“Declárase abierto el acto a fin de dar lectura de la parte dispositiva y del considerando que lo precede de la sentencia que el Tribunal acaba de suscribir en la Causa 13/84, instruida por Decreto del Poder Ejecutivo Nacional 158/83, contra las siguientes personas…”
Después, traje oscuro y una vistosa corbata a rayas, el presidente de la Cámara Federal, el juez León Arslanián, citó por su grado y nombres a los nueves jefes de las tres primeras juntas militares de la última dictadura que había regido al país entre 1976 y 1983: Jorge Videla, Emilio Massera, Orlando Agosti, Roberto Viola, Armando Lambruschini, Omar Graffigna. Leopoldo Galtieri, Isaac Anaya y Basilio Lami Dozo.
Eran las seis menos diez de la tarde del 9 de diciembre de 1985, hace treinta y siete años, y el tribunal iba a leer las penas que había dictado contra los dictadores.
Iba a terminar así un juicio que había durado siete meses y medio, que había comenzado el 22 de abril y por el que habían desfilado más de 700 testigos que habían dejado al descubierto el horror del terrorismo de Estado; la mayoría habían descrito sus secuestros, o el de sus familiares; habían denunciado las torturas padecidas en las mazmorras de decenas de centros clandestinos de detención de todo el país, o pretendían saber el destino de miles de personas que figuraban en una nueva y siniestra figura penal y social, la del desaparecido.
Esos testimonios, el formidable alegato del fiscal de la Cámara Federal, el por muchas razones inolvidable Julio César Strassera y su adjunto, Luis Moreno Ocampo, habían pedido las máximas penas para los acusados por haber llevado adelante un plan criminal que había previsto el secuestro, la tortura, el encierro en condiciones infrahumanas y la eliminación física de miles de personas, en una supuesta acción de guerra contra la subversión que afectó no sólo a quienes integraban los grupos guerrilleros que llevaban adelante otra supuesta guerra revolucionaria, sino que había dado de lleno en sus familiares, amigos y conocidos para extenderse luego a quienes eran por completo ajenos a esos grupos y a la violencia: obreros, delegados gremiales, docentes, estudiantes, militares, sacerdotes, artistas, intelectuales, periodistas, diplomáticos, amas de casa, abogados, médicos, campesinos…
Strassera y Moreno Ocampo habían fijado una estrategia durante la acusación: hacer responsables a cada junta militar y año por año, según cuando hubiesen ocurrido los hechos revelados durante el juicio, muchos de ellos denunciados antes en la CONADEP, la Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas creada en 1983, ni bien recuperada la democracia, por el presidente Raúl Alfonsín, impulsor del juicio a las Juntas. ¿Qué harían los jueces? Eso estaba por develarse. Luego se sabría que el Tribunal no iba a dictar su sentencia según lo pedía la fiscalía, sino que iba a condenar a cada jefe militar por separado y cuando los hechos probados señalaran como responsables de los delitos a las fuerzas que habían estado bajo su mando.
Pero esa calurosa tarde del lunes 9 de diciembre todo era una incógnita. Ni siquiera se conocía lo que se supo tres décadas después: que el domingo 8, los seis jueces del Tribunal habían decidido a quien condenar y el monto de cada una de las penas en la pizzería Banchero de Talcahuano y Corrientes, vecina a Tribuales; que se había escrito el destino de los nueve acusados en una servilleta de papel basto del local y que Arslanián había pedido: “Me lo firman, porque no quiero sorpresas”.
Los jueces habían discutido duro sobre cuál condena dar a cada quien; y si tenían algo en claro, era que el fallo que iban a firmar debía ser dictado por unanimidad. Los seis jueces, además de Arslanián integraban la Cámara Federal Ricardo Gil Lavedra, Jorge Torlasco, Andrés D’Alessio, Jorge Valerga Aráoz y Guillermo Ledesma, no querían dar la imagen de un tribunal “dividido”, con opiniones diferentes o con votos en disidencia, algo que es normal en el Poder Judicial, pero que les parecía poco aconsejable en aquel juicio histórico.
