Gabriel Rocca tenía 19 años y vivía en Vicente López, inmerso en una familia tradicional que esperaba de él una formación tradicional. Intentó respetar esos lineamientos conservadores: se anotó en la carrera de agronomía. Todo le resultaba foráneo, impropio. Eran los albores de la década del ochenta, dictadura militar en pleno ejercicio de su horror, los estímulos creativos estaban anestesiados. Su visita a un conservatorio lo guió. Descubrió dos cosas: que el rock lo conmovía y que carecía de talento musical. El día de la primavera del ‘81 se celebró el Prima Rock en Ezeiza, un festival de música joven al aire libre, una excepción en tiempos de prohibiciones culturales. Asistió solo: no como músico ni como groupie. Se colgó una Minolta G9 al cuello y fue a sacar fotos.
Treinta años después de ese impulso rebelde, algunas de esas fotos hoy son retratos, cuadros y piezas de un museo a cielo abierto que saluda al mar desde el Parque San Martín, en Playa Grande, Mar del Plata. Rocca&Roll es una exposición permanente de 34 fotos -en su mayoría de los primeros años de los ochenta, pero con un logrado equilibrio de artistas- que contó con la autorización y el beneplácito de la intendencia de la municipalidad conducida por Guillermo Montenegro y con el sponsoreo de Cabrales y Havanna.
La raíz de la muestra es la primavera del ‘81, cuando Virus hizo su primera presentación ante el gran público de Buenos Aires. “Fui a sacar fotos de caradura. No estaba acreditado ni nada, pero con la excusa de la cámara me empecé a meter. Hasta que de pronto estaba sobre el escenario con Spinetta Jade, Nito Mestre, los Virus. Una falta de conocimiento fotográfico absoluto de mi parte. Pero al día de hoy conservo algunas de esas fotos y... están buenas”, dijo en una entrevista publicada en Página 12.
Con las fotos impresas, se tomó un colectivo hasta Belgrano y Chacabuco, donde se escribía la única revista de rock de entonces: Pelo. Tocó timbre, lo recibieron el director y el jefe de redacción, mostró sus imágenes, le ofrecieron trabajo, dijo que sí. Era el único fotógrafo de la revista. A los pocos días, ya estaba cubriendo recitales. Hacía seis shows por fin de semana. Viajaba con los músicos, era testigo de la cocina del rock nacional. El contexto lo había abducido: trabaja sin pausa, envuelto en una vorágine que admiraba.
“Debo haber revisado apenas el 50% del archivo. Había mucha oferta de recitales y giras. En un fin de semana podían tocar Charly, Spinetta, Virus, y yo tenía que cubrir todo”, grafica. El volumen de sus negativos lo abrumó. El vértigo de su producción no le permitía clasificar sus fotos. Era palo y palo, en compás a la explosión del rock nacional. En la curaduría halló instantáneas inéditas, como la postal de Los Redonditos de Ricota en el Auditorio Kraft de la calle Florida en 1982, cuando al Indio Solari aún tenía pelo, el público eran cien personas y anunciaban su primer disco; como el retrato de Fabiana Cantilo de 1983 que décadas después cuando vio la imagen, le preguntó “¿cuándo me sacaste esa foto?” antes de que le ordenara: “La quiero, pasámela”.
Rocca era cómplice de un movimiento social y cultural escondido en una lírica poética en una época de mordazas, sin movimiento ni movilizaciones. Él lo entendía así. Las autoridades militares lo ignoraban. “La época dorada del rock nacional: los Twist, los Abuelos, Charly, Spinetta, Calamaro, Lebon, Cerati. Lo que atraviesa a estas fotos es un tiempo de una Argentina muy particular: ‘81, ‘82 y ‘83; dictadura, Guerra de Malvinas, democracia. Y estos artistas nos contaban lo que iba sucediendo: era una tribu que alertaba a la sociedad, un movimiento que le puso el pecho al presente histórico de una manera particular”.
Un rock de posiciones irreverentes, de causas sociales incómodas. Algunas las capturó Rocca: “Hoy queda naif, pero ver la imagen de Sandra & Celeste, una foto prohibida en aquel momento cuando no se podía pensar en mostrar una postal gay en la tapa de un disco o de un afiche, es muy poderoso”. La postal hecha en un estudio en 1990 simboliza la defensa del amor: su publicación significó un escándalo y sentó -dice el fotógrafo- un precedente en cuestiones de género.
