Cuando regresó, siete meses después, ya no era el mismo. Nunca más volvería a ser el que fue. No era todavía el “Che”. Pero tampoco era ya más Ernesto Guevara de la Serna. Fue un viaje formador y transformador. Una locura de juventud que dio otros frutos: el muchacho que buscaba la aventura, regresó convertido en aventurero.
Todo empezó hace setenta y un años, el 4 de enero de 1952, cuando el Che que todavía no era el Che, salió de su casa dispuesto a recorrer América del Sur, y lo que hiciera falta, junto a su amigo, Alberto Granado y con un vehículo en el que aspiraban a dominar montes, valles, quebradas y distancias: una motocicleta Norton de quinientos centímetros cúbicos, mucho menos que una carabela de Colón, a la que habían bautizado con un nombre que era expresión de deseos: “La Poderosa II”. De nuevo: dos muchachos, Guevara tiene veintitrés años y Granado veintiocho, sin más equipaje que lo puesto y tres chirimbolos cada uno, en una motocicleta que tose sus años en nombre de un motor traqueteado, lanzados todos a recorrer el continente y hace siete décadas: es una locura.
Quien mejor comprende que es una locura es la mujer que los despide, Celia de la Serna, la madre del Che que todavía no lo es, ruega a Granado que cuide a su hijo y que lo haga volver para que termine sus estudios de medicina: no le falta casi nada, Ernesto, Ernestito para Celia, es un chico brillante y estudioso. Granado no lo es menos, es un joven bioquímico al filo de los treinta; ambos se conocen del barullo estudiantil y vocinglero que a menudo enfrenta al gobierno de Juan Perón, que acaba de ser reelecto en las elecciones de noviembre de 1951; los une Córdoba, de donde es Granado y donde los Guevara viven, en Alta Gracia, desde 1932 para aliviar el asma de Ernestito; comulgan ambos con el fútbol y el rugby, y la amistad, que nació en la adolescencia, se prolonga en el tiempo.
La primera escala del viaje americano es Villa Gesell, que tampoco era en 1952 lo que sería menos de una década después. La Poderosa II responde y los cuatrocientos kilómetros hasta la costa pasan a velocidad media y bajo la calidez del verano. Llegan el 6 de enero y se quedan casi una semana; el 13 llegan a Miramar. Hay un amor de por medio. Es parte de la historia poco conocida de aquel viaje en motocicleta, que Guevara dejó retratados en un diario de viaje, que sirvió para que, con los años, Granado relatara la aventura en un libro y para que el director Walter Salles dejara todo reflejado en la película Diarios de motocicleta, que protagonizaron Gael García Bernal y Rodrigo de la Serna.
Guevara llega a Miramar para despedirse de su amor. Había tenido su primera experiencia amorosa a los quince años, con una prima, Carmen Córdoba de la Serna, “Negrita”. En 1950, en el casamiento de Carmen González Aguilar, Ernesto, de veintiún años, conoció a María del Carmen “Chichina” Ferreyra, de dieciséis. El amor, que los biógrafos del Che citan como “de una intensidad desmedida” siguió al menos hasta 1952, cuando ya Ernesto cursaba Medicina. Chichina era parte de una tradicional familia cordobesa, ligada a la “oligarquía terrateniente argentina” según las definiciones de la época. La casa familiar en Córdoba, “La Malagueña”, también era conocida como “El castillo Ferreyra” que definía de alguna forma su lujosa y señorial edificación.
“Me fascinó su físico obstinado y su carácter anti solemne”, diría Chichina a la revista Primera Plana en 1967, después del asesinato del Che en Bolivia.
Los padres de Chichina se opusieron a la relación. Eran dueños de una enorme fortuna, una de las más grandes de Córdoba, y de la cantera de piedra caliza “Malagueño”. Tal vez soñaran para su hija otro príncipe azul, al menos uno que no quisiera descubrir América en motocicleta. Pero la personalidad, y el atractivo físico de Guevara, resistían cualquier embate familiar, pese a un detalle muy particular de su personalidad: el Che que todavía no era el Che, era enemigo del agua y del jabón, juntos y en calidad de baño, o de simple lavado. Sus amigos del rugby le habían puesto un apodo elocuente: “El Chancho”. Y recuerdan que vestía todos los días una misma camisa de nylon a la que llamaba “La semanera” y que lavaba una vez cada siete días; aprovechaba y mataba dos pájaros de un tiro: se bañaba con la camisa puesta y daba por terminado el molesto ejercicio semanal de la limpieza.