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Lo que Arslanián se aprestaba a leer eran cinco condenas y cuatro absoluciones, todas acordadas en el ambiente zarandeado de Banchero. Con los años, los jueces coincidieron en que tal vez hubiesen debido, y hubiesen podido, ser más duros en algunas de las sentencias. El ex juez Ledesma lo reconoció hace pocas semanas en el programa de televisión A dos voces. Pero esa conciencia y esa coincidencia llegaron con los años. En verdad, hoy es fantástico escribir sobre aquella jornada con el diario de todos los lunes de treinta y siete años. Pero entonces, quienes habíamos cubierto como periodistas las audiencias del juicio, escuchado las dramáticas y desgarradoras historias narradas por los testigos y asomado por primera vez al espanto, esperábamos condenas durísimas.
Entre el final de las audiencias públicas, que finalizaron con los alegatos de las defensas, y la lectura de la sentencia habían pasado un par de meses en el que el ambiente del país se enrareció. Y se oscureció. El poder militar en juicio todavía conservaba un poder de fuego considerable: ni estaba inerme, ni estaba inanimado, como lo demostrarían las rebeliones militares que se iniciaron dos años después, en la Semana Santa de 1987.
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En esos dos meses que tardó la elaboración de la sentencia, una serie de atentados y de amenazas de bombas contra al menos treinta escuelas primarias y secundarias obligaron a Alfonsín a dictar el estado de sitio el 25 de octubre. El gobierno lo levantó la misma mañana del 9 de diciembre. La fecha elegida no parecía casual. Las repercusiones del fallo llegarían al día siguiente, día internacional de los derechos humanos y aniversario, el segundo, de la asunción de Alfonsín.
Después de que el secretario del Tribunal, Juan Carlos López, dijera por última vez en ese juicio su ya tradicional, y hoy legendario: “De pie señores, por favor” y de la entrada de los jueces la Sala de Audiencias de la Cámara Federal llamaba a la sorpresa: no había público, sólo invitados especiales y muchísima prensa, sobre todo extranjera. El alegato de Strassera, en septiembre, había terminado con un enorme escándalo; a la ovación que siguió a ese otro legendario: “Señores jueces, nunca más”, se sumaron algunos insultos del público, que ocupaba las bandejas superiores de la sala, a los jefes militares, y el pedido de desalojo de la sala lanzado por Arslanián al jefe del operativo policial. También es cierto que muy poco contribuyó a la calma la mirada desafiante de Videla y la soberana, y muy perceptible, puteada de Viola a todos en general. Ahora, para la lectura de la sentencia, los jueces dispusieron evitar la presencia del público.
Pero, entre los invitados especiales había alguien que no estaba dispuesta a pasar inadvertida. Hebe de Bonafini, titular de Madres de Plaza de Mayo, se sentó en su asiento de invitada y colocó sobre su cabeza el tradicional pañuelo blanco que identifica aún hoy a las Madres. Bonafini sabía que no podía hacer eso. El primer día del juicio, el 22 de abril, también había estado entre los invitados especiales con su pañuelo simbólico, y le habían pedido y rogado que se lo quitara porque la Cámara Federal había prohibido la exhibición de cualquier símbolo político, partidario, o de organización o entidad de cualquier tipo.
La tarde del 9 de diciembre, el pañuelo blanco de Bonafini lucía inmaculado rodeado del oscuro ámbito, mitad boiserie, mitad expedientes, de la Sala de Audiencias. Designaron a un agente de policía para pedirle que se lo quitara. No hubo caso. Luego probó el jefe del grupo policial, un subcomisario de apellido Benítez. No hubo caso. Después probó suerte la secretaria de Arslanián. No hubo caso. Después intentó convencerla el subsecretario de Derechos Humanos de Cancillería, Horacio Ravenna. No hubo caso. Hasta le rogó Adriana Calvo de Laborde, una víctima de la dictadura que había dado un testimonio terrible y decisivo en el juicio. No hubo caso. Por fin lo intentaron con éxito Strassera, impecable traje color crema, y Moreno Ocampo: la audiencia no iba a empezar, no se iba a leer las condenas si Bonafini no aceptaba quitarse el pañuelo de la cabeza.