Pareciera que Sandra Mihanovich mira tras la lona vinílica rectangular de dos metros de altura por 1,5 de ancho, encerrada en un marco metálico, al otro lado del camino, donde se erige tal vez la foto más emocionante de la exposición: Charly García y Luis Alberto Spinetta abrazados. Era noviembre de 1982, festival B.A. Rock en Obras Sanitarias. Charly no tocó pero fue a ver a sus amigos. Rocca halló un momento tan fortuito como sublime: las sonrisas contagiosas de dos emblemas de la música latinoamericana. Los dos tenían 30 años. En la foto, tras bambalinas, se distingue a un Andrés Calamaro fuera de foco.
Las fotos de García se repiten. Su diverso repertorio musical comulga con su prolífico álbum fotográfico. Rocca documentó su esplendor: fotografió a un Charly vestido de monaguillo de 1986, a un Charly tocando una guitarra de 1983, a un Charly tocando el piano de 1983, a un Charly posando con un teléfono en su casa de Coronel Díaz de 1983, a un Charly con Nito Mestre de 1982 y a un Charly con Fito Páez de 1983.
Entre los 34 murales hay dos guiños a la ciudad que hoy hospeda una muestra que ya se paseó por la Floralis porteña y por las afueras del Museo Sívori de Buenos Aires. Las referencias permanecen ocultas en la historia detrás de la imagen: solo un código QR adherido al marco de la foto o un erudito del rock podrán develarlo. Andrés Calamaro con una cámara de época al hombro, custodiado por David Lebón, sobre la arena con un cartel de Pepsi en la espalda y Gustavo Cerati con los rulos al viento, un cigarrillo en la boca y una guitarra en brazos: ambas fotografías exponen la intimidad de las pruebas de sonido del festival Rock in Bali, una serie de conciertos que reunió a las más representativos artistas del rock nacional y que se celebró en 1987 en una playa de Santa Clara del Mar, a trece kilómetros de Mar del Plata.
Hay un retrato de Gustavo Cerati camuflado de 2005, uno de Ricardo Mollo con los ojos cerrados y la boca abierta de 2009, uno de Luis Alberto Spinetta con el mástil de una guitarra a su izquierda de 2009. Hay una producción de Juanse de 1998 completamente desnudo y solo cubierto por su guitarra en una clásica pose del rock con el propósito de, según palabras del fotógrafo, “trascender lo visual y lo musical”, una de Luca Prodan de 1986 vestido de bebé en la búsqueda de su alter ego, una versión antagónica que también queda evidenciado en Pedro Aznar disfrazado de Superman en la terraza de su casa: la ironía del niño prodigio del rock, surgido del jazz, convertido en un súper hombre.
La lista es variopinta: Miguel Mateos en el ‘98, Illya Kuryaki en el ‘99, Patricia Sosa en el ‘82, Seru Giran en el ‘82, Virus en el ‘83, Soda Stereo en el ‘86, Federico Moura en el ‘83, Pedro y Pablo en la manga de un avión ‘83, Gustavo Cerati vestido de negro con bombacha de gaucho en el ‘86, Los Twists compartiendo un estudio de grabación en el ‘83, Los Abuelos de la nada en el ‘83 para su primera tapa de la revista Pelo, Miguel Abuelo en el ‘83, Pappo -su gran amigo fotográfico- en un escenario en el ‘82, Pappo y Federico Moura en el’ 83. O la nutrida banda de Los Fabulosos Cadillacs en el ‘89 vestidos de colegiales sobre la costa de Vicente López, con el agua por los tobillos, algunos en medias, otros en zapatillas, la mayoría descalzos, posando para la tapa de un disco.
34 gigantografías del rock argentino del artista fotográfico que registró sus años dorados se distribuyen ya entre el pasto del Parque San Martín, bajo el cielo de Mar del Plata, a la vera del mar. Un museo al aire libre de la escena local recuperado de un archivo postergado de la década del ochenta, con la firma de Gabriel Rocca, treinta años después de infiltrarse con una Minolta G9 en el escenario del festival Prima Rock de Ezeiza. Aún se pregunta qué fue de esa cámara.
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