La cita era de honor. Todos los miércoles por la tarde eran entre ocho y diez alemanes que se reunían para charlar, jugar a los bolos y recordar. Podía ser en el Caballito Blanco, en Ciervo Rojo o en Rancho Viejo, en Villa General Belgrano. Eran algunos de los sobrevivientes del acorazado Graf Spee que, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, eligieron a nuestro país para forjarse un futuro.
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Uno de ellos era Enrique Rodolfo Dick, era cabo primero artillero de 23 años en un buque que llevaba el nombre de Maximilian von Spee, quien murió combatiendo en las aguas de las Malvinas el 8 de diciembre de 1914.
En 1989 su hijo, que se llama igual, lo visitó en sus vacaciones y le comentó sus ganas de hacer un libro sobre el acorazado. El se alegró. Ese fue el origen de “Tras la estela del Graf Spee”, que editó en 1995 y ya lleva una decena de ediciones.
Todas las tardes, después de la siesta, el hijo grabó al padre quien desgranó, con sorprendente precisión, los recuerdos de toda su vida y de aquellos tiempos cuando la segunda guerra mundial se peleó en el Río de la Plata.
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Dick había nacido el 7 de abril de 1916 en Reddentin, un pueblito de la Prusia Oriental -desde 1945 pertenece a Polonia- y se había alistado como voluntario. Había navegado por distintos puntos en el mundo, como Kiel, Vigo, Tánger, y surcó las aguas de los océanos Atlántico e Indico. Estaba asignado a la torre de proa del acorazado, compuesta de tres cañones de 280 milímetros.
Desde fines de 1938 su comandante era el capitán Hans Langsdorff, un marino de 45 años condecorado con la Cruz de Hierro, con una impecable foja de servicios.
Antes de pisar la cubierta del buque, se le exigió que cumpliera medio año de instrucción básica de infantería, luego fue instruido en navegación a vela y posteriormente en artillería.
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Navegando con el buque, en 1939 había logrado su ascenso y fue uno de los protagonistas de lo que se llamó la batalla del Río de la Plata el 13 de diciembre de 1939.
El Admiral Graf von Spee era un acorazado de bolsillo que cumplía con las limitaciones de armamento impuestas a Alemania en el Tratado de Versailles pero que la ingeniería nazi lo había convertido en un arma letal. Su misión era la de atacar a flotas mercantes, no enfrentar a buques de guerra, salvo que fuera atacado. El buque tanque Altmark debía abastecerlo en alta mar en fechas, horas y puntos predeterminados.
Aparecía sorpresivamente, enarbolando banderas de otros países y recién dándose a conocer cuando su víctima no podía escapar. Barcos británicos como el Exeter, el Ajax, el Achilles y otros tantos estaban tras su rastro. El 7 de diciembre de 1939 capturó un buque que había partido de Buenos Aires con 5 mil toneladas de granos para Gran Bretaña. Sería su última presa. A esa altura, había hundido a 9 barcos.
El 13 de diciembre, cerca de las seis de la mañana desde el Graf Spee avistaron a un buque de guerra. Era el Ajax, acompañado del Achilles. Estaban a 290 millas al este del Río de la Plata.
El combate comenzó entre el Graf Spee y el Exeter. El buque alemán le provocó serios daños al inglés que, en vano, le disparó torpedos que esquivó. Langsdorff fue el que estaba en el timón. El Achilles también le disparaba. El capitán alemán no se inmutó cuando esquirlas lo hirieron en el brazo y en el hombro. Se desmayó cuando una explosión lo hizo caer al suelo.
Dick le relataría a su hijo que desde la torre de proa se escuchaba un poco a lo lejos el estruendo de los proyectiles, debido al importante blindaje del barco. De todas maneras, se percibían los impactos que recibían de bombas de menor calibre lanzadas por los barcos ingleses. Combatió con sus ropas completamente empapadas.
El buque zigzagueó, amparándose en un humo negro. Es un misterio por qué no liquidó al Exeter, casi fuera de combate. Por el contrario, enfrentó al Ajax y al Achilles y, entre las tres naves, le dispararon sin cesar. Sorpresivamente, los británicos se retiraron y Langsdorff, en lugar de perseguirlos, se dirigió al puerto de Montevideo. Con un boquete en su casco, especulaba con repararlo y salir a liquidar a sus enemigos. Tenía 35 muertos y 60 heridos, muchos de ellos operados a bordo sin anestesia.
El comandante, con el brazo izquierdo y la frente vendadas, se reunió con el ministro alemán Otto Langmann, quien le advirtió que Uruguay no le permitiría estar más de dos días. Pero necesitaba por lo menos dos semanas. A los buques británicos se sumó el Cumberland, que había navegado a toda máquina desde las islas Malvinas. Langsdorff pensó en romper el cerco e ir a Buenos Aires, donde sabía de las simpatías al Eje.
El capitán estuvo en el entierro de sus 36 muertos en el cementerio del Norte. Sabía que en 72 horas deberá abandonar el puerto. Al buque alemán apenas le quedaban unas 200 municiones, con las que hubiese podido sostener una media hora de lucha. De Alemania le dieron amplia libertad de acción.
A las 2 de la mañana del 17 de diciembre, Langsdorff comunicó a sus oficiales que volaría el barco. Nadie debía sospechar nada. Junto al Graf Spee atracó el mercante alemán Tacoma. Extendieron lonas para que no vieran los movimientos. Pasadas las 18, comenzó a dejar el puerto, todo a la vista de una multitud expectante y ansiosa. Los presentes vieron cómo puso proa a Buenos Aires pero de pronto se detuvo. Nadie se dio cuenta que en el buque había solo 43 tripulantes. El millar de hombres ya estaba en el Tacoma. Colocaron en distintos puntos del acorazado seis cabezas de torpedo para ser detonados en veinte minutos. Arriaron la bandera y abordaron una lancha. Langsdorff fue el último en bajar. Luego de salir mucho humo, se vieron explosiones, llamaradas y cañones volando por los aires.