La lógica de la dirigente social era implacable, y un poco infantil también. Decía: “Cómo… ¿Los milicos entran con gorra y yo no puedo entrar con el pañuelo?” No había “milicos”, al decir de Bonafini. Los comandantes, que sí habían asistido al alegato de Strassera, hicieron valer su derecho de no asistir a la audiencia. Sólo se sentó, junto a sus defensores, uno de los nueve comandantes enjuiciados, el brigadier Omar Graffigna, tal vez con la certeza de su absolución. Poco a poco, la idea de que algunos de los acusados iban a ser absueltos se había hecho carne en los pasillos rumorosos del Palacio de Tribunales e incluso entre las víctimas de la dictadura que habían testificado en el juicio.
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Arslanián empezó por leer la “parte dispositiva” de la sentencia: los fundamentos se conocerían meses después. Se trataba de un texto breve pero contundente del que sobresalen, aún hoy, tres o cuatro párrafos esenciales:
“Se han examinado todos los cuestionamientos introducidos por las partes y dado respuesta adecuada a cada uno de ellos. Se ha examinado la situación preexistente a marzo de 1976, signada por la presencia en la República del fenómeno del terrorismo que, por su extensión, grado de ofensividad e intensidad, fue caracterizado como guerra revolucionaria.”
“Se ha demostrado que, pese a contar los comandantes de las Fuerzas Armadas que tomaron el poder el 24 de marzo de 1976, con todos los instrumentos legales y los medios para llevar a cabo la represión de modo lícito, sin desmedro de la eficacia, optaron por la puesta en marcha de procedimientos clandestinos e ilegales sobre la base de órdenes que, en el ámbito de cada uno de sus respectivos comandos, impartieron los enjuiciados. Se ha acreditado así que no hubo comando conjunto y que ninguno de los comandantes se subordinó a persona u organismo alguno”.
“Se han establecido los hechos que, como derivación de dichas órdenes, se cometieron en perjuicio de gran cantidad de personas, tanto pertenecientes a organizaciones subversivas como ajenas por completo a ellas; y que tales hechos consistieron en el apresamiento violento, el mantenimiento en detención en forma clandestina, el interrogatorio bajo tormentos y, en muchos casos, la eliminación física de las víctimas, lo que fue acompañado en gran parte de los hechos por el saqueo de los bienes de sus viviendas (…)”
“Se han estudiado las conductas incriminadas a la luz de las justificantes del Código Penal, de la antijuridicidad material y del exceso. Se ha recorrido el camino de la guerra, la guerra civil, la guerra internacional, la guerra revolucionaria o subversiva. Se han estudiado las disposiciones del derecho positivo nacional e internacional; consultada la opinión de los especialistas en derecho constitucional y derecho internacional público; la de los teóricos de la guerra convencional y la de los ensayistas de la guerra revolucionaria. Se han atendido las enseñanzas de la Iglesia Católica. Y no se ha encontrado ni una sola regla que justifique o, aunque más no sea disculpe, a los autores de hechos como los que se ventilaron en este juicio (…)
Después, Arslanián leyó las sentencias. El primer condenado fue el entonces teniente general Jorge Videla: reclusión perpetua. El segundo fue el almirante Emilio Massera: prisión perpetua. El tercero fue el brigadier Orlando Agosti: cuatro años y seis meses. Fue la primera condena “leve”, que levantó un murmullo, leve también, de desaprobación. Luego fue condenado el teniente general Roberto Viola: diecisiete años de prisión e inhabilitación absoluta perpetua. Luego fue condenado el almirante Armando Lambruschini: ocho años de prisión e inhabilitación. Todos fueron también destituidos.
