo hasta que salió a recorrer el país en trenes de carga. Entonces fue el tiempo del periodismo.
Luego del paso por varios diarios como La Razón y Clarín y de algún programa televisivo, en 1962 sacó su primera revista. Una pequeña revolución. Primera Plana cambió el lenguaje periodístico de la prensa gráfica en español. El modelo no era original, estaba indisimulablemente inspirado en la revista Time. Opinión, firmas, con una fuerte impronta cultural, bien escrita. Y sin mayor pudor para intervenir e intentar influir en la realidad política. Primera Plana fue un éxito. Pero dos años después, Jacobo vendió su parte (un 25% de la sociedad) y se fue de la revista.
En poco tiempo, con otros socios, sacaría otra, muy similar a la anterior: Confirmado. Creyó, con su seguridad habitual, con su pertinaz soberbia, que Primera Plana era él. Y que no soportaría su ausencia. Pero, más abierta a los nuevos consumos culturales (la tapa del entonces desconocido Gabriel García Márquez en la antesala de la aparición de Cien años de soledad es el mejor ejemplo de esa etapa post Jacobo), Primera Plana ganó la contienda. Su creación era tan buena que podía soportar su ausencia y ganarle al clon pergeñado por él.
Un buen ejemplo de su manera de entender el periodismo. Cuando tuvo que elegir a los secretarios de redacción de Primera Plana recurrió a Tomás Eloy Martínez y a Ramiro de Casasbellas, dos críticos de cine, que no habían hecho periodismo político nunca antes. “Los elegí porque escribían bien, y los críticos de cine son gente informada e inteligente: eso es lo que necesitábamos”, explicó. El tiempo le dio la razón.
Por sus redacciones pasaron grandes periodistas. A muchos de ellos él los eligió antes de que tuvieran un nombre en el ambiente. Sabía detectar el talento. Eso es lo que hace un gran editor. Una lista no taxativa de algunos de los periodistas que llevó a trabajar con él: Tomás Eloy Martínez, Hermenegildo Sábat, Ernesto Schoó, Enrique Raab, Osvaldo Soriano, Paco Urondo, José Ignacio López, Homero Alsina Thevenet , Juan Gelman, Horacio Verbitsky, Carlos Ulanovsky, los hermanos Algañaraz, Silvia Rudni, Roberto García y Pablo Giussani, entre muchos otros. Los mejores periodistas sin importar su signo político.
La gran mayoría de ellos terminó en malas relaciones con él. Peleados, sufriendo su poder y arbitrariedad, una furia irracional que olvidaba logros anteriores y no sabía de gratitud y afectos. La estrella era él. Y creía tener una serie de privilegios y prerrogativas como editor que avasallaban los derechos de sus periodistas. Una larga nota de Tomás Eloy Martínez que apareció como suplemento en La Opinión ya en los finales del gobierno de Isabel Perón sobre el miedo en la sociedad argentina fue intervenida por Timerman y sus secretarios de redacción. Así cambió el contenido y le hizo decir al tucumano cosas que él no había escrito ni había pensado. Timerman decía que lo que había hecho era un derecho que tenía el editor. Íntimamente sabía que no era así. La relación entre Tomás Eloy Martínez y Timerman nunca se recuperó de ese episodio.
El diario La Opinión comenzó con problemas. El modelo era Le Monde. Algunas decisiones difíciles para un mercado como el argentino. Nada de fotos (“¿Quién necesita fotos teniendo a Sábat dibujando?”, dijo alguna vez) y muy poco de deportes. Una tapa abigarrada de texto, sólo tipográfica, con muchas noticias y sin grandes titulares. Otra vez, como en sus revistas, había firmas, análisis, opinión, información reservada.
La Opinión se posicionó en el mercado, luego de unos primeros meses de zozobras, y tras un acuerdo con Alejandro Agustín Lanusse y su gobierno. Política, economía y cultura eran sus pilares.
La frase célebre atribuida a Jacobo: “Un diario de derecha en economía, de centro en política y de izquierda en cultura”. Real o apócrifa el dictum describe bastante bien a La Opinión que llegó a vender más de 100 mil ejemplares diarios (en 1975) y a instalar temas de discusión en la calle y en las mesas del poder.
A pesar de ser un personaje muy conocido, con una larga trayectoria pública, mucho de lo que se diga sobre él estará dictada por la biografía que escribió Graciela Mochkofsky, Timerman, El periodista que quiso ser parte del poder. Un privilegio del que sólo gozan los grandes biógrafos: el personaje empieza a ser visto con sus ojos, fijan una vida y se lo piensa a partir de ese texto que al menos parece definitivo.
