La joven que sobrevivió a la caída de un avión desde 3.000 metros y aguantó 12 días sola en la selva

Juliane Koepcke soportó la caída libre aferrada a sus butaca. Luego, con sus 17 años, sobrevivió a la selva y sus peligros durante 12 días en los que solo tuvo un paquete de caramelos para comer. El documental que la hizo volver a la selva. Su vida actual

Primera foto de Juliane Koepcke después del rescate, el 4 de enero de 1972, de la revista Life

Juliane Koepcke no debe tener idea quienes son los Redonditos de Ricota, nunca debe haber escuchado a hablar del Indio Solari. De todas maneras, si alguna vez hubiera tenido la posibilidad de asistir a un recital de la banda, se hubiera sentido incómoda con uno de los temas. De haberla conocido, no habría cantado la letra de la canción. Ella era la única que no podía cantar Yo no me caí del cielo.

El 24 de diciembre de 1971, Juliane cayó del cielo. Y sobrevivió para contarlo.

Sobrevivir en la selva

En medio de una tormenta, el avión en el que viajaba se partió al medio. Ella salió despedida atada a su butaca. Cayó desde, al menos, 3.000 metros de altura. Fue la única sobreviviente. Las otras 91 personas murieron en el acto. Después, sola, resistió durante 12 días en la selva con un paquete de caramelos como único alimento hasta que encontró a un grupo de pobladores que la asistieron.

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Juliane tenía 17 años. El día anterior había tenido su fiesta de egresados. Viajaba junto a su mamá de Lima hacia Pucalipa. Se iban a encontrar con su padre. Los Koepcke eran científicos alemanes radicados en Perú. Juliane, su única hija.

Los padres habían fundado una estación ecológica en Panguana, en medio de la selva amazónica peruana. Cuando, madre e hija consiguieron lugar en el vuelo 508 de LANSA se pusieron muy contentas. Lo mismo le pasó al resto de los pasajeros: pasarían Navidad con sus seres queridos. A nadie pareció importarle la mala reputación de la empresa. LANSA había tenido dos accidentes en los últimos tiempos. El primero había sido en 1966 y había dejado 49 muertos. El segundo había sido poco más de un año antes del vuelo navideño de Juliane, en agosto de 1970. Además de una tragedia, se convirtió en un gran escándalo.

Ese día el avión no llegó a despegar. Mientras carreteaba un motor se incendió, levantó vuelo unos pocos metros y se estrelló en tierra. La aerolínea tenía registradas 90 personas a bordo. Pero entre los fierros del avión se encontraron 100 cuerpos. Alguien había vendido diez pasajes de más. Murieron 99 personas; sólo sobrevivió el copiloto con severas quemaduras. La investigación posterior determinó que la catástrofe se produjo por la convergencia de varios factores: el pésimo mantenimiento del avión (la aerolínea utilizaba mecánicas de motos para arreglar sus máquinas), errores graves del piloto y el sobrepeso que llevaban.

Primeras planas de los diarios peruanos anunciando el accidente trágico y luego la aparición inesperada de una sobreviviente

Esos accidentes no sólo habían afectado la reputación de la empresa: el Lockheed Electra era el único avión que les quedaba. Y con esa sola unidad cubrían -como podían- las rutas internas que tenían a cargo. Hacía dos vuelos diarios entre Cuzco y Lima ida y vuelta. Pero por reparaciones, ese día hubo retrasos y debieron suspender uno de ellos. Hubo gritos y forcejeos en el hall del aeropuerto. Nadie quería pasar Navidad allí. En ese momento, los que se quedaron sin volar quedaron enojados o abatidos; y los que consiguieron subir al avión estaban eufóricos. Horas después todo cambiaría.

En el aeropuerto de Lima, sin poder viajar, quedó un pasajero célebre: Werner Herzog, el director alemán que por esos días filmaba en Perú Aguirre, la Ira de Dios. Herzog había ido a Lima para convencer a los padres de la chica de 15 años que habían elegido para actuar en la película, que a último momento se habían arrepentido. Casi tres décadas después filmaría un documental sobre la historia de Juliane llamado Alas de Esperanza.

