No soñaba con ser productor de seguros. No decía que quería vender seguros cuando fuera grande. Si tiene un recuerdo claro de su infancia: la luz entrando por la ventana de la cocina de la casa familiar de San Martín y su abuelo Toto cortando figurines sobre la mesa de madera, mientras su abuela Matilde cosía pantalones a máquina.
Pero, durante años, Marcelo Romano hizo lo que se esperaba de él. Se casó con su novia de toda la vida, desde chico le gustó ganarse su propia plata. A los doce decidió que iba a cubrir él solo su parte de los gastos de las vacaciones con sus padres y sus hermanos en la playa y empezó a trabajar todos los veranos, desde que terminaba el colegio y de 7 de la mañana a 8 de la noche en la verdulería del barrio. “No necesitaba trabajar para ayudar en casa, pero no quería tener que pedirle nada a nadie”, dice.
Tenía 26 años y un hijo de tres, cuando la crisis de 1999 se llevó puesto su primer empleo estable en una financiera internacional. “Me acuerdo que me puse el traje, me senté en uno de los locutorios que había en la calle Lavalle y empecé a cargar mi curriculum en Boomerang. Un pibe me vio, me preguntó si estaba buscando trabajo, yo le dije que sí y le di mi CV, y al toque me llamaron para hacer varias entrevistas en una compañía de seguros holandesa”, cuenta ahora a Infobae. Fue el comienzo de una carrera de casi quince años.
El 2014 fue una bisagra en su vida. En enero murió la madre de la que hasta entonces había sido su mujer y compañera en la aventura de criar a sus tres hijos. Llevaban 21 años juntos, pero no resistieron el cimbronazo, de la tristeza inicial porque eran muy unidos, pasaron a necesitar un cambio. Acababan de mudarse a una casa grande que parecía una garantía de felicidad conyugal, pero en julio de ese año decidieron separarse. De pronto, todo lo que parecía seguro ya no lo era tanto.
Marcelo empezó a ir a terapia. Sentado en el consultorio le contó a su analista que toda la vida le había gustado la ropa (o “la pilcha”, como dice él). “Siempre me había gustado la moda, seguía lo que hacían algunos diseñadores, desde siempre mis amigos me consultaban cómo vestirse”, dice. Aunque tenía una cartera de clientes de su productora que le permitían ganar buen dinero y mantener con comodidad a su familia, se daba cuenta de que no se veía haciendo el mismo trabajo en el futuro. Ya no lo motivaba y no podía pensar en su carrera como el productor de seguros exitoso que había sido hasta ese momento: “Si para tener la economía resuelta tengo que ser un infeliz, entonces no me interesa”, pensó.
La pregunta la hizo el analista: “¿Nunca se te ocurrió tener una marca propia?”. Marcelo dice que se quedó en silencio, que ese fue su gran click. Durante tres meses se dedicó a indagar sobre cómo quería seguir, a mirarse a él mismo, a reencontrarse con aquel chico que miraba con admiración a sus abuelos coser. Dejó de ver el mundo con la frialdad del asegurador para imaginar todo lo que quería hacer. Las posibilidades eran infinitas, pero él iba a elegir la que le hiciera bien aunque implicara arriesgarse a la incertidumbre. “En noviembre de ese mismo año vendí la cartera de seguros y todo lo que tenía para invertirlo en mi nuevo negocio”, cuenta. Había llegado el momento de hacer lo que le gustaba en serio.
En diciembre ya sabía que quería recuperar el oficio de sus abuelos y dedicarse a la sastrería. “No podía cortar yo, pero si elegir a los mejores sastres y llevarles mis diseños”, dice. Le encantaba la sastrería convencional, pero quería que su marca tuviera algo personal, algo suyo. “Y a mí el rock me gustó toda la vida, así que aunque la mezcla al principio sonara medio rara, me convencí de que ese iba a ser mi sello: sastrería y rock”, cuenta.
Buscó a los talleristas que cortaban para YSL y Lacroix y prácticamente les rogó que trabajaran para él: “Eran viejos sastres de la edad de mi abuelo y me llevó más de un mes convencerlos de que cortaran para mí que recién empezaba y encima le pusieran a los trajes mi etiqueta”.
En 2015 transformó en showroom su antigua oficina de seguros en Santos Lugares. “Mandé a hacer una mesa y un cartel con el nombre de la marca –Sazkat–, y puse un pequeño perchero con muestras de los trajes”, cuenta Marcelo. Fueron meses de trabajo silencioso hasta que, en agosto de ese año, abrió las puertas de su sastrería. Meses de pensar cada corte y buscar la mejor calidad para sus géneros, en muchos casos con telas importadas. Meses de crear la imagen de la marca.
“Al principio fue durísimo. Pero tenía el apoyo de algunos de mis clientes de los seguros que sabían que había cambiado de rubro. El primer traje se lo vendí a un amigo de mi hermano más chico, que es tatuador y artista custom”, dice. Eso marcó el resto del camino. “El 22 de agosto de 2015 inauguramos la marca con la primera colección. Alquilé un lugar y mi hermano y los amigos hicieron de modelos. Sabía lo que quería comunicar y armé en paralelo el lanzamiento en Facebook y en Instagram”.
Van ocho años desde que descubrió su verdadera vocación, cuenta: “Desde que me di cuenta de qué era lo que quería, no paré nunca. Fue encontrarme con un montón de cosas que tenía guardadas, la pasión que había estado ahí conmigo desde que nací”.
Al año y medio de lanzar su Sazkat en redes, lo contactó Estefanía Iracet, la mujer del músico Zeta Bosio, porque vio sus trajes en Instagram. Así fue cómo vistió por primera vez a un roquero. “Se corrió la bola y, de a poquito, empezaron a venir cada vez más. Los invitaba al showroom a ver los percheros y veían que en vez de trajes comunes había rosas, rayados, en géneros pintados por mi hermano, con forrerías de colores y con diseño, o en cuero, pero siempre con cortes implacables y telas italianas e inglesas”, dice quien hizo trajes para Ciro Martínez, Diego Arnedo y muchas otras figuras del rock local.
Eso sí, Marcelo, cuya marca también se hizo fuerte también en otras provincias, como Neuquén que lo ayudaron a mantener su empresa a flote durante la pandemia, cuenta que cuando le mostró el primer saco pintado por su hermano a su abuela Matilde –su abuelo Toto murió en 2013–, ella dio un veredicto tajante: “Hijo, ese saco es hermoso, ¿pero quién se lo va a poner?”. Pero esos sacos intervenidos se vendieron de a decenas: eran distintos a todo, dice, porque se fijaban en la confección pero “con cosas totalmente locas, distintas”.
Eso era lo que decían todos al principio cuando decidió vender su cartera de clientes: “Vos estás loco, ¿cómo vas a dejar algo que hacés hace tanto y en lo que te va bien?”. Y también lo que se habría dicho a sí mismo si hubiera sido su propio cliente en la aseguradora: “Estás loco”.
“Ahora lo hablo con mis hijos, que están grandes –cuenta–. Si vos me decías hace doce años que mi vida iba a hacer esta, yo te decía: ‘Imposible’. ¿Cómo voy a estar vistiendo a Zeta y a Ciro y los Persas, viajando por todo el país, que me vean como a un diseñador, haciendo desfiles? A veces siento que ni siquiera estoy laburando de tanto que me gusta lo que hago”.
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