Del Tacoma, el capitán y sus hombres abordaron remolcadores de bandera argentina y a la mañana siguiente, desembarcaron en Buenos Aires, recibidos por el embajador von Thermann. La tripulación fue alojada en el Hotel de Inmigrantes, y el capitán y los oficiales en el Arsenal de la Marina.
Cuando llegaron a Buenos Aires, los tripulantes fueron internados en diversos puntos del país. A Dick y a tantos otros le tocó Capilla La Vieja, ubicado en el departamento de Calamuchita, sobre el río de Los Reartes, a escasos kilómetros de Villa General Belgrano.
De Alemania habían zarpado 1200 tripulantes, en el momento del combate del Río de la Plata eran 1055 y 811 regresaron a Alemania. Lograron evadirse 244.
Fue uno de los que, durante la guerra, no se escapó. Evadirse costaba mucho dinero y los planes de fuga estaban reservados para los oficiales y los maquinistas, que una vez en su país eran destinados a otras unidades.
En 1945 este alemán de ojos “apizarrados” como consignaron en su ficha prontuarial, que declaró como profesión la de albañil, conoció en un baile a su esposa Ana María Antonia Bousquet, una maestra descendiente de ingleses y franceses, a la que todos conocían por Annie. “Era una maestra excepcional, de cuerpo y alma”, la describió su hijo. Tuvo cuatro hijos, a los que crió con cariño y paciencia.
En 1946 viajó solo a Alemania, donde vivían sus padres Enrique y Emma Pioch y sus hermanos. Gracias al dinero que su esposa le envió, compró el pasaje y regresó a Argentina en 1949.
En Villa General Belgrano se dedicó a la construcción y en la ciudad era una persona muy querible y como describe su hijo, “muy mano suelta”, de ayudar a quien lo necesitase.
Le gustaba mucho jugar a los bolos y al faustball, un deporte similar al voley, donde se pega a la pelota con el puño, se la puede hacer rebotar una vez y en lugar de una red, se coloca una soga.
Tenía grandes amigos, viejos camaradas, como Rinck, Lince, Fass y Tacke, entre otros. Muchos de ellos estaban desperdigados por distintas ciudades, adonde viajaba a visitarlos.
Era especialmente fanático de la economía y escuchaba atentamente los discursos de los ministros y debatía apasionadamente sobre lo que decían. También seguía a la selección alemana de fútbol, aunque no se interesó por el fútbol local.
Vivió la increíble sorpresa cuando rescataron del fondo barroso del Río de la Plata algunos elementos del acorazado, como el ancla de popa de siete tonenadas, una de las cuatro con las que contaba el buque. Se cuidaba de opinar, y todo lo minimizaba para evitar las polémicas.
Dick y sus compañeros quedaron impactados con el suicidio de su capitán Langsdorff, era algo que nadie se lo esperaba. “Un caballero, contemplativo, justo, que cumplió con su deber de preservar la tripulación”, lo describió Dick a Infobae.
El teniente Hans Dietrich era el ayudante de Hans Langsdorff, y fue el último en verlo con vida. La noche del martes 19 de diciembre de 1939, al pasar por el cuarto que ocupaba, en el Arsenal de la Marina lo vio escribiendo, mientras fumaba y bebía whisky. Y a la mañana siguiente, como no se presentaba a desayunar, fue a buscarlo. Lo encontró muerto.
La tarde anterior había hablado con sus hombres en el patio del Hotel de Inmigrantes. Como no era un lugar amplio, debió hacerlo por tandas. Dijo que estaba conforme de que su gente fuera recibida por nuestro país, que estaban en buenas manos, ya que los germanos-argentinos cuidarían de ellos. Aclaró que no le había faltado valor para enfrentar al enemigo, pero que si se hundía con el barco, hubiera arrastrado con él a toda la tripulación.
Enrique Dick falleció en 1992. Tenía 73 años, y su hijo estuvo seis meses sin poder escuchar su voz en las cintas que había grabado. Por la obra que desarrolló a lo largo de los años en Villa General Belgrano en la construcción de más de 200 casas, una plaza ubicada al costado de la terminal de ómnibus lleva su nombre. Se exhibe una pequeña ancla sobre una roca, referencia inequívoca de su pertenencia al Graf Spee.
Mañana domingo se repetirá el ritual que vienen cumpliendo, primero los sobrevivientes del acorazado y ahora sus descendientes: el tercer domingo de diciembre se dan cita en el Cementerio Alemán de la Chacarita, frente a la tumba de Langsdorff, donde se homenajea a los caídos, se hace un toque de silencio y se hace sonar tres veces una vieja campana, en recuerdo de los que ya no están.
Los restos destrozados del buque descansan en el lecho barroso del Río del Plata, escorado, a unos quince metros de profundidad. Por un tiempo dos boyas indicaban su proa y su popa para alertar a otros barcos, que muchas veces colisionaban con esos restos.
Rodolfo, que lleva escritos unos 22 libros sobre historia, conserva de su papá la gorra, un libro de historia con señales y siluetas de distintos buques y por sobre todo, esos recuerdos grabados en una cinta de un cabo de 22 años que combatió en las aguas del Río de la Plata.
Aún le emociona recordar cuando con un grupo de familiares visitó Reddentin, una aldea de veinte casas donde un día, un muchacho partió para alistarse como voluntario a una aventura que le cambiaría la vida.
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