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3.000 metros en caída libre

La primera media hora del vuelo 508 fue normal. Luego entraron en una zona de tormentas. Todo se oscureció. Cada tanto la cabina se iluminaba por un relámpago. El avión se empezó a mover. Se sacudía de un lado a otro. El equipaje de mano y los regalos navideños empezaron a golpear a los pasajeros. También pasaban por el pasillo las bandejas de comida. Había gritos, llantos, algunos rezaban. Juliane agarraba fuerte la mano transpirada de la madre. Al lado de la mujer, un pasajero dormía sin enterarse de nada. De pronto, un fogonazo cegador. Un rayo impactó contra uno de los motores. La nave entró en caída libre.

Y el avión se partió al medio. Juliane perdió la conciencia y la recuperó y la volvió a perder. No sabía si se trataba de la realidad o de una pesadilla. De pronto con su cinturón de seguridad muy ajustado y las manos agarrando fuerte los apoyabrazos (ya no sentía los dedos de su mamá) se encontró en el aíre. Sola. El avión la había abandonado. Todo el resto del pasaje también la había abandonado. Barrenaba el aire en su butaca de avión cayendo en picada. Fueron tres mil metros de caída –gran parte del trayecto de cabeza- que terminaron contra las copas de los árboles de la selva amazónica peruana, que amortiguaron el golpe.

Juliane cuando regresó a la selva en 1998 para participar del documental Alas de Esperanza de Werner Herzog, en el que se cuenta su historia

Aunque parezca una historia fantástica es real. Juliane sobrevivió a esa caída. Con su mentalidad científica, siempre se preguntó cómo había sido posible. Encontró tres causales probables. La primera opción es que a veces en las tormentas muy intensas hay corrientes ascendentes de vientos muy fuertes y puede haber sucedido que ella y su butaca hayan entrado en una de ellas que con su fuerza contraria amortiguó la caída. La segunda se basa –según cuenta en el documental de Herzog- en una sensación que tuvo en los momentos lúcidos del descenso: iba en espiral y eso pudo haber bajado la velocidad. Por último, los grupos de salvataje que, tiempo después, encontraron su asiento percibieron que en ese lugar los árboles además de ser muy frondosos y estar apretados, estaban recubiertos por muchísimas lianas gruesas que oficiaron de red de contención. Pero hay una cuarta posibilidad, algo alejada del pensamiento científico, pero la única plausible ante un evento de esta naturaleza, aún para los no creyentes: se trató de un milagro.

Juliane, ya en tierra, estuvo inconsciente durante casi un día, tirado en el barro, atada a su asiento. Cuando se recuperó algo de la conmoción cerebral, abrió sus ojos y con lentitud comenzó a moverse. Le costó un tiempo darse cuenta dónde estaba y qué había sucedido.

El panorama era dantesco. De los árboles colgaban pantalones, camisas, alguna bombacha, bolsas con regalos, miembros mutilados, cuerpos sin vida: parecían árboles navideños macabros. En el suelo más muertos, valijas abiertas, paquetes con moños que se le habían encargado a Papá Noel.

Sus lesiones no eran graves. Tenía fracturada la clavícula, una herida en un brazo, un corte grande y profundo pero que no sangraba en una pantorrilla y los dos ojos en compota, uno de ellos casi cerrado por la inflamación. Casi no sentía dolor. Había perdido sus anteojos. Sólo tenía el vestido corto que llevaba puesto y una sandalia.

Juliane Koepcke en la actualidad. Es zoóloga, sigue colaborando con la estación Panguana y una de sus preocupaciones principales es el cuidado de la selva amazónica

Lo primero que hizo fue buscar a su madre. Era su única preocupación. Dedicó esas primeras horas a esa sola tarea. Encontró chapas del avión, butacas vacías, ropa tirada, valijas destrozadas. Y varios cuerpos. La mayoría estaba todavía atados a sus asientos o boca abajo. Se acercaba a ellos con temor: cualquiera podía ser su mamá. Los movía, cómo podía, con una rama. A veces tan solo con ver las uñas pintadas de rojo se daba cuenta de que no era a quién buscaba. A la noche la lluvia helada no la dejó dormir. La mañana siguiente caminó en busca de un curso de agua. Llevaba una sandalia y un paquete de caramelos que había encontrado. También vio, en virtud de la fecha, un pan dulce que un pasajero había comprado en Lima para un familiar. Pero estaba hundido en el barro. Lo abrió y al probarlo el gusto le pareció repugnante. Lo volvió a tirar al suelo. Días después se arrepintió de esa decisión.