Fue un personaje más admirado que querido. Era arbitrario, inteligente, locuaz, desbordado, apasionado, provocador, electrizante, despótico, genial e inestable. Los pelos enrulados y desprolijos al costado de su cabeza y en la nuca, los anteojos cuadrados, la voz potente y firme, el pecho y la panza inflados. Su presencia nunca pasaba desapercibida. Fue, al mismo tiempo, un personaje oscuro y diáfano. Sus logros periodísticos están bien claros. Lo mismo sucede con sus errores. Su personalidad fue enigmática e inasible.
Tomás Eloy Martínez cuenta una anécdota que describa de manera exacta el tamaño de la arbitrariedad de Timerman. Luego del asesinato de John Fitzgerald Kennedy, Primera Plana preparó un número homenaje. Le pidieron un texto a Jorge Luis Borges. Cuando lo recibió la desilusión de Jacobo fue extrema; esperaba un poema y recibió un texto en prosa de 200 palabras. Gritó, pegó portazos y ordenó que no se publicara la colaboración. Borges no descartó su aporte y lo publicó en su libro El Hacedor. “Esta bala es antigua” dice la primera línea.
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“Jacobo pensó que iba a tener más poder que los milicos; esa era su locura”, le dijo Hermenegildo Sábat a Graciela Mochkofsky. Cómo había promovido el golpe contra Arturo Illia, en el último año del gobierno de Isabel Perón instó desde las páginas de su diario a que los militares tomaran el poder. Sin embargo, pocas semanas después del golpe del 24 de marzo del 76 se mostró horrorizado por los crímenes y las desapariciones.
La Opinión publicaba los Hábeas Corpus cuando los otros medios no lo hacían. Durante julio de 1976, tal como citan Eduardo Blaustein y Martín Zubieta en Decíamos ayer, La Opinión en 57 % de sus editoriales hablo de los “excesos de la violencia de la ultraizquierda y la ultraderecha”. Para poner en contexto: el Herald, en ese periodo, lo hizo en un 43%, Clarín en un 3% y La Nación no mencionó el tema en ninguno de sus editoriales.
En esos días predijo que su destino sería negro, que o los militares o las organizaciones armadas lo atacarían. Eso convivía con su otro costado. Tras la desaparición de Haroldo Conti, el poeta Alberto Szpunberg quiso publicar en la última página del suplemento cultural del diario un texto de Conti a manera de homenaje y de velada protesta. Horas después, Timerman entró a la redacción, a paso vivo, furioso, blandiendo las pruebas de pagina. A los gritos le recriminó a Szpunberg delante de todos sus compañeros y le pegó en la cara con unos papeles enrollados. Ordenó parar las rotativas y rehacer esa página.
En la madrugada del 15 de abril de 1977 Timerman fue sacado de su hogar y secuestrado. Durante casi veinte horas no se supo de él. La presión internacional obligó a la dictadura a oficializar su detención. Las condiciones de su prisión fueron deplorables. Fue torturado e interrogado por el General Ramón Camps, quién tiempo después, publicó un libro con la transcripción de los interrogatorios hechos bajo tortura. Allí, Timerman muestra lucidez y coraje.
Las notas en los diarios de todo el mundo y los reclamos por vía diplomática posibilitaron que le fuera otorgada prisión domiciliaria. Tiempo después fue expulsado del país. Camps utilizó como excusa la vinculación de Jacobo con David Graiver, financista que fue el capitalista de La Opinión -gracias a sus aportes habían adquirido el edificio nuevo y las rotativas- y socio de Timerman en futuros negocios como el de sacar un diario en Nueva York, que manejó los fondos de los Montoneros.
En el exilio Timerman publicó Preso sin nombre, celda sin número. Un libro impactante sobre su experiencia como detenido ilegal. Ese alegato en el que, por momentos, se muestra frágil por primera vez en toda su trayectoria, incluye la denuncia que le faltaba al régimen argentino, la de antisemitismo. Que quién contara la experiencia fuera un periodista y editor de la magnitud de Timerman le brindó a su testimonio un repercusión inusitada. Fue con Timerman y su libro que el Caso Argentino se conoció masivamente en Estados Unidos. Desde ese momento se convirtió en un defensor de los derechos humanos y en permanente denunciante de la dictadura argentina.
