En algún momento, aunque solo por un rato, fue el civil más poderoso del país. Años más tarde llegarían otros, de uniforme y espada, como quiso, por desdicha, Leopoldo Lugones, mientras escribía poemas de perfecta métrica y estaba algo lejos del vaso con whisky y cianuro en una sórdida pieza del Delta.
El periodista Alfredo Serra contó en una nota en Infobae cómo fue su encuentro con Raúl Lastiri. “Me recibió –casi un milagro en aquellos días de plomo– en su palaciego piso de Avenida del Libertador, vestido con una nívea campera y un pantalón cuya raya, de tan bien planchada, parecía un largo estilete de acero. Y ella, su mujer, también de vaporoso blanco, y recién llegada de la peluquería. Además, bonita”.
Un 29 de enero de 1976, dos meses antes del golpe, tirado sobre su cama matrimonial, con un excéntrico respaldo de raso dorado capitoné, diseñado por José María Lala, y mesas de luz de estilo barroco, Lastiri dijo en la revista con Gente que le hizo Serra entre otras cosas que “alguien dice por ahí que soy un cadáver político (días antes lo había afirmado Carlos Menem). Otros dicen lo contrario. Realmente mi vida es muy modesta en el orden político”.
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Serra cuenta que habían pactado una entrevista de tenor político, pero ya con el grabador en marcha, se arrepintió. “De política, ni una palabra”, le dijo Lastiri al periodista. “Me dejó desnudo, desarbolado. Fue como si un carnicero se negara a hablar de reses y sus cortes y optara por discurrir de filosofía”, recordó Serra.
Pero, periodista al fin, no se rindió y aceptó contar su historia de vida: desde su niñez de clase media baja en Parque Patricios hasta su ascenso a ese piso de millonario.
La entrevista avanzó y Serra en un momento le sacó una confesión que lo sorprendió. Se ufanó de una módica pero costosa hazaña: “Me cambio tres veces por día desde las medias hasta la corbata”, le dijo Lastiri.
“Es un hombre muy limpito”, completó la mujer que estaba observando la entrevista, no sin un dejo de burla.
Serra no podía creer lo que había escuchado de boca de Lastiri y puso cara de no creerle. “Bueno, aunque no me crea, tengo trescientas corbatas”, desafió. Serra se mantuvo en duda y Lastiri lo hizo pasar junto al fotógrafo Eduardo Forte al dormitorio.
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Enorme cama matrimonial sostenida por doradas patas de dragón, idénticas mesas de luz, y un placard un poco más chico que un container, como escribiría Raymond Chandler.
Después de aceptar una foto recostado, con su mujer, en esa plaza de toros, y pedirle al fotógrafo: “Por favor, que no parezca una escena sexual”. Serra pudo comprobar que lo que había dicho Lastiri era cierto. “Del placard colgaban, anchas y coloridas, trescientas corbatas”, recordaría el periodista en una nota de Infobae publicada en 2019.
No fue necesario contarlas, desde luego. Poco importaba que fueran 299 o 301. Hace 46 años esta foto hizo temblar al gobierno de Isabel Perón. El señor Lastiri mostrando 300 corbatas. El golpe del 24 de marzo de 1976 ya estaba en marcha.
Durante ese enero de 1976 en el que publicaron las fotos de Lastiri en Gente, el costo de la vida aumentó 14% y en febrero tocó el 20%. El aumento salarial (del 18%, con un mínimo de 150.000 pesos), que otorgó el ministro Antonio Cafiero el 22 de enero fue absorbido por la inflación a los pocos días. El dólar subió, entre enero y los primeros 10 días de febrero, de 12.500 a 32.000 pesos. Y pronto llegaría a 38.000 en el mercado paralelo.
Al paso, y considerando la violencia de esos días, la década del 70, Serra le preguntó a Lastiri además si tenía armas. “Jamás tuve ni toqué un arma”, dijo, con peso de dogma. Pero Forte lo desmintió sin más sonido que suave chasquido de su cámara: sobre la mesa de luz de la derecha y encerrado en una cartuchera, había un Magnum .357 igual al de Harry el Sucio, el personaje de Clint Eastwood.