Las enseñanzas de sus padres

La vida con sus padres (él zoólogo, ella ornitóloga) en la estación biológica Panguana le había dejado muchas enseñanzas. Sabía que debía buscar algún curso de agua, que eso la llevaría a la civilización. Debía seguir un arroyuelo porque eso la llevaría a un arroyo y el arroyo desembocaría en el río. Y en el río, o cerca de él, hay vida.

Juliane, pese a su juventud, sabía cómo moverse en ese ambiente salvaje. Conocía a qué debía temerle y a qué no (en 1974 hicieron una película clase B con su caso y ella quedó muy ofendida porque, además de ser increíblemente mala, la hacen quedar como una miedosa y la protagonista parece una tonta). Si se hubiera internado en la selva hubiese muerto. Sabía que a los cocodrilos no tenía que temerles, que en tierra ellos huyen de los humanos y se meten en el agua. Cada tanto por sobre su cabeza escuchaba pasar aviones y helicópteros: sabía que buscaban al avión y a posibles sobrevivientes. Pero la espesura de la selva no les dejaba ver nada.

Al décimo día ese zumbido de esperanza se detuvo. Habían abandonado la búsqueda.

Si haber sobrevivido a la caída fue una conjunción absolutamente improbable de circunstancias azarosas, un verdadero milagro, que Juliane lograra resistir todos esos días en soledad no tuvo que ver con la intervención divina sino con su temple y con que ella sabía cómo manejarse en ese entorno. Fue valiente y sabia. Tal vez, también tuvo algo que ver su linaje: su padre dejó Alemania para investigar en la selva amazónica en 1948. Tardó 19 meses en llegar a destino. Debió, en tiempos de posguerra e inicio de Guerra Fría, atravesar fronteras clandestinamente, viajar de polizón e varios barcos y soportar muchas vicisitudes. Los Koepcke no se daban por vencidos con facilidad.

Juliana Koepcke con sus padres en 1961, diez años antes del accidente

Juliane a los pocos días encontró un río pero se dio cuenta de que no era navegable. Debió seguir caminando. Al día 11 se topó con un bote amarrado en una orilla y un motor con un techito que lo protegía. Estaba desfalleciente. El hambre hacía estragos, la herida del brazo se había infectado y estaba colonizada por larvas de insectos, y ya no pensaba bien. Había una pequeña explanada de tres metros que a la mañana del día doce, le costó horas superar. Tal era su debilidad. Allí encontró a tres leñadores que al ver su estado y los ojos lastimados e inyectados en sangre por la debilidad creyeron que se trataba de un espíritu maligno escupido por la selva. Ella les explicó lo qué había sucedido y ellos la asistieron. Desinfectaron la herida, le dieron de comer y la llevaron en bote durante diez horas a un hospital en el que la estabilizaron.

Juliane Koepcke se fue de Perú apenas le dieron el alta. Junto a su padre se radicaron en Alemania. Estaba espantada con el acoso de los medios. Quería vivir su vida en paz.

En el aeropuerto peruano hay un monumento que recuerda la tragedia. Es un homenaje extraño. En el frente un mapa tallado en piedra que muestra el lugar en el que cayó el Lockheed Electra y con una línea punteada el camino que recorrió Juliane en la selva, paralelo a un río. Al pie, una inscripción: Alas de Esperanza (de ahí deriva el título elegido por Herzog). En la parte de atrás, hay nichos rectangulares, como los de cualquier cementerio, con su placa identificatoria y hasta con pequeñas fotos, en los que descansan sesenta de las víctimas del accidente aéreo.

Juliane estudió y se dedicó a la zoología, rama en la cual hoy es una prestigiosa especialista. La selva le salvó la vida y ella hace todo lo posible por cuidarla y preservarla.

Hoy tiene 68 años, sigue trabajando y utiliza su apellido de casada para evitar que tener que contar una vez más su historia, la de la mujer que cayó del cielo.

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