Con el triunfo de Raúl Alfonsín, Jacobo regresó al país. Varios fueron los motivos que lo decidieron a instalarse en Argentina de nuevo. En Madrid y Nueva York no se sentía del todo cómodo, eran ciudades de las que no se había podido apropiar. En Buenos Aires fue recibido triunfalmente y el clima era de una efervescente esperanza. En poco tiempo desarrolló una buena relación con funcionarios del gobierno y con el presidente Alfonsín, se le abrieron varias posibilidades laborales importantes, un sinnúmero de proyectos que podía encabezar el legendario editor. Y por último un tema no menor y que lo desvelaba: conseguir indemnización estatal por la expropiación de La Opinión.
Uno de los proyectos era el de revivir el diario. Pero ya no tenía ni edificio ni planta impresora. Sin embargo, en esa Primavera Alfonsinista todo parecía posible. Se reunió con periodistas, inversores, banqueros y políticos. Uno de esos encuentros fue con la familia Peralta Ramos, propietarios del diario La Razón. Como era un vespertino, sus rotativas durante la noche estaban ociosas. No hubo acuerdo pero en unas pocos reuniones, la elocuencia y seguridad de Jacobo consiguieron lo impensado. Los Peralta Ramos decidieron despedir a Félix Laiño, quien comandó el diario durante más de medio siglo con mano firme. Laiño había conseguido darle su personalidad al vespertino. En 1984, a pesar de estar lejos de sus mejores épocas, vendía 180 mil ejemplares.
Timerman apenas asumió realizó cambios. Contrató muchos periodistas jóvenes, desplazó a los más veteranos, nuevo diseño, muchas firmas y columnas de opinión. Pero eso no era lo que buscaba el público de La Razón, que recibía en su casa el diario a las siete de la tarde cada día. Las ventas cayeron más de un 20%. Jacobo no se resignó. Como siempre, sin dudar, convenció a los propietarios de convertirlo en un matutino. El diagnóstico era que el mercado de los diarios de la tarde no tenía futuro. Por un lado era acertado aunque prematuro, todavía les quedaba al menos un década de vida. Se puede sospechar que lo que Timerman pretendía era revivir, aunque con otro nombre, a La Opinión. La Razón matutina en formato tabloide fue un fracaso. Timerman duró poco al mando. Cuando se fue la circulación del diario había caído a 27 mil ejemplares.
El otro gran hito de su regreso fue su testimonio en el Juicio a las Juntas. Brindó un testimonio detallado y firme, tuvo un cruce con el presidente de Tribunal porque en un fallido lo llamó “Señor Graiver” y apabulló con su destreza verbal a uno de los abogados defensores que pretendió incomodarlo.
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Estuvo casado durante más de cuarenta años con Risha Mindlin con la que tuvo tres hijos (uno de ellos Héctor, el fallecido ex canciller de Cristina Kirchner). Ella lo acompaño y soportó con devoción. Resignó muchas cosas debido a las arbitrariedades de su marido. No parecían congeniar pero no podían vivir el uno sin el otro.
Risha murió en Punta del Este, una mañana de 1993, cuando salía a hacer unas compras. Al finalizar la ceremonia fúnebre, el Rabino Marshall Meyer preguntó si alguien deseaba decir unas palabras. Jacobo Timerman, antes de que las lágrimas no lo dejaran continuar, se dirigió a su esposa que ya no podía escucharlo: “Eras tan buena, tan maravillosa, tan inteligente, tan interesante, tan linda... Sólo no entendía una cosa de vos: ¿Cómo alguien así pudo estar tanto tiempo con alguien como yo?”.
La muerte de Risha lo derrumbó. Ya no se trataba de pelear por un poder que ya no iba a volver ni de tratar de ganar notoriedad. Ningún proyecto lo volvió a entusiasmar.
El declive físico fue acompañado por la depresión. Su tiempo había pasado y él no parecía asumirlo con resignación. Escribió unas pocas columnas para medios internacionales, para Página 12 y para la revista Tres Puntos que era de su hijo Héctor. Prometió un libro de memorias que nunca escribiría sólo para tapar el de su ex socio en La Opinión Abrasha Rotenberg (padre de Ariel y Cecilia Roth).
Murió el 11 de noviembre de 1999. Al día siguiente, la noticia estuvo en la tapa de todos los diarios argentinos. Se escribieron numerosos obituarios que reconocían sus méritos profesionales pero deslizaban críticas a su trayectoria y a su complicada personalidad.
Hacía ya un par décadas que Jacobo Timerman se había convertido en una leyenda.
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