La relación con Chichina Ferreyra se interrumpía cuando Ernesto viajaba a Buenos Aires para sus estudios de Medicina. En la capital lo esperaba su gran amiga, Tita Infante, con quien compartía descubrimientos literarios, indagaciones filosóficas y atisbos de certezas políticas. La hermana de Ernesto, Ana María, diría luego que Tita estaba enamorada de su hermano. Pero no hay constancia de que haya existido alguna relación amorosa entre ambos. Por fin, en 1951, Ernesto le propone casamiento a Chichina Ferreyra. La boda incluía una aventura por América del Sur y el Caribe porque Ernesto había sido contratado por la marina mercante, o estaba a punto de serlo, como enfermero de los buques petroleros de bandera argentina que surcaban las aguas del continente. La presión familiar de los Ferreyra es mucho más fuerte esta vez y Chichina dice que no a la boda y a la aventura.
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Ahora, en el inicio de su viaje por el continente, Ernesto pasa por Miramar para decir adiós. Promete volver y Chichina le da quince dólares para que le compre un traje de baño, que Guevara promete comprar; aunque el hambre apriete, esos quince dólares tendrán el destino prometido. El hambre hizo más que apretar, acorraló a Guevara y a Granado en el largo viaje accidentado en el que se empeñaron. De Miramar viajaron a bordo de La Poderosa II a Necochea, Bahía Blanca, Choele Choel, Piedra del Águila, San Martín de los Andes, Nahuel Huapi y Bariloche, adonde llegaron el 11 de febrero, un mes y una semana después de su partida de Buenos Aires.
En Bariloche esperaba a Guevara una carta de Chichina: le dice que ha decidido romper el noviazgo. Años después, cuando ya había pasado la vida, Granado le contó a Chichina la reacción del Che, que no lo era aún, ante esa carta. Le dijo que en el resto de los años que Ernesto estuvo a su lado, jamás lo vio tan conmocionado. María del Carmen Ferreyra se graduó como bióloga por la Universidad Nacional de Córdoba, casó con un médico pediatra, tuvo tres hijos y murió a los ochenta y siete años en mayo de 2021.
Los expedicionarios siguieron viaje, conmovidos por el desamor o sacudidos por los caminos. Entraron a Chile para descubrir una realidad desconocida: extrema pobreza, manifiesta desigualdad, un sistema de trabajo vecino a la esclavitud; un molde que se repetiría, aumentado, en los países que les faltaba recorrer. El diario de viaje de Guevara se enriqueció con sus anotaciones personales. En Santiago de Chile, La Poderosa II, que ya se había ganado un nuevo nombre, “La Debilucha” dijo basta. Había sufrido demasiado, rotura del cuadro, del chasis que protegía la caja de velocidades, se destartalaba por piezas, así que la dejaron abandonada con una frase a modo de responso murmurada por Granado: “Este es el cadáver de una viaja amiga”. Lo era. Guevara, sin abandonar su característico sello irónico, apuntó en su diario: “Hasta cierto punto, éramos los caballeros del camino. Ahora, ya no éramos más que dos linyeras”.
Lo eran. Y viajaron como tales: a dedo, como polizones en un barco de carga, gracias a la hospitalidad ajena en campos y ciudades; en Antofagasta recorrieron la zona minera. A Guevara le llama la atención lo que enseñan “los cementerios de las minas, aun conteniendo solo una pequeña parte de la inmensa cantidad de gente devorada por los derrumbes, el sílice y el clima infernal de la montaña”. Anota una feroz crítica a las desigualdades del sistema capitalista “verdaderos monumentos al robo legal”.
