Jamás se va a poder comprobar si eran 5 millones de personas. Quizás no se estuvo ni cerca. Pero esa sensación de “nunca en mi vida vi tanta gente alrededor” persistió cada 10, 15, 20 cuadras y durante unas cinco horas en todo el centro porteño. Aquí, la crónica de un 20 de diciembre de un pueblo festivo en la zona del Obelisco, aunque opacado por incidentes durante la noche.
El principal motivo de esta fiesta en el inicio del día era poder compartir la alegría de la obtención de la tercera Copa del Mundo con sus responsables. Por más que estuvieran a 600 metros y hubiera que buscar referencias milimétricas para poder diferenciarlos. Pero el contexto del evento hizo cambiar las prioridades.
Una vez que alguien llegaba a las inmediaciones del Obelisco o la Plaza de Mayo y sentía el impacto de la masividad de gente, asumía —de manera instantánea y hasta con buena cara— que poder ver al micro de los campeones del mundo ya formaba parte del terreno de lo utópico: si se puede llegar a verlos, será un sueño. Si no, será una excusa hermosa para celebrar con los propios y el resto del pueblo, en su más amplio sentido de la palabra, en el centro de la Ciudad.
Nadie pataleó cuando se enteró de que el micro de los campeones no tomaría la Avenida General Paz, nadie decidió salir a romper vidrieras cuando tomaron conocimiento de que los futbolistas regresarían en helicóptero al Predio de Ezeiza después de haber cruzado apenas la General Paz en cuatro horas de trayecto. No había bronca ni rencores. Hoy era un día para festejar. Sin peros. Sin grieta. Era la fiesta completa del primer Mundial celebrado en el calorcito veraniego de Buenos Aires. Era la fiesta de los pomos de espuma de carnaval, los cuerpos en cuero, el agua de las mangueras de los Bomberos de la Ciudad, y las remeras de la Selección Argentina de todos los modelos posibles de los últimos 36 años.
El cotejo con la información en los celulares fue uno de los condimentos fijos en las poco más de 7 horas que duró el efecto masivo en las inmediaciones del Obelisco.
La búsqueda de información sobre la caravana era el principal tema de conversación en la avenida Corrientes entre el Obelisco y avenida Callao.
“¿Van a pasar por acá o no?”, le preguntaba Javier desde su puestito de jugos improvisado en la esquina de Corrientes y Uruguay a los clientes que le pedían una botella. Javier vino de San Martín. Abrió el baúl de su auto, desplegó dos heladeras portátiles y colgó un cartel con el “Vení pa’cá, bobo. Aprovechá el 3x2. $600 c/u”.
“Si se van para la 25 de Mayo, nos moveremos como podamos para ese lado”, argumentó a Infobae con su sonrisita intacta.
Cerca de las 11.45, cuando se descartó la posibilidad de que el micro de los Campeones pasaran por el Obelisco, se inició un proceso migratorio masivo hacia el cruce de la avenida 9 de julio y la Autopista 25 de Mayo. Las columnas de hinchas se desplegaban tanto por la 9 de Julio como por Libertad y Talcahuano en dirección hacia el Sur.
La banda de sonido constante del mediodía era el “Muchachos”, que ofició definitivamente como el himno de la tercera Copa del Mundo para el pueblo argentino. El problema es que, una vez caducadas algunas líneas del estribillo de la canción, había incertidumbre con la letra en los tramos finales. Un 65 por ciento de los cantantes en cada entonación hacían referencia a la histórica “Quiero ganar la tercera/quiero ser campeón Mundial/y al Diego en el cielo lo podemos ver/con Don Diego y con la Tota(Alentándolo a Lionel”.
El 35 por ciento restante ya había actualizado su cancionero y entonaba: “Ya ganamos la tercera/ya somos campeón mundial. Y al Diego le decimos que descanse en paz/con Don Diego y con la Tota/por toda la eternidad”.
Así, el balance final y posible letra definitiva dejó un equilibrio entre ambas versiones: “Ya ganamos la tercera/ya somos campeón mundial/Y al Diego en el cielo lo podemos ver/con Don Diego y con la Tota/Alentándolo a Lionel”.
