Las mejores cosas del mundial: los videos de los festejos en Bangladesh, Messi arengando que el Dibu no le pudo hacer upa a la hija recién nacida durante la Copa América y la abuela de Liniers La - la- la -la. La abuela, que se llama Cristina y tiene 76 años, va con los pibes de la esquina, ellos la abrazan, le cantan y no es una cábala, no, no se trata de la suerte, sino del reconocimiento, la integración, el homenaje y el pueblo en el que las mujeres mayores vuelven a tener valor y son valientes con la camiseta de la ternura y la alegría.
En el partido post partido (más allá de alargues y penales), cuando sale a jugar la hinchada, las que despeinan canas no están solas (aunque lleguen solas a la esquina) y, además, hacen lo que se les canta. Por ejemplo, sacarse el batón y ponerse un strapless, sin breteles, al borde del desborde, con el calor, los nervios y la emoción, del sábado a la tarde. A la abuela la reverencian, porque no necesitamos reinas, y la mojan con espuma porque el futbol es nuestro carnaval y nuestra carroza es una eterna pelota en donde las señoras son las que debieran dejar de correr (con tal de llegar a fin de mes) para correr con ventaja de ya estar en la meta y no en la maratón de la vida.
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No debe existir el VAR para la edad -si pudiera no existir el VAR, mejor, bah- pero, en todo caso, las mayores de 70 no tienen posición adelantada, están para ser la estrella de la cuadra. En Instagram una lectora dice que no se le debería decir “abuela” porque las mujeres tienen que poder elegir si ser madres (o no) y, por ende, abuelas o no. Es cierto. Eso le da más gusto. Logramos que en este país haya derecho a ser madre y derecho a no serlo.
Las mujeres, que avanzamos en Argentina, en derechos, tenemos el derecho a festejar que las calles, las casas y las canchas son también nuestras, para renombrarnos y para tomarnos una tregua, para no corrernos de la tele, ni callarnos, para que no nos digan que tapamos, ni que no hagamos comentarios, para no ser echadas y para ser homenajeadas, para latir entre las coreografía mundialista y volvernos parte de un grito colectivo. La abuela la-la-la-la es otro golazo de reivindicación a las mujeres mayores y ese triunfo ya entra en el top ten de la mítica mundialista.
Hay un hilo que va desde Bangladesh a Liniers y muestra un país tercermundista pisar la pelota con nosotras para vengar la superioridad de quienes con armas, dinero y soberbia, hambrearon a un tercer mundo que despreciaron, olvidaron y endeudaron. Argentina vio por efecto de las redes sociales lo que no había visto nunca: allí donde nos quieren y no se necesita DNI para que se pongan la camiseta.
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Hay un mundo que resiste a las reinas y reyes; a los que mandan y a las que obedecen; hay otro mundo, al que bajaron de la escaleras, en donde se festejan nuestros goles y alguien escribe en el Facebook de la selección de cricket de Bangladesh “Vamos los pibes” y otro se tatúa la verde y roja y otro dice que comerciemos con quienes nos quieren. Y el gobierno anuncia que la Embajada en Bangladesh se reabre, que la negociación venía de antes. Pero elijo creer que fue un fervor que no es solo un juego. Elijo creer que las puebladas todavía pueden mover algo.
Vemos en reel -también colonizados por las redes- la fiesta anti colonialista porque esa palabra se desempolva del armario en donde todavía tiene sentido rechazar la colonización que fue la barbarie de la civilización. El final del partido no deja solo las declaraciones de los jugadores, sino la espera por la madrugada en el que sus festejos nos emocionen. Es época de celulares, pero no de periodismo sin fronteras. Nos faltan cronistas que nos cuenten más allá de Tik Tok el furor y cámaras que transmitan en vivo, con traducción simultánea, ese paraíso de historias que no conocíamos y que ahora sentimos tan latentes y albicelestes como propias.
El Mundial -claro que lo sabemos y no vamos a huir de la cuestión como Maluma- busca tapar con dinero las prohibiciones a amar, a decidir sobre el deseo, la identidad y la autonomía, de las mujeres, los gays, las trans, los trans y las lesbianas que apenas se disputó en Qatar con un arcoíris en el pasto. No vamos a silenciar el gusto amargo de la falta de libertad sexual, ni de violaciones a los derechos humanos. Tampoco vamos a polarizar la defensa de los derechos con la alegría de jugar. Porque vamos a seguir luchando sin que nos quiten, también, el derecho a festejar.
La organización mundialista tiene un objetivo: el negocio y la play humana en donde la virtud, la falta y el error cada vez se asimilan a robots que corren y desmarcan y el corazón, el talento y la sed se deserotizan. Sin embargo, las hinchadas asiáticas en masa muestran que el fútbol juega -todavía- otro partido: el del país sudaca en donde no se pueden retener a los jugadores porque nos falta plata, pero se pone un corazón que no se vende. Sabemos que el Mundial es una ilusión, con claroscuros y críticas certeras, pero aún así, ese corazón que late nos infunde un animo igual a cuando ya te sentís perdido y no te rendís para seguir intentando golear hasta el último minuto.
