El juez Andrés D’Alessio integró el tribunal que en 1985 realizó el Juicio a las Juntas. Su hija, la jueza de Cámara Ana D’Alessio, rescata los momentos más significativos, emotivos y adversos que vivió su entorno durante aquel suceso que marcó la historia nacional y la propia con un legado familiar por defender los Derechos Humanos, tal es así que ella se convirtió en la Presidenta de la Comisión de DD.HH. de la Asociación de Magistrados y Funcionarios de la Justicia Nacional.
En estos días continúa en auge la conversación en torno a “Argentina 1985″, donde se abordan las circunstancias previas al Juicio a las Juntas desde la perspectiva del fiscal Julio Strassera y su adjunto, Luis Moreno Ocampo. Una de las particularidades de la película de Santiago Mitre es la decisión artística de presentar parte del proceso desde la óptica de las familias de los funcionarios judiciales. Es el caso del pequeño hijo de Strassera, sobre quien el film parece canalizar la esperanza de que aquellos hitos perduren activamente y por siempre en la memoria social.
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Ese potencial generacional, la responsabilidad civil de recordar el genocidio cometido por las Juntas para evitar cualquier tipo de reiteración, y por sobre todo la conquista que representó el juicio en materia de defensa de los Derechos Humanos, encuentra real paralelo en la vida profesional y personal del juez Andrés D’Alessio, quien integró aquel histórico tribunal. En efecto, una de sus hijas, la jueza de Cámara de la Justicia Federal Ana D’Alessio, llevó más allá la necesidad de tener presentes los violentos sucesos y su posterior condena para pasar directamente a la acción, dándole verdadera continuidad al legado de D’Alessio padre, así como al de los demás hombres y mujeres que protagonizaron este momento histórico.
Continuidad de un legado
Andrés D’Alessio murió a los 68 años, el 4 de abril de 2009. Cuatro días antes, en la misma jornada en que falleció otra de las figuras clave de esta historia, el expresidente Raúl Alfonsín, Ana D’Alessio fue designada por la Cámara de Casación para subrogar el Tribunal Oral Federal N° 2 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. La magistrada, que en ese momento integraba un tribunal oral federal de Tierra del Fuego, sumó su participación al Juicio “Atlético, Banco y Olimpo” (resumido como “ABO”), en el que fueron juzgados 15 ex militares y policías por 184 delitos de lesa humanidad en los tres centros clandestinos de detención. Estos funcionaban como un circuito represivo, según se pudo demostrar.
“Los juicios sobre lo ocurrido en la dictadura nos brindaron a los integrantes del Poder Judicial y los ministerios públicos la oportunidad de construir algo entre varias generaciones”, comenta la jueza, que acumula 21 años en ese rol. “Cuando una generación después asumimos la realización de los juicios de lesa humanidad, las sentencias se nutrieron de todos aquellos antecedentes”, añade. Un claro ejemplo de este legado activo es la secuencia que plantea el caso de la desaparición forzada del investigador del INTI y militante peronista Alfredo Giorgi.
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D’Alessio cuenta que en torno a 1980 su papá participó como secretario penal de la Corte en el procedimiento de hábeas corpus del doctor en Química. Y que, más adelante, también se ocupó del caso en el marco del Juicio a las Juntas. Como si fuera un sistema de postas que en su trayecto supera las amenazas comunes al paso del tiempo, entre ellas el olvido, en 2010 reposó sobre la jueza el compromiso de intervenir en el juicio de lesa humanidad que abordó la desaparición de Giorgi, que se desarrolló el Tribunal Oral en lo Criminal Federal N° 2 de Capital Federal.
“Su prueba estaba conformada por la acumulación de datos ocurrida por 30 años, por lo que requirió de constancia. Por eso, hablamos de una construcción conjunta, una tarea colectiva que traspasó lo generacional”, acota la magistrada con orgullo. Con ese ánimo, vuelve a los orígenes de su vocación, que según dice se remontan a sus 18 años, a la par del Juicio a las Juntas: “Terminé el colegio secundario en 1984, por lo que la vuelta a la democracia me tomó en la edad en la que todo se sueña y se cree posible”, rememora.
Luego, relata cómo ese proceso impactó en su entorno: “En la familia, sabíamos que detrás de la designación en la Cámara venían responsabilidades. Vivimos esos meses compartiendo los relatos de papá cada noche al llegar a casa, después de las audiencias, tal vez como una forma para él de pasar en limpio, de acomodar ideas y de terminar de entender la dimensión de lo que había pasado en aquellos años”, recuerda Ana con emoción.
Entre amenazas y custodias
Es así que sus seres queridos debieron atravesar las distintas dificultades que conllevó aquella decisión: “Convivíamos con las amenazas telefónicas. Pese a que mis padres se resistieron un tiempo, finalmente aceptaron que nos pusieran custodia. Teníamos personal de la Policía de la Provincia de Buenos Aires dentro y fuera de la casa. Un móvil de la Policía Federal nos llevaba al colegio con personal armado”, enumera la magistrada, pero también rescata la postura de su papá, quien antes de asumir como juez de la Cámara les avisó tanto a ella como a sus ocho hermanos y hermanas que “venían tiempos difíciles”.