Diego y Lucas dos amigos de Neuquén, viajaron durante 12 horas ininterrumpidas en auto para llegar cerca de las 8 de la mañana a la Ciudad.
“Nos dijeron que en el Paseo del Bajo quizás los podíamos ver. Así que nos vamos para ahí. Hay que moverse”, le dijeron a Infobae. Encararon a pie por Talcahuano hasta avenida Córdoba y allí accedieron hacia el cruce con la calle Eduardo Madero para intentar escabullirse y tratar de conseguir lugar en una baranda de la vera del Paseo del Bajo, justo antes del túnel.
Hasta hubo cálculos matemáticos para tomar decisiones: “Si acá afuera estamos a la misma altura del suelo de la autopista, ni necesitamos estar sobre la baranda, con estar acá al otro lado, a un micro de dos pisos le vemos el techo tranquilamente”, analizó Lucas. Todo se trataba de especulación, esperanza, búsqueda de precios y cervezas de calidad en los puestos ambulantes y análisis vagos sobre la importancia cultural del hecho que se vivía.
También se hablaba de fútbol y se teorizaba sobre cuál sería el efecto de un encuentro con semejante multitud y muestras de afectos para los propios jugadores.
“Messi puede que esté acostumbrado a algo así, pero el que no tiene ni idea de lo que se convirtió es el Dibu Martínez. Yo creo que él no es consciente de lo que va a cambiar su vida”, afirmó Diego, con la mirada perdida hacía una autopista del Paseo del Bajo que acumulaba cada vez más gente en su asfalto.
En los teléfonos celulares llegaban noticias. Eran tweets, capturas de pantallas de televisión y, por sobre todo, audios de amigos de Whatsapp. Habían pasado tres horas desde el inicio de la caravana del micro y el vehículo que transportaba a los campeones todavía ni había llegado al cruce de la autopista Riccheri con la avenida General Paz.
Momento de recalcular la estrategia: había tiempo para acudir a un almuerzo y luego regresar al punto de posible contacto con los campeones. El sótano del bodegón La Pipeta, ubicado en la esquina de San Martín y Lavalle se había convertido en una filial gastronómica de los festejos. Un promedio de dos camisetas argentinas por mesa y la cabeza puesta en la comida y en toda la información que las dos pantallas del salón brindaran sobre la caravana.
En dos oportunidades, el “Muchachos” se apoderó del Bodegón… con el mismo problema de la letra que ocurría en el Obelisco.
Ya cerca de las 15.30 llegó la noticia que nadie en el centro quería escuchar. El micro no iría a la General Paz, ni a la avenida Lugones, ni al Paseo del Bajo. Ni siquiera al cruce de la Autopista 25 de mayo. Los campeones terminarían su trayecto en micro en la Escuela de Cadetes de la Policía Federal en el barrio porteño de Villa Lugano. Se subirían a helicópteros y desde el cielo sobrevolarían la multitud del centro porteño hasta regresar al predio de Ezeiza.
Otra vez un 20 de diciembre y otra vez una evacuación de los protagonistas de la historia a bordo de un helicóptero. Esta vez nadie de la masa popular reunida en la Plaza de Mayo quería ver a los tripulantes alejándose de la Casa Rosada.
Pero no había lugar para reclamos ni para la violencia incluso hasta la tarde de este martes más allá de que alrededor de las 20.30 se registraron graves incidentes en el Obelisco entre la Policía y un último grupo de hinchas que habían ido a participar de los festejos.
Pero hasta ese momento, no era el día para la violencia y quienes participaron de la celebración durante toda la mañana y la tarde lo sabían. Esta vez era un día de festejos. El más popular de los festejos argentinos. Al fin de cuentas, no parecía tan necesario constatar si Messi era de carne y hueso. El mejor jugador del mundo hizo feliz a su pueblo. Y lo hizo a través del fútbol.
Quizás la mejor devolución ante semejante motivo de felicidad era una fiesta de 5 millones de personas. Y que él la pueda contemplar desde el aire, como lo hacen los superhéroes.
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