Si algo aprendimos es a no bajar la guardia y la violencia sexual y de género legitimada en el Mundial, permitida por los clubes en Argentina y con una deuda interna de estar a la altura de nuestras leyes, nuestros avances y nuestras mujeres y diversidades no se va a tapar porque también escuchemos los bombos. Ya no nos callamos, ni los cantos, ni los goles, ni las violaciones o golpes. Vamos a exigir más y no menos. Pero mientras peleamos mostramos que no se necesita hacer apología del abuso para ganar partidos y que no somos enemigas de la fiesta porque esta también es nuestra fiesta.
En el álbum de figuritas mundialista también entra Ángel Di María sorprendiendo a sus hijas mientras juegan y corren a treparse al que reanima al equipo cuando perdía después de creer que ganaba a solo un minuto de terminar; los festejos en India e Indonesia (hay corazón para todas las cofraternidades); la transmisión de Angela Lerena con precisión, profesionalismo y trayectoria para mostrar que la voz de las mujeres eleva la calidad y la democracia en la transmisión de la Selección Nacional.
Y la difícil está clara: Antonella Roccuzzo riéndose de la frase de Messi “qué miras bobo” mientras desconcentra; Antonella Roccuzzo siempre (si hay un trono para una morocha argentina claudicamos a la falta de nobleza y le entregamos la corona para que la menee con cumbia santafesina de fondo) a la que baila descalza y con una cerveza en la mano; la chica que hace jueguito en Qatar mientras los jeques la filman pasarse la pelota de los pies a la cabeza; la reivindicación de los pibes de Malvinas (los jóvenes que tuvieron que ir a la guerra y no los que los mandaron a la guerra); la cumbiera Tita Print tocando el himno con L-Gante antes del partido con Países Bajos; los videos del pueblo peruano en Lima gritando gol como hermanos que somos; el video de Bud Bunny festejando con los penales y diciendo que su mejor show fue en Argentina; las chicas que escriben al IG de “Mujeres que no fueron tapa” que avisan que van a decir la frase “Qué miras bobo” a los hombres que las acosen por la calle. Y “anda pa allá” para rematar la parada. Y a Lali Espósito haciendo pasitos y likeando jugadores de Francia y Marruecos porque es otra manera de hacer táctica (o disciplina).
También es un deschave ver a los que se retuercen porque el lenguaje inclusivo propone incorporar diversidad y sumar un todes como si la “E” produjera un desgarro en la lengua que, de golpe, se volvieron caballeros del idioma impoluto ofenderse porque Messi, después de ser defenestrado por el técnico, golpeado en la cara y patoteado por señores que le llevan tres cabezas e iban a buscar a los jugadores para distraerlos, enojarlos o humillarlos se negó a ser complaciente con los que no fueron respetuosos y lanzó un epíteto de “bobo” como todo perjurio. Eso fue definido como vulgar por una prensa que se arroga una masculinidad inmutable a la hora de cerrarle la puerta a nuevas formas de ser y de nombrarse, pero que se rasga las vestiduras si un jugador no se arrodilla ante quienes buscan arrodillarlo como una forma de sometimiento y no de posición consensuada.
La pregunta sobre la masculinidad es la gran pregunta que surge ante cámaras oficiales y celulares encendidos buscando captar el lado A de los jugadores y el cuerpo técnico. ¿Tenemos que felicitar a Lionel Scaloni porque consuela a su hijo después de empatar un partido que ya teníamos ganado y ver al nene llorando entre el susto y la emoción? No se tendría que aplaudir al padre que abraza porque la paternidad es proteger, cuidar y contener. No debería ser la excepción, ni lo es para las madres. Es cierto que también es costumbre en Argentina aplaudir al asador (porque se supone que el asado lo hacen los hombres) y no a la que hace el postre y las ensaladas y malabarea la comida todos los días Pero las cámaras muestran algo que, para muchos, todavía no sucede: ejercer la paternidad con responsable y, para muchos otros, es un espejo en el que podrían ser parte de la Scaloneta en vez de la borrada de presencia económica, emocional y organizacional cuando se separan o aunque estén en sus casas como fantasmas. Y qué bien que estaría que la copa sea que en Argentina se amplíen las licencias paternales que hoy nos dejan afuera de todas las ligas, como propone la campaña Paternar que aprovechó la arenga de Messi, para pedir que se aprueben una ley de licencias en donde la paternidad no sea un trámite de fin de semana extra corto.
En definitiva, este Mundial, no solo muestra a la selección sino que en Argentina el fútbol es popular y que ese pueblo hoy confluye con mujeres que hablan, juegan, tocan, festejan, gritan y se ponen los botines. Falta. Mucho. Las pibas coparon la cancha en la Villa 31, llegaron al futbol profesional, hay agrupación es feministas en los clubes, las nenas juegan en los recreos, las chicas piden zapatillas o botines y se avanzó muchísimo en la democratización del deporte. Este no es el techo, sino el pasto para empezar a jugar. Festejamos todo lo que se logró y pedimos más para un país en donde la pelota es parte de un ADN en el que los logros cuestan, a veces se escapan cuando tienen que llegar y se retoman a fuerza de garra y de una energía que no se contabiliza en estadísticas, apuestas y algoritmos porque tiene una mezcla de agallas y alma que, por suerte, la estrategia artificial todavía no capta.
Muchachas, nosotras tampoco nos vamos a olvidar.
Este mundial es nuestro y de nuestras abuelas.
Nos volvimos a ilusionar.
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