Después, la entrevista fue anodina y sin el menor signo político relataba el periodista en la nota.
Confesiones de su infancia, de su padre (matarife), de su madre siempre dispuesta a plancharle el único pantalón, y hasta de Ringo Bonavena, su notorio vecino del barrio.
Al caer la tarde Serra se despidió de Lastiri. “Me preguntó si volvía a mi casa y si tenía auto. Cometí un grave error: le dije que no, pero que tomaría un taxi. ´De ninguna manera; lo hago llevar por uno de mis custodios´”. Y así fue.
“Era un Torino blanco, un chofer de anchas espaldas y anteojos negros (como los matones que dibujaba Fontanarrosa), y me dejó en la puerta de mi edificio, en la calle Venezuela” escribió Serra sobre ese momento.
Eran los primeros días del verano de 1976. El periodista escribió la nota con precisión: ni exageraciones ni omisiones. Solo la verdad.
Se publicó en la revista Gente de esa misma semana, con fotos inapelables: el piso-palacete, las corbatas, el arma.
Apenas llegada a los kioscos, los diarios celebraron el festín. En un momento dramático del país, con violencia callejera, atentados, muertos, y datos económicos de espanto, ese hombre había mostrado sin pudor su grosera opulencia.
Recuerdo un título dice Serra: “Un insulto a la realidad”.
“Creí, ingenuo, que la historia terminaba allí. Pero dos días más tarde, al intentar abrir la puerta de mi departamento de recién casado, noté que algo la obstruía. Raro. El living, todo alfombrado, no dejaba pasar por debajo ni los diarios. Pugné un par de minutos, y la puerta cedió. El escollo era un grueso cartón verde oliva con letras en inglés, y detrás, el mensaje: ´Vos, tu mujer y tu familia son boleta´. No había que ser bachiller por Salamanca para entenderlo: claramente, era la siniestra Triple A”, recuerda Serra de ese momento en que fue amenazado.
El cronista de Gente llevó el cartón a la comisaría 22, muy cercana, y se lo mostró al jefe mayor. Fue terminante: “Es un cartucho de dinamita. A lo mejor la amenaza no pasa de ahí, pero te aconsejo: ¡rajá!”.
Serra llamó a un amigo, le conté, y dos horas después paró con su auto en la puerta del edificio mientras su mujer partía a San Isidro para refugiarse en la casa de sus padres.
El periodista preparó un bolso mínimo, embolsó el poco dinero que le quedaba –un magro sueldo recién cobrado–, y puso proa sin destino fijo, excepto el kilometraje: lo más lejos posible.
Llegaron hasta la Triple Frontera: Argentina, Paraguay, Brasil. “Durante un mes viví y dormí en alguno de los tres países, alternándolos, en pensiones de mala muerte”, cuenta Serra.
Al cabo de un mes retornó a Buenos Aires sin un centavo, rogando que la cuestión hubiera sido olvidada, y retomó su vida normal. Era marzo. Y el nefasto 24, a medianoche, un golpe militar derrocó a Isabel Perón.
Triste salvoconducto: la Triple A y la dinamita pasaron al olvido, pero estalló, por siete cabalísticos años, el mayor baño de sangre nativo en tiempos modernos. Videla, Massera, Agosti y los siguieron, Malvinas incluidas, hasta Raúl Alfonsín y la democracia.
Por si alguna duda quedara, el hombre de las trescientas corbatas era Raúl Lastiri, diputado justicialista y fugaz ex presidente de la Nación -tras la renuncia de Héctor José Cámpora y el vicepresidente Víctor Solano Lima en 1973-, casado con Norma López Rega, hija del Brujo José López Rega.
Serra fue testigo de horrores inimaginables. Porque ninguno de los dos bandos usó espadas, según la imbécil metáfora de Leopoldo Lugones, de cuyos huesos no quedaba memoria.
Usaron metralla, secuestros, crímenes a mansalva, torturas, delirantes ambiciones de poder eterno, y pasados tantos años. Serra cuenta en la nota que cada vez que elige una corbata “aquel fantasma retorna”.
(Una versión de esta nota se publicó en el 2019 con firma de Alfredo Serra)
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