Luego estalló el descontento: Arslanián leyó la absolución “de culpa y cargo” del brigadier Graffigna, que la escuchó junto a sus letrados defensores. Sucedieron entonces dos cosas: hubo cierto revuelo en la sala, todos entendieron que las siguientes sentencias serían también absolutorias, y Bonafini se colocó otra vez su pañuelo blanco en la cabeza.
Arslanián se sintió toreado por ese gesto desafiante, interrumpió la lectura y dijo: “Señora, hágame el favor de quitarse el pañuelo. De lo contrario, abandone la Sala”. Bonafini se marchó y Arslanián leyó las absoluciones de los miembros de la penúltima junta militar del llamado “Proceso de Reorganización Nacional”, Galtieri, Anaya y Lami Dozo. La indulgencia con Galtieri sonó a bofetada, fresco como estaba en diciembre de 1985 el recuerdo de la Guerra de Malvinas. Sonó incluso más dura que la exigua condena a Viola, el verdadero planificador de le represión ilegal en el Ejército a través de la directiva 504/77, que firmó Videla.
A las seis y media de la tarde del 9 de diciembre de 1985, el Juicio a la Juntas había terminado.
En un alarde de templanza, Strassera contuvo su vehemencia y expresó con mesura su inconformismo. Él mejor que nadie debía estar al tanto de algunas de las absoluciones que iba a dictar el tribunal, dada su inicial decisión de juzgar comandante por comandante. Así, la Junta Militar que encabezó Galtieri, que llegó al poder en 1981, no tenía en su haber, al menos no se les había probado, violaciones a los derechos humanos. Strassera anunció que iba a apelar parte del fallo y destacó lo que juzgó más importante: la sentencia había demostrado la existencia de un plan criminal llevado adelante por los acusados, al menos por quienes habían sido condenados, que era el centro argumental de su alegato acusatorio.
Esa misma noche, en los alrededores de Tribunales y en el Obelisco, tronaba el descontento por un lado, mientras jueces y fiscales dejaban el Palacio de Tribunales, ovacionados. Aquello era grieta, pero nadie lo sabía. Era tal el descontento, o la frustración, o el chasco, o el desaire, que casi nadie prestó atención al último punto de la sentencia. Era el punto 30 y establecía: “Disponiendo, en cumplimiento del deber legal de denunciar, se ponga en conocimiento del Consejo Supremo de las FF.AA., el contenido de esta sentencia y cuantas piezas de la causa sean pertinentes, a los efectos del enjuiciamiento de los Oficiales Superiores que ocuparon los comandos de zona y subzona de Defensa durante la lucha contra la subversión, y de todos aquellos que tuvieron responsabilidad operativa en las acciones”.
Era una decisión fundamental, tal vez no esperada, ni siquiera imaginada por el gobierno de Alfonsín, que abría la posibilidad de juzgar a quienes habían tenido participación material en los hechos ventilados en el juicio, incluido el absuelto general Galtieri, que sería juzgado luego por su accionar como jefe del Segundo Cuerpo de Ejército.
Esa fue la decisión de los jueces que abrió la posibilidad de nuevos juicios por violaciones a los derechos humanos, originó de alguna forma las sublevaciones militares de Semana Santa de 1987 en Córdoba y Campo de Mayo, parió a los “carapintadas”, derivó en las sanciones de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida y condicionó al gobierno de Alfonsín y su difícil relación con las fuerzas armadas de la época.
La sentencia de la Cámara Federal es hoy, como entonces, un fresco del horror vivido por la Argentina en los llamados años de plomo. Como entonces, con sus condenas y absoluciones, no dejó conforme a todo el mundo. Pero hizo historia.
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