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Lo que Guevara ve, lo transforma. Entran a Perú, viajan como pueden, comen lo que encuentran, duermen a cielo abierto, hasta que dan con la ayuda de un célebre leprólogo, el doctor Hugo Pesce, que los cobija en Lima por diecisiete días. Viajan para conocer el leprosario de San Pablo de Loreto, en la frontera entre Perú, Brasil y Colombia, donde atienden a varios pacientes: Guevara no era médico todavía, pero ya en Chile él y Granado habían dado una entrevista en la que se presentaron como dos leprólogos argentinos, lo que era una mentira grande como un pino. Pero en aquel sitio olvidado levantado en 1926, los enfermos los recibieron como a enviados del cielo. Les dieron una serenata homenaje, les ayudaron a construir una balsa para cruzar el Amazonas, a la que dieron un nombre alegórico, como si se tratase de un crucero de turismo: “Mambo-Tango”, y los despidieron con otra serenata improvisada, flauta, guitarra, acordeón y saxo. Anotó Guevara: “El acordeonista no tenía dedos en la mano derecha y los reemplazaba por unos palitos que se ataba a la muñeca, casi todos con figuras monstruosas provocadas por la forma nerviosa de la enfermedad”. Y luego: “Soltaron amarras los enfermos y el cargamento se fue alejando de la costa al compás de un valsecito y con la tenue luz de las linternas dando un aspecto fantasmagórico a la gente”.
Antes de la partida, ya llevan más de ciento cincuenta días más de diez mil kilómetros de viaje, el Che, que aún no lo es, lanza una pequeña arenga: habla de “una sola raza mestiza desde México hasta el estrecho de Magallanes”. ¿Habrá sido ese su primer discurso político? Otra balsa los lleva, ya en la etapa final de la aventura, hasta leticia, en la Amazonia colombiana. Llegan a Bogotá el 2 de julio. Doce días después están en San Cristóbal, Venezuela y el 17 llegan a Caracas. Allí, los amigos se separan.
Empujado por Granado, fiel a la promesa hecha a Celia de la Serna, Ernesto decide regresar a Buenos Aires para terminar sus estudios. Granado queda en Venezuela porque obtuvo un tesoro: trabajo.
Pasarán ocho años hasta que se encuentran otra vez. El Che ya es el Che, encabeza la triunfante Revolución Cubana, y Granado va a apoyar a los revolucionarios para organizar un sistema hospitalario. Pero ahora, en Caracas, los amigos se estrechan en un hondo abrazo. Es el 26 de julio de 1952. En Buenos Aires, a las ocho y veinticinco de la noche de ese día, muere Eva Perón.
Guevara viaja en un vuelo con destino a Buenos Aires que tiene una escala en el norte: Miami. Llega a la Argentina y estudia de modo intenso para rendir las materias que le faltan para graduarse como médico: lo logra el 11 de abril de 1953. Siente que tiene una deuda por saldar. Reencuentra a Chichina Ferreyra y le propone, de nuevo, casamiento. De nuevo, la mujer dice que no.
En su tiempo libre, que no es mucho, repasa los apuntes de su Diarios de Motocicleta, de su aventura transformadora. Leerá en esos apuntes: “Allí, en estos últimos momentos de gente cuyo horizonte más lejano fue siempre el día de mañana, es donde se capta la profunda tragedia que encierra la vida del proletariado de todo el mundo; hay en esos ojos moribundos un sumiso pedido de disculpas y también, muchas veces, un desesperado pedido de consuelo que se pierde en el vacío, como se perderá pronto su cuerpo en la magnitud del misterio que nos rodea”.
Algo le dicta unas palabras de introducción, algo le sugiere que debe explicar un sentimiento que se le antoja profundo, decisivo; algo le dice que debe rendir cuentas, leves, sobre su transformación, que el muchacho alocado que se lanzaba a la aventura ya no existe. O existe de otra forma.
Entonces, tiene veinticinco años, escribe: “El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra argentina. El que las ordena y pule, ‘yo’, no soy yo; por lo menos no soy el mismo yo interior. Este vagar sin rumbo por nuestra ‘Mayúscula América’ me ha cambiado más de lo que creí”.
Guevara todavía no es el Che. Pero ha empezado a serlo.
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