Además, respecto a aquellas circunstancias, pone en valor el rol decisivo de su mamá, Ana María Fernández, quien contribuyó a que hijos e hijas del matrimonio entendieran que “estábamos juntos y que nadie iba a sacar los pies del plato”. “Supimos desde muy temprano que, si había algo que resignar, valía la pena”, reafirma. Y ejemplifica, todavía agradecida por la actitud de su padre: “No había mucha posibilidad de salir de noche sola. Estaba de novia y el viejo pretendía que saliera con custodia. Con la apertura que trajo la democracia iba a todo recital que había. Ahí sí hubo algún conflicto. La solución que encontró papá fue ir él personalmente a buscarme después de cada salida”.
Algunos de los momentos más adversos aún se encontraban por delante: “Poco tiempo después, en marzo de 1987, sufrimos un atentado con trotyl en casa. Pese a todas las precauciones, el explosivo llegó a mis manos, que con inocencia tomé el ‘paquete’ que habían dejado en la puerta. No sería sincera si dijera que no nos afectó”, admite la jueza. Las crónicas de la época señalan que el artefacto, una bomba de medio kilo de trotyl o trinitrotolueno, pudo ser desactivada más tarde por la Policía de la Provincia de Buenos Aires.
Tal vez, por la cercanía etaria entre sus hijos e hijas y las víctimas adolescentes de “La Noche de los Lápices”, o quizá por simple empatía fue que a su papá Andrés se lo vio “abiertamente quebrado por primera y única vez” tras presenciar los relatos sobre ese caso. “Ese hecho fue durísimo, las víctimas eran muy jóvenes y cómo estudiantes iban a por el boleto estudiantil”, expresa la funcionaria en referencia a la serie de secuestros y asesinatos cometida en la ciudad de La Plata en horas tardías del 16 de septiembre de 1976.
D’Alessio padre participó de estas audiencias en el marco del Juicio a las Juntas. A más de 37 años, su hija evoca la noche en que el juez llegó a su casa tras escuchar el testimonio de uno de los sobrevivientes, Pablo Díaz: “Nosotros estábamos en la cama. Se asomó al dormitorio y llorando nos dijo ‘no saben cuánto los quiero’. Pasó mucho tiempo y sin embargo ese recuerdo me sigue llenando de emoción, dolor y orgullo”.
La restitución de los niños y niñas
El magistrado cumplió un papel preponderante en el proceso de restitución de niños y niñas. Ana señala que “lo marcó el caso de Paula Logares”, pionero porque la Justicia pudo utilizar análisis genéticos como prueba de filiación. “Después del juicio a los excomandantes, la restitución de la niña fue el hecho que tuvo mayor trascendencia en su función como juez de cámara”, subraya la jueza. Y reflexiona: “Todo estaba por pensarse: ¿qué herramientas utilizar? ¿En quiénes apoyarse? ¿Qué psicólogos y asistentes sociales los podían auxiliar? ¿Había que decirle a los chicos toda la verdad? Y si no, ¿qué parte y cuándo?”.
En cuanto a Paula, que había sido apropiada con 19 meses, cuenta: “Tuvieron que conversar con ella, cuidando hablar no de ‘abuela’, sino de ‘la mamá de su mamá’, que era mejor aceptado. Hubo que asegurar cierta continuidad en sus rutinas, como por ejemplo que iba a seguir recibiendo el Billiken todos los lunes. La foto de su mamá, sumamente parecida a ella, ayudó a acortar distancias. Cuando salieron Paula y su familia del Palacio de Talcahuano, ella le preguntó a papá: ‘¿vos no venís?’ El lunes siguiente él mismo fue a llevarle el Billiken hasta Banfield, donde quedaba la casa”.
La jueza reconoce que la marcaron episodios como ese y “todo lo que iba viviendo en el tiempo en que justamente debía definir mi vocación”. Y se vuelve a entusiasmar, ahora de cara al futuro: “Tengo claro cuánto nos falta por mejorar; pese a ello, me llena de esperanzas formar parte de un Poder Judicial que se ha planteado, desde aquellos años del Juicio y de la recuperación de la democracia, incorporar nuevos paradigmas, la oralidad, la perspectiva de géneros, el respeto a la igualdad en todos sus aspectos, el concepto de ‘vulnerable’, el giro hacia el sistema penal acusatorio, la inclusión del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, el acceso de las víctimas al proceso, los juicios de lesa humanidad, entre tantos otros desafíos que también construyen un país”.
Esa misma esperanza de transformación, de empatía, de justicia por encima de todo, es la que la llevó a aceptar la designación para participar del Juicio “ABO” en 2009, cuando su quinta hija de apenas ocho meses tenía que quedarse en Ushuaia, y a pocos días de la muerte de su papá: “Mi última conversación con el viejo fue contarle eso”, confiesa Ana. Y concluye: “Le dije que tenía por delante el juicio de parte de lo ocurrido en el ámbito del Primer Cuerpo de Ejército, a lo que respondió con una sonrisa cómplice que ambos sabíamos cuánto significaba y nos inundó de paz”.
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